domingo, 5 de agosto de 2012

Derecho de sangre (Relato para las vacaciones)




La gran puerta de madera oscura, tachonada de clavos herrumbrosos, se abrió ante mis ojos con un largo quejido; con pasos cautelosos me fui deslizando en el interior de la casa. Había luz dentro, pero no sabía de dónde venía. Sabía, eso sí, que a la izquierda encontraría un salón que tendría que atravesar. Todo era grande allí, las puertