La gran puerta de madera oscura, tachonada de
clavos herrumbrosos, se abrió ante mis ojos con un largo quejido; con pasos
cautelosos me fui deslizando en el interior de la casa. Había luz dentro, pero
no sabía de dónde venía. Sabía, eso sí, que a la izquierda encontraría un salón
que tendría que atravesar. Todo era grande allí, las puertas, los muebles
ennegrecidos por el tiempo, los distintos utensilios…todo salvo las ventanas
que no pasaban de ser meros huecos, casi saeteras, abiertos en los muros.
La puerta
del fondo del salón daba paso a una estancia, que debía ser el comedor de la
casa; todo seguía siendo grande, inmenso; tras la mesa, que estaba hecha de una
sola pieza de madera –no alcanzo a imaginar el tamaño del árbol con que se
realizó- un alto armario negro, con caras talladas en sus puertas y que llegaba
hasta el techo, llamó inmediatamente mi atención, sabía que tenía que abrirlo y
que en uno de sus cajones encontraría unas bolsas llenas de monedas de oro que
me esperaban. Para alcanzarlas debería arrimar una de las descomunales sillas
que rodeaban la mesa,
lo hice. Todas las monedas eran grandes, pesadas y brillaban, con el brillo
codicioso que ilumina los ojos de los hombres cuando las ven.
No me entretuve
mucho, deslizando una bolsa bien repleta en cada uno de mis bolsillos y
descendiendo con cuidado de la alta silla, empujé una puerta a la derecha. Estaba
casi oculta por aquel mueble amenazante y parecía mirarme. Un largo pasillo al
que se abrían distintas estancias conducía al otro lado de la casa.
Conocía
muy bien mi camino y así, al llegar al final del pasillo, entré en una de las
habitaciones y comencé a descender unas escaleras, que como un pozo oscuro y
húmedo, daban paso a un nivel inferior. Aquí tampoco había ninguna luz, y sin
embargo una extraña luminosidad, que irradiaba de todos los rincones, me
mostraba el camino; tras descender un buen número de peldaños me encontré en
una estancia muy espaciosa, en lo alto adiviné unos techos abovedados y de
piedra tallada. Algunos muros de mampostería dividían, formando toscas
habitaciones, aquel amplio espacio que correspondía a toda la planta de la
casa. Un tenue resplandor rojizo, que parecía proceder de una caldera de leña
encendida, iluminó, frente a mí, un tosco arcón de madera con ruedas solares
talladas. Tenía que abrir la tapa, y lo hice. El arcón era puerta, y ocultaba
otras escaleras de piedra que bajaban a un nivel inferior. Una vaharada de aire
viciado, con olor a materia orgánica en descomposición y a humedad, me echó
hacia atrás, y en ese momento me desperté.
Otra vez el mismo sueño. Hacía mucho tiempo que
no me asaltaba, pero lo conocía con exactitud; era una pesadilla, repetida en
muchas ocasiones, que me hacía recorrer, casi en la oscuridad y con mucho
miedo, las habitaciones y pasillos de una casa antigua; aunque esta vez había llegado mucho más lejos,
en mí recorrido por la casa, que en anteriores ocasiones. Sabía que era la casa
de mi abuelo paterno, la casa familiar desde hacía muchas generaciones, situada
en un remoto valle, en el montañoso y umbrío norte de Navarra, al lado de un
pequeño pueblo casi desconocido, Zugarramurdi.
Mientras conducía por el atasco matinal, camino
de la oficina, no pude dejar de pensar en la pesadilla, porque eso es lo que
era, una pesadilla que me había asaltado en distintos momentos de mi vida. Creo que la última vez que estuve en la casa
de mi abuelo debía tener apenas cuatro años; luego mi padre murió antes de
cumplir yo los cinco años y mi madre, que aunque también era de la zona del País Vasco vivía en Madrid, nunca
más volvió por allí. Poco me habló de la familia de mi padre, salvo que tan
sólo vivía ya mi abuelo en aquella recóndita casa de la montaña navarra y así,
cuando ella murió, hace ya casi veinte años, el único eslabón de conocimiento que
existía con la familia de mi padre desapareció. La verdad es que tampoco me
preocupé más, aún recordaba ciertas palabras que un día me dijo mi madre,
cuando en cierta ocasión le pregunté por mi abuelo, “por allí es mejor no ir”. Poco antes de llegar a la autovía decidí
desechar todos esos pensamientos de mi mente; mi mujer había muerto apenas
hacía seis meses y aún tenía profundas depresiones y un exceso de medicación.
Menos mal que nuestros dos hijos, ya adultos, hacían cada uno su vida, y desde
el funeral apenas les había visto
El mayor, Fernando, que era el que mayores problemas
nos había dado desde pequeño, con su
carácter extraño, solitario y desordenado, continuaba intentando hacerse un
hueco, ahora en el mundo del teatro; antes lo había intentado con la pintura,
la fotografía o la poesía.
- Tiene alma de artista, y por lo tanto sus
rarezas, decía Junkal, mi mujer, disculpándole siempre.
Yo no compartía del todo su opinión, a veces
pensaba que no le gustaba trabajar y que tenía demasiadas cosas raras en la
cabeza. Pero era el favorito de mi mujer y dejaba que le mimara.
El otro, Marcos, hacía años que vivía en
Londres donde trabajaba en el competitivo mundo de los brokers de finanzas. Yo
estaba solo, y la casa de Chamberí se me caía encima todos los días, por grande
y por recuerdos. Tan sólo el monótono trabajo, en la central del Banco de
Bilbao en Madrid, continuaba dándome
asidero a una vida, que consideraba ya gastada y sin objeto.
No recuerdo cuánto tiempo hacía ya que había
tenido la última pesadilla, la que me había
recordado a mi abuelo y a su casa, cuando recibí la llamada telefónica de un
bufete de abogados de Pamplona. Tras preguntarme si me llamaba Marcos Arrate
Enparan el abogado me dijo:
- Su abuelo, Aitor Arrate Yurreteguía, murió hace
tres semanas, y tenemos el encargo de localizarle y ponernos en contacto con
usted, por ser su único heredero.
Sin reconocer apenas el nombre de mi abuelo al
escucharlo, fui entrando en la conversación, y así me enteré que había muerto
en su casa de Zugarramurdi a finales de agosto, que llevaban un tiempo
buscándome, y que por ser su único
descendiente recibía íntegra la herencia. Es decir, la casa familiar, de nombre
Arratekoetxea, con sus tierras y
predios, y unos valores de cuyo detalle ya me pasarían la información. También me
advirtió, que a pesar de que la propiedad
contaba con muchas hectáreas de terreno a su alrededor, éste había dejado de
cultivarse tras el proceso de Logroño de principios del siglo XVII, y que desde
entonces todo los campos habían retornado a un estado salvaje e improductivo.
-¿De qué proceso me habla? Pregunté al abogado,
a lo que este, tras un largo y extraño silencio, me aconsejó que me informara
al respecto.
- Debiera documentarse un poco más sobre la
historia de su familia, y su casa del valle, antes de ir allí, terminó diciéndome.
Tras meditarlo unos días, decidí solicitar dos
semanas de vacaciones en el banco y viajar a aquella perdida zona de Navarra, para recoger las cosas personales de
mi abuelo, arreglar los papeles necesarios, y poner en venta la propiedad.
Salí pronto de Madrid, porque había quedado con
el abogado de Pamplona en su despacho sobre las doce. Era un hombre mayor, que
me recibió con cierta prevención, aunque correctamente. Después de firmar muchos papeles me recomendó
un restaurante cercano, el Blanca de Navarra,
para comer y preferí hacerlo allí, antes
que parar por el camino. De Pamplona a Zugarramurdi, el paisaje iba cambiando
cada kilómetro. Una vez que abandoné la autopista tan sólo el GPS del coche era
capaz de indicarme el camino. A primeras
horas de la tarde estaba en Etxalar, pequeño pueblo que debía distar menos de
veinte kilómetros de Zugarramurdi. Entre ambos, más cercana a éste último,
según tenía entendido, se alzaba la vieja casa familiar de mis ascendientes
paternos.
Las colinas se elevaban bruscamente, y en sus
pendientes se podían contemplar bosques de hayas que parecían no haber sido
talados jamás. También oscuras y angostas hoyas donde los árboles crecían con
fantásticas formas. En las laderas menos empinadas se podían ver todavía
algunas granjas, abandonadas y cubiertas de musgo, con amplias chimeneas
derrumbadas. La carretera nacional se había convertido en poco más de un camino
rural y las vueltas y revueltas de la carretera, apenas asfaltada y que parecía
no tener fin, se habían convertido en un tormento para mi BMW. Los árboles
crecían con mayor profusión y sus troncos parecían demasiado gruesos para ser
normales, algunas ovejas lanudas y caballos toscos y pequeños, fueron las únicas
criaturas vivas que pude ver; y ya
estaba comenzando a pensar que me había perdido
cuando la encontré.
La reconocí de inmediato, no podía ser otra; se
alzaba en un calvero del bosque, con las oscuras y atormentadas hayas y
lúgubres pinos, guardando una prudencial distancia de sus viejos muros, en la cima de una empinada colina,
bajo la cual se protegía, tras gruesas
paredes de piedra y estrechas ventanas, el pequeño pueblo montañés de
Zugarramurdi. Al fondo, dominándolo todo, un monte, con forma de colmillo
retorcido, que luego me enteré que se llamaba Peña Plata.
A primera vista parecía más una oscura
fortaleza medieval que una vivienda, aunque conforme me fui acercando pude
percibir los cambios y arreglos que se
habían ido haciendo con el correr de los tiempos. Sin intentar definir la época
de la construcción, sobre la que se había edificado la casona, se veía que el edificio
principal lo constituía una casa torre de los siglos XIV-XV, construida sobre unos
toscos y casi ciclópeos sillares que indicaban una edificación anterior. De forma poco usual, había sido respetada por
los reyes de Castilla tras las guerras de banderizos entre oñacinos y
gamboinos, conservando su altura original de tres plantas y una torre señorial,
con sus matacanes intactos. A pesar de
que el abogado había avisado de mi llegada al encargado de la finca, no se veía
luz alguna dentro de la casa.
Aparqué sobre un tosco enlosado, delante del
portón principal de la casa, una puerta grande, de madera tachonada de clavos,
y no había terminado de salir del coche cuando me percaté de que una persona
estaba al lado de la puerta esperando. Se trataba, como me había adelantado el
abogado pamplonés, de Peio Barrenechea, miembro de una antigua familia de la
zona que, desde siempre, había estado al servicio de los señores de Arrate. Alto
y enjuto, vestía entero de negro, destacando en el conjunto su abundante pelo
blanco. No podría decir con seguridad la edad que tenía, aunque tal vez pasara
de los sesenta años.
- Gabon jauna, me dijo secamente, aunque su
mirada denotaba un cierto interés.
- Lo siento, pero no hablo euskera, le
contesté; lo que no era cierto, ya que mi
madre se había preocupado para que lo aprendiera en Madrid, algo no muy
sencillo en la época de mi niñez; pero una especie de pudor o vergüenza me
impedía hablarlo, aunque lo entendiera a la perfección.
- Buenas noches entonces, jauna, me replicó, y
con una señal de la cabeza me indicó la puerta de entrada. Al empujarla, y abrirse, entonó un lamento
que me resultó familiar, pero al momento Peio accionó un interruptor, se
encendieron las luces de la entrada, y cualquier asomo de temor se disipó con
la claridad.
- Su señor abuelo hizo instalar la luz eléctrica
hace unos años, me dijo Peio, como disculpándose, ya iba haciéndose mayor y le
costaba vivir a la antigua usanza. Su habitación está en el piso de arriba.
Y subiendo mi equipaje por la escalera
principal, que se alzaba frente a la puerta de entrada, Peio no me dejó otra
alternativa que seguirle.
La habitación era amplia, con muebles de
castaño ennegrecidos por el paso del tiempo,
las paredes blancas y el suelo de madera, aclarada por el uso de la
lejía, resultaban acogedores. Una gran cama, con dosel y sábanas blancas,
invitaba al descanso.
- Si el señor desea cenar algo…casi preguntó
Peio
- No se preocupe, he comido bien en Pamplona y
vengo algo cansado por el viaje - le respondí-, mañana hablaremos.
- De acuerdo, mañana le prepararé el desayuno a
las siete, si le parece bien, como hacía con su señor abuelo. Buenas noches
jauna.
Y
cerrando la puerta de la habitación tras de si, escuché sus pasos
bajando la escalera y el ruido del portón al cerrarse. Estaba solo en la casa.
El baño, grande y frío, a pesar de ser todavía
septiembre, estaba al final del pasillo; era anticuado, con una gran bañera de
patas felinas, y un viejo calentador de serpentín, ya inutilizado, pero estaba
limpio, con toallas planchadas y disponía de agua caliente.
Tras cerrar la puerta del dormitorio, con el
pesado cerrojo de que disponía - eso de encontrarme sólo en una casa tan grande
y desconocida me imponía algo de respeto- me dispuse a leer el informe de las propiedades
de mi abuelo, que me habían remitido desde Pamplona, y un montón de páginas que
había buscado e impreso en Google, sobre el proceso de Logroño y otras
cuestiones, que pude encontrar sobre el valle.
Así
descubrí, por un lado, que la herencia era mucho más importante de lo que había
imaginado, no había sacos de monedas de oro, como en mi sueño, pero si unas
considerables sumas invertidas en valores bursátiles e inmobiliarios, que dada
mi experiencia en banca podía decir que de forma muy inteligente, y que aseguraban una gran tranquilidad
económica para el heredero de Arratekoetxea y sus descendientes. Nunca más
tendría que volver a trabajar, si no lo deseaba. En cuanto al denominado
“proceso de Logroño”, ni una sola vez se mencionaba a nadie de mi familia, a
pesar de ser en la época, los señores más importantes de los valles de la zona,
y sin embargo sí que aparecían mencionadas, como principales encausadas en el
proceso, otras personas de Zugarramurdi y pueblos aledaños; algunas llevaban el
apellido Barrenechea, el mismo que Peio.
El
proceso, que fue uno de los más importantes en la España de su época para
erradicar la brujería, se había iniciado por las denuncias de algunos vecinos de
los pueblos cercanos, presos de una
oleada de pánico; habían desaparecido personas y niños, cuyos restos nunca se
encontraron, se habían celebrado akelarres nocturnos y sortilegios,
maldiciones, sacrilegios, misas negras y otros actos impíos. De “adoradores del
diablo de la piedra negra” se acusó a los que fueron a la hoguera. Entre los
principales encausados, y que terminaron presa de las llamas, estaban Graciana
de Barrenechea, Miguel de Goyburu, Juan de Etxalar y María Chipía. Todo había
sucedido a principios del siglo XVII, pero, como ya he mencionado, aunque todo
el proceso se centraba en lo sucedido en Zugarramurdi y otros pueblos de la
zona, en ningún momento se habló ni de mis antepasados, ni de la casa. Tampoco se encontraron muchas pruebas, ni
altares ni piedras negras, y si a los condenados se les llevó a la hoguera,
debió ser por sus declaraciones, arrancadas entre tormentos brutales.
De los dos inquisidores generales nombrados por
el Rey, Juan Valle Alvarado y Alfonso de
Salazar, se sabía que habían vuelto a Madrid, y que uno murió acuchillado una
noche por las calles de la villa y el otro se volvió loco, terminando sus días
atado a la cama de un hospital de misericordia Tampoco se habló de los Arrate en
un proceso paralelo que se llevó a cabo al otro lado de la muga. En Burdeos, el
juez Pierre de Lancre, que también tuvo un desgraciado final a manos de un loco
que le estranguló recién vuelto a París, envió a un buen número de mujeres
–sorguiñas decía que eran-y algunos hombres, a la hoguera. Algunas de ellas de
San Juan de Luz, otras de Urruña, Sara o Ainhoa; sus cultos y ritos parecían
corresponder a los que juzgaron los inquisidores españoles en Logroño.
Ya en el siglo XX el pueblo de Zugarramurdi se
había hecho famoso, como me explicaron unos amigos de Madrid que conocían la
zona, por el proceso de las brujas y por una cueva cárstica que había en sus
cercanías. En la misma, se decía, las brujas habían realizado sus batzarres y
akelarres. Había un prado “del macho cabrío”, un “infernukoerreka” y hasta un
altar del diablo. La cueva la enseñaban a los visitantes y algunos del pueblo
sacaban sus buenas pesetas – perdón, euros, que soy un poco antiguo- con esta
atracción turística. Sin embargo, las
capas y capas de sedimentos de estiércol
de oveja y cabra, que tapizaban el suelo de su interior, lo único que parecían
atestiguar es que, desde siempre, la cueva se había utilizado para guardar el
ganado.
Google había seguido buscando; encontrando que había
una cierta tradición de personas desaparecidas en la zona, e incluso se habían
dado varios casos en los últimos años; el más reciente de ellos hacía apenas
dos meses, con una pareja de jóvenes australianos, chico y chica, que venían desde
Francia a los sanfermines. Una información posterior, tranquilizaba sobre su
desaparición en la zona, al decir unas personas que los habían visto
dirigiéndose en autostop, desde Pamplona hacia Zaragoza.
Aquella noche volví a soñar, pero en esta
ocasión bajaba por la escalera que ocultaba el arcón y llegaba a una gran cueva
sobre la que se había construido la casa. A la entrada de la cueva, en un arco
de piedra, estaba grabada una oración a la Magna Mater, lo que daba al conjunto
una inquietante antigüedad. La cueva
tenía unos techos altos, tanto que no se divisaban y se escuchaba el correr de
un arroyo al fondo. Había otras cuevas más pequeñas y una, algo más elevada y a
la que se ascendía por un camino tallado en la roca, en el centro de la cual se
alzaba una gran piedra negra, con forma de capitel, que brillaba en la
oscuridad. No recuerdo nada más, pero se que me desperté aterrorizado a eso de
las cuatro de la mañana. Fuera soplaba el viento azotando las ramas de las
hayas y una contraventana golpeaba de forma insistente contra el muro de la
casa.
Me despertó de nuevo el amanecer, el olor a
café recién hecho y un ruido de pasos en
la cocina, debía ser Peio que ya había llegado. Bajé las escaleras y encontré
mi desayuno, con una taza de café aún humeante, en la mesa del comedor, pero ya
no había nadie. Tras desayunar me dediqué a explorar la casa. Desde la planta
baja hasta la tercera, e incluso en la torre señorial, había gran cantidad de
habitaciones, algunas cerradas y otras vacías, viejos muebles de madera de
castaño o roble y enseres anticuados, pero en la cocina, que era grande y con
un horno antiguo, de los llamados económicos, había un moderno frigorífico bastante
bien surtido, una placa eléctrica de inducción y hasta una tostadora de pan y
un microondas. No encontré el baúl de mis sueños.
La tercera planta era toda una inmensa
biblioteca, distribuida a lo largo de distintas estancias, en las que se
agrupaban o amontonaban más bien, miles de libros; las ventanas seguían siendo
aspilleras y las vigas de roble ennegrecido por los años, revelaban una
increíble antigüedad. Descubrí ediciones de los siglos XVII y XVIII, libros
escritos en griego y latín, antiguos grimorios y una profusión de volúmenes
dedicados a la magia, los sortilegios, las antiguas religiones europeas y los
cultos escondidos. Entre ellos algunos
libros de los que vagamente había oído mencionar y que pensaba que eran
fantasías de escritores mediocres, “Los Manuscritos Pnakóticos”, el “Cultes des
Gouls” del conde de Erlette , “Los cultos desconocidos” de Von Juntz y algunas traducciones de Olaf Vormius. Todo
ello junto con libros de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Borelius y otros,
con extraños caracteres, escritos en lenguas desconocidas para mí, y cuyos títulos no fui capaz de descifrar. En
su conjunto podía ser una de las mayores colecciones de libros esotéricos de
todos los siglos, que se hubiera podido realizar. Además había tratados de
Medicina, de Farmacia, de Botánica, de Historia, Geografía, hasta me pareció
ver en uno de los montones apilados en el suelo un libro, con el escudo de los
Arrate en la cubierta, que debía tratar
de la historia de mi familia y de la casa… Había allí un trabajo coleccionista,
e incluso anticuario, de siglos. No conocía yo, en absoluto, esta faceta de mis
antepasados.
El cielo azul y el sol que brillaba en lo alto
me animaron a salir de la casa y visitar
el cercano pueblo de Zugarramurdi, al que llegué siguiendo el viejo camino
rural que procedía de Etxalar. Una cuesta muy pendiente, que daba algo de vértigo,
y que puso a prueba los frenos del coche llegaba, desde la puerta de Arratekoetxea,
hasta las primeras casas del pueblo.
Aparqué el BMW delante de la iglesia; la
construcción, maciza y de piedras oscuras
y musgosas, con su tejado de pizarra negra, parecía el testigo mudo de
innumerables sucesos. Entré en un bar cercano para tomarme un café, y observé
que algunos de los parroquianos se levantaron entre murmullos y se fueron al verme, otros, por el contrario
me miraban con una mezcla de complicidad y complacencia. Cuando fui a
pagar, la dueña me dijo, con un gesto de
reconocimiento:
- “Los Arrate no han pagado nunca aquí” y
fueron inútiles mis esfuerzos. Le pregunté dónde podría encontrar a Peio Barrenetxea
y su respuesta fue rápida y espontánea:
- “ No se preocupe, él le encontrará usted”
Fue salir a la calle y le vi de pie, al lado de
mi coche, como si todo el rato hubiera estado allí, esperándome. Abriéndome la
puerta del conductor me preguntó:
- “Zer nahi duzu, jauna?
A lo que le respondí que ya le había dicho que
no hablaba euzkera.
-Barkatu- añadió-“¿Quería alguna cosa, jauna? Algo
sorprendido le respondí que que deseaba me
mostrara el despacho de mi abuelo y su habitación.
Con un gesto de asentimiento, y sin palabra
alguna, Peio rodeó el coche, y abriendo la puerta del pasajero se acomodó en
el asiento de mi lado. Mientras conducía hacia la casa, vi que algunas ventanas
de las últimas edificaciones del pueblo se cerraban a nuestro paso, mientras
que, tras los visillos de otras, se adivinaban personas que nos miraban; en la
calle, como parecía lo habitual, no había nadie, lo que daba al pueblo un aire
de tristeza infinita.
El despacho, que estaba situado en una de las
habitaciones cerradas de la planta baja, era una gran estancia que ocupaba casi
toda el ala norte de la vivienda. Tenía varias puertas y estaba totalmente
revestido de madera oscura; su numeroso mobiliario parecía datar de principios
del siglo XIX. También había bastantes libros por allí, una gran chimenea de mármol blanco con
magníficos relieves y dos panoplias con espadas y sables a sus lados, algunas
de aquellas armas eran muy antiguas y de diferentes procedencias. Sobre las
estanterías, además de los libros que
parecían estar por toda la casa, lámparas de aceite, alguna pistola antigua,
extrañas estatuillas de piedra negra y varias pipas oscurecidas por el tiempo y
el uso. A lo largo de las paredes, había, a intervalos, retratos de familia de
buena factura, muchos eran hombres y algunas mujeres, todos deslustrados por el
tiempo y sumidos en una enigmática oscuridad. El sello de familia era
inequívoco, abundante pelo negro, gran nariz y el llamado “pico de viudo” en
todos; mi hijo mayor, Fernando, podía haber pasado por uno de ellos.
Una gran mesa de estilo vasco con dos aparadores a juego, unas lámparas de pie,
que se veía a las claras que antaño sostuvieron velones, unas sillas y dos amplios
sillones orejeros, completaban el mobiliario. La mesa, que tenía una antigua y
bien trabajada escribanía de plata, estaba vacía.
- ¿Cómo murió mi abuelo, Peio?, me gustaría
saberlo.
- Al señor le encontré muerto aquí, en su
despacho, una mañana al llegar; supongo que por la edad, que no perdona a nadie,
ni tan siquiera a él; cerca de los cien años debía tener ya. El ya lo sabía y
había hecho todos los arreglos necesarios, ya sabe –añadió- los abogados, el
entierro, ordenar sus papeles…
Antes de
que pudiera preguntarle, Peio, añadió:
- Había instrucciones para incinerarle, y
verter sus cenizas en el río que pasa al lado del pueblo y que desemboca en el río Baztán. Y así lo hicimos. Además, no
sabíamos muy bien dónde localizarle a usted.
El despacho comunicaba por una de las puertas
con la habitación de mi abuelo, y por otra con el comedor. La habitación era
muy parecida a la que yo ocupaba en el piso superior, tanto en mobiliario, como
en sencillez, con la salvedad de una gruesa alfombra que cubría el suelo
enlosado. En el armario tan sólo había un traje negro muy formal, una capa, un
gran sombrero alto, también negro y unos zapatos de estilo anticuado, con
hebillas de plata. Todo parecía nuevo pero viejo a la vez. Mi abuelo, con la
altura que tenían todos los Arrate,
debía estar imponente con aquellas ropas.
Tras despedirme de Peio, que me dijo dónde
estaban las llaves de las habitaciones cerradas, me dispuse a mirar bien el
despacho de mi abuelo. En los cajones de la mesa encontré muchos papeles,
parecía que estaban recogidos apresuradamente. Mi abuelo seguía escribiendo en
cuartillas blancas, de grueso papel con membrete, bien cortadas, y con pluma de
tinta negra; su letra, pequeña y cuidada, llenaba decenas de cuartillas. No me
resultaba sencillo leer todo aquello, porque estaba escrito en una mezcla de castellano,
francés y euskera, junto con palabras en otras lenguas que no identificaba del
todo. Había frases en latín y algunas
palabras en griego; también algunos dibujos. Todo me indicaba que el anciano
tenía la misma obsesión que había tenido toda su familia: cultos antiguos,
religiones y supersticiones locales. No
encontré apenas objetos personales, salvo los útiles para escribir, y algunas
monedas antiguas, de oro y plata, en un curioso bolsillo de cuero muy manoseado;
una estropeada fotografía, en un pequeño
portafotos, me mostró una mujer que por su aspecto y juventud debía de
ser mi abuela; mi madre ya me había contado, hacía muchos años, que murió al poco de nacer mi padre y que
ella no la había conocido.
Tras revolver un poco más por allí y no
encontrar nada de interés, me di cuenta que había olvidado preguntar a Peio si la
casa disponía de sótano y por dónde se llegaba hasta él. Me apunté mentalmente
hacerlo la próxima vez que le viera. Quería comprobar si mis sueños tenían algo
de fundamento.
Antes de mediodía salí en el coche con la
intención de dar una vuelta por los alrededores del País Vasco Francés. La
frontera de Dantxarinea se encontraba a menos de dos kilómetros de Zugarramurdi y quería visitar algunas
ciudades y pueblos de la zona francesa que,
un amigo de Madrid, me había recomendado de forma encarecida.
Ni Ainhoa, ni Saint Pée, ni mucho menos Cambó
les Bains, defraudaron mis expectativas. Además, en este último pueblo, pude
visitar la casa de Edmond Rostand, el célebre autor de Cyrano de Bergerac, que
edificó en esta población una auténtica mansión de estilo vasco, enmarcada por
los mejores jardines que había contemplado en muchos años. Comí en la terraza
de un buen restaurante de Cambó, rodeado
de macizos de hortensias y parterres bien cuidados. Parecía como si el verano
se resistiera a marcharse de esta región.
El paisaje y la arquitectura de la zona eran
cautivadores; suaves colinas y rientes regatos
que rodeaban pueblos alegres y bien cuidados, con casas amplias, de
múltiples colores, en cuyas fachadas se combinaba la madera, pintada de rojo o
azul, con el yeso blanco; nada que ver con las casas y pueblos del otro lado de
la frontera, en los que la oscuridad de la piedra, húmeda por la lluvia, y lo
sombrío y escarpado de la región, con sus interminables bosques de hayas y
robles, daban un aire algo lóbrego y poco tranquilizador al conjunto.
Mientras conducía, volviendo hacia la casa de
mi abuelo, iba haciendo mentalmente la lista de objetos familiares y mobiliario
que me gustaría llevarme a Madrid, y lo
que dejaría en la casa cuando se vendiera. Pensaba decir a Peio que se quedara
con lo que quisiera de recuerdo y que, por supuesto, recomendaría sus servicios
a quien adquiriera la casa. Y sin embargo… ya no estaba tan seguro de querer
deshacerme de la casona familiar, era
como si algo comenzara a atarme a aquellas viejas piedras, como si notara que
formaban parte de mi, o yo de ellas.
Estaba ya oscurecido cuando pasé por Zugarramurdi, desierto como de costumbre,
camino de Arratekoetxea; en la casa no había nadie y estaba todo a oscuras, tal
y como lo había dejado. Había comido bien y para cenar me conformé con
mordisquear un trozo del estupendo “Gateau basque aux cerisses noires” que
había comprado en una pastelería de Ainhoa. Con los escritos de mi abuelo como
lectura, y una botella de oporto que había encontrado en un anaquel de la
cocina, subí a mi habitación. Si lo hubiese escrito otra persona, hubiera
desechado aquellos papeles en muy poco tiempo, pero era mi abuelo el autor de
aquella sarta de supersticiones y locuras, que parecían proceder, por lo que pude deducir de los escritos, de una larga
tradición familiar. Decidí buscar, al día siguiente en la biblioteca, algún
libro con la historia de mi familia, tal vez así pudiera aclarar muchas de las cuestiones que me estaban inquietando. Me parecía haber visto algo parecido, cuando
anduve rebuscando por la mañana.
Supongo, que influenciado por la lectura, los
sueños de aquella noche fueron de una intensidad y realismo sorprendentes. Escuchando
unos extraños cánticos que inundaban la casa, bajaba a los subterráneos y
atravesaba el arco que daba entrada a una inmensa caverna, a la que se abrían,
a derecha e izquierda, unas cuevas más pequeñas. Avanzaba siguiendo un sendero
bien marcado, y fui dejando atrás pequeños recintos o cubiles, hechos con piedras, como corrales,
dentro de los cuales sabía que no debía mirar. Un gran espacio abierto en la
cueva superior, en el centro del cual se alzaba el monolito de piedra negra,
estaba lleno de gente, en cuyas caras, extrañamente iluminadas, reconocía a
personas que había visto en el pueblo. Vestidos con largos trajes oscuros y capuchas, entonaban un
cántico monocorde y repetitivo, de vez en cuando bebían de un extraño cáliz, de
metal tallado, que se pasaban unos a
otros; al frente de ellos, una alta figura vestida de negro y con sombrero alto
–sabía que era mi abuelo- dirigía con autoridad la ceremonia, y miraba de forma
insistente a lo alto del monolito. A los pies de la piedra negra, sobre una
gran losa negruzca, una persona, no veía si era hombre o mujer, pero tenía la
piel muy blanca y estaba desnuda, se desangraba lentamente por múltiples
heridas. Parte de su sangre, que escurría desde la piedra por unos canales
tallados y ennegrecidos, estaba siendo recogida en una jofaina metálica. El
cántico continuaba insistente y yo también miraba a lo alto de la piedra negra.
Un grito, exhalado a la vez por todas aquellas gargantas, me despertó antes de poder
ver, con claridad, la forma amenazante que había aparecido en lo alto del
monolito. Estaba tumbado en la cama y la casa permanecía en silencio.
Debí volverme a dormir profundamente, porque
cuando me desperté, el sol se filtraba ya por las contraventanas de madera y el
tenue olor a café, que flotaba en la habitación, me indicaba que mi desayuno estaba preparado
desde hacía un rato. En la cocina, como el día anterior, no había nadie. Con el
café y otro pedazo de “gateau basque” tuve suficiente. Apenas vestido subí a la
tercera planta para buscar el libro que había visto el día anterior. No me
costó trabajo encontrarlo, estaba donde lo recordaba. Con el libro en la mano
bajé al despacho de mi abuelo y lo abrí sobre la mesa. Necesitaba enterarme.
El libro, que no tenía autor, parecía haber sido
impreso en Pamplona a finales del siglo XVIII, y en sus márgenes había cantidad
de anotaciones con diferentes letras. Al parecer la casa, o mejor dicho las
ruinas sobre las que se edificó la casa, eran muy anteriores a la aparición del primer
Arrate en el valle, que no se certifica hasta comienzos del siglo XIII. Debió de
haber en principio un templo druídico, al lado del cual los romanos, de los que
yo no tenía conocimiento que hubieran penetrado tanto en las montañas navarras,
construyeron un altar dedicado a Cibeles, Mitra y otros dioses más oscuros. Se hablaba también de cultos extraños,
posteriores a la marcha de los romanos y a la mortandad, tan elevada, que consiguió
que para lo sucesivo tuvieran el lugar como maldito, que sufrieron los
visigodos cuando intentaron apoderarse del valle. Lo mismo sucedió con una
razzia de árabes que llegaron hasta allí, en una atrevida aceifa, y de los que no se volvió a tener
noticias ¿Pero dónde estaban todas esas ruinas? Debía encontrar los
subterráneos.
Y desde la oscura referencia a los visigodos y
a los árabes apenas nada; casi cinco siglos de los que no se tiene ninguna
mención hasta que llegan los Arrate. Por lo que pude leer, los Arrate, que en
su origen provenían de las Amezkoas, y así se llama el primero de ellos del que
se tiene noticias, Juan de Amezkoa, debieron recibir la propiedad del valle por concesión de Sancho el Fuerte.
El monarca les premió, tras la destacada participación que tuvieron entre los
navarros que, con el mismo rey a la cabeza, rompieron las cadenas de Miramamolin,
en las Navas de Tolosa; y me estoy remontando al año 1212.
Edificaron, su castillo o casa torre, sobre las
ruinas de alguna construcción anterior que había en aquella colina, y se
dispusieron a disfrutar de sus propiedades. No es hasta las postrimerías del
siglo XIV cuando comienzan a difundirse ignominiosos rumores sobre la familia, que ya se llama Arrate, paralelos a un aumento
de su poder y riquezas. Desapariciones, raptos, muertes violentas… un manto de
terror y respeto se extiende por
aquellos valles, y hasta la casa y la familia son respetadas, en el trascurso
de las guerras de banderizos que asolan la región durante ese siglo. El mismo
Fernando de Gamboa debió estar hospedado en la casa antes de la desgraciada
expedición, que terminó con su muerte, contra los señores de Urtubia.
Es durante aquella época, los siglos XV y XVI,
cuando los Arrate disfrutan de su máximo poder y riqueza. A pesar de la
distancia desde el valle, para con los centros de poder político de la época,
se relacionan tanto con los reyes de Navarra –los suyos- como con los de
Francia y Castilla. Así, el cambio de rey y de reino tan solo trae la
encomienda, a los señores de Arrate, por parte de los nuevos monarcas de
Castilla, para que vigilen la frontera. Durante esa época su influencia se
extiende hacia el oceáno Atlántico, y se hacen con un torreón o castillo viejo,
que defiende el paso del Bidasoa, ya en la llamada Navarra atlántica, y también
con una ferrería fortificada en la misma zona de Uranzu, Olaundi –gran
ferrería- la llamaban, en donde trabajaban un buen número de ferrones, que forjaban
armas y armaduras para los señores de la zona y herramientas, clavos y aperos de labranza para el pueblo.
La encomienda la entienden los Arrate como un
permiso para que hagan sus correrías al otro lado de los Pirineos, en la Alta
Navarra. Y no hay casi más noticias durante un siglo, salvo las quejas constantes
de los señores de Urtubia y Saint Pée, -este último les llega a comparar con el
impío Gilles de Rais de unos siglos antes-, que se lamentan a los reyes
franceses por las acciones innombrables de los señores de Arrate; pero como
eran franceses y se estaba en una continua guerra con ellos, apenas se les
tiene en cuenta.
Algo que resulta curioso, después de leer casi
doscientos años de crónicas familiares, es que el mayorazgo tiene una gran
mortandad. En muchos casos pasa a otro de los hijos de la casa por desaparición
o muerte violenta del primogénito. Y en lugar de lamentarse por estos hechos,
algunas crónicas hablan de castigos a los fallecidos o de que los más cercanos
al poder y el conocimiento ocuparán el puesto. Son referencias extrañas y que
no aclaran nada mis dudas.
Algunos de los segundones llegan a América en
dónde uno de ellos, al que se había otorgado el cargo de gobernador de la
región maya de Yucatán, se ve mezclado en un extraño caso de sacrificios
humanos en los siniestros teocallis de la región. Pero en el libro no encontré
ninguna referencia posterior al suceso, que me pudiera dar más indicaciones de
lo sucedido. También emparentan con los Ursúa, señores del valle del Baztán, y
uno de ellos forma parte de la desgraciada aventura de los marañones, que termina,
con la rebelión de Lope de Aguirre, y con el final de la expedición en un baño
de sangre.
Luego llega el proceso de Logroño, en donde, a pesar de no
estar entre los encausados, los Arrate son vigilados y pierden casi todos los
privilegios de que disponían en aquellas tierras, pasando desde entonces a un
discreto segundo plano. En varias ocasiones encuentro referencias oscuras a
“una puerta”… tal vez tenga que ver con la traducción del apellido al
castellano, ya que Arrate quiere decir la puerta de piedra.
El resto de la mañana lo dediqué a rebuscar por
la planta baja la posible entrada a los sótanos, que sin lugar a dudas existían
en la casa. Dentro no encontré nada y fuera tampoco. En ninguna de las bastardas construcciones anexas, que debían
haber servido de cuadras o almacenes, encontré señal alguna de acceso hacia
unos supuestos sótanos. La entrada, si es que existía, debía encontrarse en el
interior de la casa. Algo chasqueado por este fracaso, ya estaba decidido a
preguntarle a Peio, cuando se me ocurrió, que el único lugar en dónde existía
una alfombra en el suelo, era en la habitación de mi abuelo. Y hacia allí fui.
Tras desplazar la pesada cama hacia un lado, conseguí
poder retirar un poco la alfombra y no me hizo falta más, allí estaba, bajo la
cama de mi abuelo. Una losa de piedra con una argolla de hierro, que parecía
dar acceso a la planta inferior. Tiré de ella hacia arriba y se abrió sin
ningún esfuerzo; un ruido mecánico me indicó que algún oculto juego de resortes
y poleas, bien engrasadas, facilitaba la apertura. Unas escaleras, de gruesos
bloques de piedra, descendían hacia la negrura, no veía nada en su interior y
no percibí ningún olor a cerrado o a humedad, todo lo contrario, un aire fresco
salía por la apertura. Recordé que en uno de los armarios de la cocina había
visto una linterna y un par de paquetes de pilas, y así, con la linterna en la
mano y las pilas en los bolsillos, descendí hacia el interior del oscuro
sótano.
No encontré nada fuera de lo común, el sótano
estaba vacío y tan sólo algunos montones de botellas vacías o viejos sacos que
habían contenido carbón, indicaban que había sido utilizado alguna vez como
almacén. Pero algo imperceptible me estaba llenando de inquietud y no pude
reprimir un escalofrío cuando me di cuenta que parte de mi sueño era real, que
todo el sótano había sido construido por manos romanas; romanos eran los arcos
y las columnas y hasta el enlosado del suelo se había realizado con su técnica.
En las paredes y columnas había numerosas inscripciones en latín con menciones
a Atys, lo que me hizo recordar los siniestros cultos que se ofrecían a este
dios oriental, muy relacionado en el panteón romano con Cibeles. La casa estaba
edificada sobre un antiguo templo que era, como poco, de la época de los romanos.
El sótano estaba despejado y aunque se percibía
que anteriormente había tenido algunas divisiones, ahora estaba exento de
cualquier tabique o habitación; los arcos y las columnas dejaban un espacio
abierto en el centro y allí, rodeada por unas anticuadas lámparas de aceite, se
veía otra losa con su correspondiente argolla de hierro; el escudo de los
Arrate estaba grabado en ella. Parecía la puerta hacia otras cavidades inferiores. No quería
aventurarme solo por nuevos pasadizos y decidí dejarlo para el día siguiente,
en que buscaría algo de ayuda. Tal vez Peio pudiera echarme una mano.
Estaba oscureciendo; sin darme cuenta se me
había pasado el día, entretenido entre anticuados libros y descubrimientos algo
inquietantes, aunque cada vez más esperados. Había preparado un buen paquete de
libros, entre algunos encontrados en el despacho de mi abuelo y otros en la
biblioteca de arriba, y con ellos, y un
bocadillo que me preparé en la cocina, subí a mi habitación, dispuesto a
continuar con mis investigaciones.
Por lo que pude ir leyendo, al parecer, en el
valle, había existido un foco de cultos casi prehistóricos, y previos a los
pueblos ganaderos que habían llegado a la región antes del comienzo de nuestra
era. Cuando éstos llegaron, los asimilaron y mezclaron con sus propias
creencias y supersticiones. Con los romanos había sucedido algo parecido y
algunos miembros de la IV cohorte de la IX Legión, que estaba destinada en
Pompaelo, hacían frecuentes visitas a la zona, ofreciendo sacrificios de
esclavos y participando en los oscuros y
sangrientos ritos que los naturales del valle tenían por costumbre hacer.
Parece que la llegada del cristianismo a la región, a principios del siglo
VIII, no afectó en nada a las siniestras tradiciones del valle y, como ya he
dicho antes, ni visigodos ni árabes pudieron llegar nunca hasta allí o por lo
menos poder contarlo luego.
Encontré una nueva referencia procedente de
algunos supervivientes del ejército de Carlomagno, derrotado por los vascos en
los puertos de Ibañeta y Lepoeder, a pocos kilómetros de aquí, cuando se
retiraba de Pamplona después de su saqueo e incendio, a finales del siglo VIII.
Por lo visto un grupo numeroso de
prisioneros, entre francos, alamanes y lombardos, fueron conducidos hasta el
valle finalizada la batalla, y acabaron su vida ofrecidos en horrendos
sacrificios, clavados por las extremidades a los árboles o quemados en los
prados; incluso se hablaba que varios, una vez desangrados en los altares de
piedra, fueron devorados, en un impío ritual, por los habitantes del valle.
Alguno logró escapar y contar lo sucedido a los condes francos, que,
horrorizados, prometieron venganza, aunque
al parecer nunca la consiguieron hacer.
También encontré algo de información de los
primitivos ritos que, se suponía, se habían llevado a cabo en la región en
edades antiguas, ritos que procedían de tiempos muy remotos y que habían
llegado hasta nosotros con la forma del akelarre. Se mencionaba como la carne
de los sacrificados era compartida con el oscuro demonio al que se ofrendaban,
y que las víctimas debían desangrarse vivas… Ya no sabía qué pensar, y las
primeras impresiones que tuve, de tomarlo todo como una superstición sin más
fundamento, estaban dando paso a una sensación de miedo.
A pesar de la confusión que originaba la
consulta de diversas fuentes, y el tiempo transcurrido desde que estaban
escritas, poco a poco estaba comprendiendo que los Arrate, una vez llegados
allí en el siglo XIII, se habían
mezclado en una horrible blasfemia que
sobrevivía en aquellos valles a través de los siglos; y lo más terrible era que
podía haber llegado intacta hasta nuestros días. Cansado por la intensidad del
día y con la mente confusa, por la cantidad de terribles sugerencias que los
libros y manuscritos leídos me estaban
haciendo, no tardé en conciliar el sueño.
Cuando me desperté no eran aún las doce de la
noche, debía estar en el primer sueño y sin embargo me sentía despejado y
también alerta. Hasta la habitación, procedente de no se muy bien dónde, me
llegaba un extraño rumor de voces mezcladas con cánticos. Como si algo o
alguien me estuviera llamando. Me
levanté y vestí; suponía, sabía, que algo estaba pasando en los subterráneos,
aunque ahora ya no escuchaba nada; con la linterna en la mano me dirigí hacia
la habitación de mi abuelo.
La losa
estaba cerrada, tal y como la había dejado, pero sentía una llamada lejana,
debía bajar hasta el sótano. Descendí las escaleras y recorrí el oscuro camino hasta
donde estaba la otra losa, la puerta de piedra hacia lo desconocido, puerta que
tan sólo había atravesado en sueños. Me temblaba la mano cuando así y tiré de
la argolla con fuerza; también se abrió con facilidad, pero el aire malsano que
me llegó desde allí me echó hacia atrás. Una mezcla de olor a humedad y podredumbre orgánica me asaltó el olfato y,
sin embargo, comencé a bajar las escaleras, empinadas, tortuosas y talladas en
la roca, con el techo tan bajo que casi lo rozaba si me erguía; era como un
túnel o pasadizo. A su término había un arco de piedra muy trabajado, como una
puerta que diera acceso al interior, pero éste no era romano, parecía anterior;
los símbolos extraños se mezclaban con las ruedas solares y algunas cruces que
recordaban a la simbología de los nazis.
Había una inquietante luminosidad, como una
fosforescencia natural de las rocas, lo que me permitió distinguir algunos
restos de antiguas construcciones; muros y tabiques que formaban espacios
similares a cobertizos para ganado y otras obras que no pude distinguir bien. Otra
vez, desde lo lejos, me llegó un rumor de voces o cánticos mezclados con el
ruido de una corriente de agua. Parecía mi sueño de nuevo, pero sabía que ahora
no estaba soñando y el miedo me hizo estremecer.
Avancé hacia donde se oían las voces
resguardándome entre las piedras y los antiguos muros; la caverna era inmensa,
y en aquella zona era fácil avanzar sin ser visto. Al fondo, en una de las grutas
que se abrían a los lados de la cueva principal, iluminados por algunos faroles
humeantes, había un grupo de personas, serían más de veinte. Dándose las manos
formaban un amplio círculo, en el centro del cual, sobre una especie de altar,
se alzaba una piedra negra brillante; rodeaban la piedra moviéndose
alternativamente hacia la izquierda y hacia la derecha, y seguían entonando el
cántico que me había despertado; si estuviera en Cataluña diría que bailaban
una sardana. Vestían con una especie de túnica oscura y una capucha les cubría
la cabeza y parte de la cara.
Me aproximé lo que pude al grupo, sin correr
riesgos, y escondido, tras una gran piedra, pude atender a lo que
estaban haciendo. Al poco cesó la extraña salmodia y soltándose las manos comenzaron a hablar. En
un principio no pude comprender apenas ninguna palabra, pero al poco, y una vez
que me acostumbré a la resonancia de la cueva, pude ir entendiéndoles. Hablaban
en el euskera propio de la zona, el alto navarro, y aunque se diferencia algo del gipuzkoano
que me había enseñado mi madre, pude comprenderles sin apenas ninguna dificultad.
Lo que fui entendiendo me sobresaltó, pero
también confirmó todas mis sospechas. Se quejaban a Peio, pues éste era uno de
ellos, y sin duda alguna el que dirigía aquella especie de reunión. Se quejaban
de mi persona y de mi falta de interés y desconocimiento. Todas esas quejas se mezclaban con una cierta preocupación.
- Hace ya más de dos meses que no nos ponemos
en contacto con nuestro amo –decía una voz que me resultó familiar- y tan sólo
los Arrate tienen el antiguo poder y conocimiento para hacerlo. ¡Ha pasado demasiado tiempo desde la noche de
San Juan! ¿Qué pasa con el descendiente, Peio?
La familiar voz de Peio le contestó:
- Está siendo muy difícil; es como si no fuera
de la familia, como si el poder y el conocimiento antiguo no estuvieran con él.
Además –prosiguió la voz- me es casi imposible comunicarme, apenas escucho sus
deseos ni sus pensamientos, y a pesar de que he dejado todos los libros y
documentos a su alcance, no los entiende. Fue un error que el hijo del señor se
casara con alguien de fuera, y que se fueran del valle; no sé qué podemos hacer.
-¡Pues algo habrá que hacer! – contestó una voz
chillona, de mujer, que no conocía- tenemos a la parejita esa de extranjeros en
la bodega, esperando. Y no se si van a
poder esperar mucho más –terminó, con una risita de mal agüero.
- ¿Es que no están seguros? –volví a reconocer
la voz de Peio
- Seguros si que están, -contestó la mujer de
la risita- en el pozo de Graciana siempre ha estado todo seguro, nadie los podrá encontrar; casi un año
estuvieron los inquisidores buscando y nada encontraron. Pero les veo muy
débiles y apenas comen, se están quedando muy delgaditos –note cierta desagradable
inflexión en la voz que pronunció estas palabras-. La chica no va a durar mucho
más, y ya sabes que muertos no nos sirven, tendríamos que salir a buscar otros.
Ahora las voces se entremezclaban, como si
estuvieran discutiendo, y no podía entender nada. Estaba aterrorizado y no
conseguía reaccionar. Tenía que salir de allí antes de que se dieran cuenta que
estaba espiándoles, antes de que Peio notara mi presencia.
La voz de Peio volvió a escucharse en la
oscuridad.
- Hay que hacer un último esfuerzo, la luna
llena se acerca otra vez y no podemos seguir sin ofrecer los sacrificios
acostumbrados. Podría pasar algo desagradable…Mañana intentaré de nuevo hablar
con el heredero, a ver si consigo conectar con él y comprender su pensamiento y
sus intenciones. Y si no consigo nada habrá que buscar otra solución… Creo que
tiene dos hijos y en alguno de ellos tiene que estar el poder, siempre ha sido
así; la verdad es que en éste no lo he notado. Tened preparados, por si acaso,
la mandrágora y el estramonio.
Con murmullos de asentimiento los congregados
en la cueva fueron bajando hacia el arroyo que corría por el fondo. Poco a poco
la luz de los faroles se fue disipando y quedé en la oscuridad. Y aquello no me
hacía ninguna gracia, pero aún no me atrevía a encender la linterna. Permanecí
quieto, y a oscuras, unos minutos interminables. Mi reloj marcaba algo más de
las dos de la mañana cuando decidí encender mi linterna y volver sobre mis pasos.
Ya no se oía nada más que el rumor del agua; supongo que la cueva debía tener
alguna entrada más por la que accedían Peio y sus compañeros, y ya se habían
ido.
Dando traspiés, y con el corazón en vilo,
pendiente de cualquier ruido y con la extraña sensación de que me seguían, hice
el camino inverso hasta la salida de la cueva. Cerré las losas que conectaban
con los sótanos y volví a mi habitación.
No conseguía dormirme; tumbado vestido encima
de la cama, todo lo sucedido daba vueltas en mi cabeza. Todavía había momentos
en los que pensaba que lo sucedido no era real, que no era más que otro sueño,
que nada de esto había sucedido, que cuando amaneciera lo vería todo diferente.
¡Cuando amaneciera! Aún quedaban varias horas y no podía seguir así. Lo arreglé
con un vaso de leche y dos orphidales. A
pesar de ello, tampoco conseguí dormir mucho. Faltaba casi media hora para las
siete cuando desperté y la luz del día comenzaba
a filtrarse ya por las rendijas de la persiana.
Estar vestido, encima de la cama sin deshacer,
y mis zapatos, mojados y llenos de barro, confirmaron que los acontecimientos
de la noche habían sido reales. Tenía que hacer algo, pero no sabía por dónde
empezar. Parecía que lo más fácil era huir de allí, pero no podía hacerlo sin
tener remordimientos para siempre. Dos personas encerradas, en sabe Dios qué
oscura ergástula y esperando un horrible final, me lo impedían. Tenía que
acabar con esta locura. Comencé a pensar en cómo hacerlo. Y en ello estaba
cuando algunos ruidos en la cocina me confirmaron que eran ya casi las siete y
que Peio estaba preparando mi desayuno. Tenía que pensar con rapidez.
Después de desarreglar la cama y esconder los
zapatos, por si Peio subía a mi habitación, bajé con prontitud a la cocina.
Quería ver a Peio antes de que se fuera y comprobar si sospechaba algo de mis
andanzas nocturnas.
Creo que él quería lo mismo. Estaba
esperándome, sentado en una silla delante de la cafetera. Sus ojos azulados
hacían que miraban a través de la ventana, hacia las hayas del bosque. Sus
manos, demasiado blancas y finas para alguien que vivía en el campo,
acariciaban el pomo de plata de la makila que llevaba siempre.
- Egun on, jauna-fue lo primero que me dijo al
verme. Y no quise volver a expresarle mi desconocimiento del idioma, me pareció
que conocía la verdad.
- Buenos días Peio –y sin saber como continuar,
añadí- parece que va a hacer un buen día.
- Sí, calor ya tendremos hoy –contestó,
añadiendo -¿saldrá hoy el señor a pasear o se quedará en casa? ¿Quiere algo?
Pudiera ser, Peio, que saliera a dar una vuelta
por los alrededores. No creo que te necesite hoy, muchas gracias.
Se quedó un momento expectante, como si
quisiera continuar nuestras palabras, pero yo zanjé ese amago tomando la taza
de café y dirigiéndome con ella hacia una de las ventanas. Pareció entender que
no tenía ganas de conversación y sin más, se dirigió a la salida.
- Agur jauna –y escuché como cerraba la puerta
casi sin ruido.
Ahora que ya estaba solo pude pensar con más
tranquilidad. Parecía que Peio no sospechaba nada de mis andanzas, pero yo necesitaba
encontrar pruebas para la policía, y tal vez en la cueva pudiera encontrarlas. Después
de lo que había visto la noche anterior, y lo que había podido ir
comprendiendo, no era precisamente una agradable excursión campestre lo que
estaba proyectando, pero no tenía otra alternativa. Me pertreché como pude, la
linterna con pilas de repuesto, una bolsa con mi cámara fotográfica y unas
velas; como defensa tomé una de las viejas espadas, afilada y aún en buen uso,
que había en el despacho del señor de Arrate; no tenía nada claro lo que podía
encontrar.
Terminado el desayuno y haciéndome con todo el
valor que pude, volví a levantar la losa de la habitación de mi abuelo. Los
escalones, ya familiares, me llevaron hasta los sótanos de la casa. Desde allí, en tres zancadas, estaba ante la
puerta del subterráneo inferior. Antes de abrirla recordé todo lo sucedido la
noche anterior, y todavía dudaba que fuera verdad, todo lo que había visto y oído, y lo que
suponía que me podía encontrar.
Fui bajando los viejos escalones tallados en la
piedra, muy pendiente de las inscripciones grabadas por grafiteros de otras
épocas; perplejo ante la terrible antigüedad que todo aquello demostraba. Y así
llegué hasta el arco que tanto me había alarmado la noche anterior; allí
estaban las ruedas solares, las cruces gamadas de tradición sánscrita, las
inscripciones celtas y otras de origen desconocido para mí. Los restos de unos
goznes me demostraron que el arco había sido puerta hacia mucho tiempo, aunque
de ella ya no quedaba nada. Al otro lado se abría la cueva.
El camino, ahora me fijé bien, descendía hasta
lo más profundo de la caverna, una verdadera sima de la que tampoco se veía el
techo. El fenómeno natural que había
originado la conocida cueva “turística” de Zugarramurdi, tenía que haber
originado esta otra. Hermana gemela de la anterior, pero cargada de una
profunda y maligna iniquidad. Caverna desconocida salvo para los iniciados y
que había sido, desde tiempos remotos, el centro de unos cultos impíos e
inhumanos. Sima infernal cuya puerta era la casa de mis antepasados.
Senda enlosada a trechos, abierta en la roca
viva en otros, a veces también se embarraba. A la luz de la linterna pude ver,
marcadas en el lodo, las huellas dejadas por mis zapatos la noche anterior,
aunque también se veían otras que, por su disposición, eran posteriores a las
mías y que parecía que habían ido siguiéndome. Algo alarmado apagué la linterna
y escuché con atención; no se oía nada. Pero pude darme cuenta que la oscuridad
no era absoluta, la luz del día debía filtrarse por algunas grietas de las
paredes o del techo y dotaba a la cueva de una cierta luminosidad. Preferí
dejar la linterna apagada y proseguir el camino con esa media luz. Por momentos
tuve la extraña sensación de que estaban observándome. Después de mantenerme
quieto durante un rato y no escuchar ruido alguno, salvo el murmullo del agua
al fondo, proseguí mi camino.
Más despacio que la noche anterior, prestando
atención a los detalles, y fotografiando
los que me parecieron de interés, pude ver como a ambos lados del camino que
iba siguiendo, había una serie de construcciones; la mayoría, de toscas piedras
puestas una sobre la otra y con el techo hundido, recordaban a los apriscos que
hacen los pastores de la zona para el ganado. Aunque también había otras, en
las que se notaba una mejor factura, con piedras talladas y argamasa romana o
medieval. Me aventuré a entrar en una de ellas y encendí la linterna para poder
contemplar su interior. Estaba vacía, pero en las paredes había argollas de las
que colgaban restos de viejas cadenas. Más que apriscos eran mazmorras. Había
algunas más grandes, que además de las cadenas también contenían osamentas, y
que fui fotografiando con cuidado.
Al principio imaginé que los restos óseos
pertenecerían a algún tipo de ganado que habrían tenido estabulado en las
cuevas, cabras, ovejas o vacas, pero
cuando examiné los huesos con detenimiento me di cuenta que eran humanos. Y los
había de todo tipo; también de niños. Un cierto pánico ante lo que me podía
encontrar más adelante me estaba invadiendo, porque, y esto era lo más
terrible, los huesos estaban roídos, como por perros u otros animales de
mandíbulas fuertes. Algunos habían sido rotos para sacarles el tuétano.
Encontré un altar romano; había sido de mármol
blanco y muy trabajado, pero una inmensa mancha negruzca lo cubría por
completo. No tenía por qué engañarme; la mancha era o mejor dicho, había sido
sangre. En uno de sus costados pude distinguir un preocupante grabado del dios
Pan, con sus pezuñas de cabra y cuernos. A su alrededor más osamentas, cadenas,
y algunas armas, entre ellas hachas herrumbrosas de origen franco y espadas, y
cuchillos cortos y fuertes, herramientas propias para el trabajo de un
carnicero. La luz del flash me sobresaltó al pensar que podía reverberar en la
cueva, pero era la única manera de tener alguna prueba a la que agarrarme.
Los diferentes altares se sucedían unos a
otros, sin orden ni cronología. Lo mismo estaban formados por unos toscos
apoyos, sobre los que se asentaba una lápida de piedra, que se les veía más
trabajados y con distintos estilos. Pero en el fondo eran todos iguales: losas
de sacrificio, con las osamentas de las víctimas caídas a su alrededor. Huesos
que denotaban, muy a las claras, que sus propietarios habían sido sacrificados
y devorados en ritos que procedían de la noche de los tiempos. Todo estaba
encajando. Las leyendas leídas, las conversaciones escuchadas, los libros, los
distintos objetos encontrados en casa de mi abuelo.
No podía dejar de pensar en los dos chicos
jóvenes encerrados en el “pozo de Graciana”, tenían que ser los dos
australianos desaparecidos hacía unos meses, ¿dónde estaría eso? A pesar del
miedo que sentía metido en el cuerpo, decidí que tenía que llegar hasta el último
altar, el que había estado espiando la noche anterior, el que pensaba que
podría aclarar definitivamente todas mis dudas, si es que ya me quedaba alguna.
Otra vez tuve la extraña sensación de que no
estaba sólo en la cueva, de que algo o alguien me espiaba con ojos atentos
desde la negrura. Bordeando el riachuelo, que ahora corría a mis pies, y sin
pararme ya en ninguno de los restos ni edificaciones derruidas que veía por
doquier, fui llegando al pie de aquella última caverna. Tras vadear la
corriente por un pequeño puente de piedra ascendí, entre continuos resbalones,
por un camino pendiente que tenía una tosca barandilla de madera. En el barro
se podían ver multitud de huellas impresas dejadas, sin duda, por los
visitantes de la noche anterior.
La cueva no era muy grande, desde ella, como
desde el coro de una iglesia, se podía contemplar el camino por el que había
llegado, y el arroyo que corría por el fondo. En el centro había otro altar,
muy similar a los que había ido viendo por todo el recorrido, pero tenía una
piedra negra en el centro, especie de pilar esculpido en basalto o un material
similar. El ara estaba también manchada con sangre, pero no toda estaba
ennegrecida por los años. Unos canalillos tallados en la piedra parecían
facilitar que el líquido fluyera.
Alrededor de la construcción, tiradas de cualquier manera, también había
osamentas y calaveras, pero algunas de ellas aún estaban rojas y con jirones de
carne putrefacta. El olor nauseabundo, que me llegó en un momento dado, me
causó unas violentas arcadas y vomité allí mismo. Me sobrepuse a duras penas y
fotografié todo aquel escenario dantesco. No necesitaba ver nada más.
Enloquecido, con la linterna encendida, sin
preocuparme por nada y sin apenas mirar el camino de vuelta, conseguí llegar
hasta la salida, hasta el arco de piedra que daba acceso a los sótanos de
Arratekoetxea. Casi sin darme cuenta, aterrorizado y tembloroso, me encontré en
mi habitación. No era todavía mediodía. Ya había tomado una determinación.
Recogí mis pertenencias de cualquier manera y
las cargué en el coche. De nuevo tuve la impresión que desde el cercano bosque
de hayas me estaban espiando. Arranqué y me dirigí a Etxalar, llevaba toda la
velocidad que me permitía el angosto y tortuoso camino vecinal. Allí cargaría
gasolina en unos bidones que había encontrado en la casa, volvería hasta
Arratekoetxea y le prendería fuego. Nadie podría ya saber los secretos que
guardaba, todos los malignos y blasfemos libros, las catacumbas y su contenido
se perderían para siempre. Después, una vez en Pamplona, pondría una denuncia
en la policía aportando las pruebas que podía tener y las fotografías de mi
cámara.
El camino de vuelta desde la gasolinera de Etxalar
se me estaba haciendo eterno, no podía ser tan largo; seguro que me había
despistado en alguna de las intersecciones que llevaban a las granjas
abandonadas. Ya estaba decidido a dar media vuelta tras la siguiente curva, cuando
de repente una sombra negra, salida del bosque, se me echó encima. Di un golpe
de volante para evitarla y ya no vi nada más, sólo la luz, una luz intensa…
Noticia del Diario de Navarra
Turista muerto en
un accidente cerca de Etxalar
Poco después de las siete de la tarde de
ayer, un hombre murió en un accidente en la carretera rural que une Etxalar con
Zugarramurdi. El finado M.A.E., vecino de Madrid, se encontraba pasando unos
días en la casa de su familia, en el pueblo de Zugarramurdi, cuando al volver
de Etxalar, y por causas que se desconocen, perdió el control de su vehículo,
que chocó contra un haya, incendiándose de inmediato. Los restos del vehículo
fueron encontrados poco tiempo después del accidente, dándose parte, por unos
vecinos, a la Guardia Civil de la zona. Parece que el vehículo llevaba unos bidones
llenos de gasolina, lo que contribuyó, sin duda, a la explosión e incendio
consiguientes. El fallecido, que era viudo, deja dos hijos mayores.
Unos días después del funeral, que se
celebró en Madrid, un conocido bufete de abogados de Pamplona, se ponía en contacto con
Fernando, el hijo mayor de Marcos.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, 6 de agosto de 2012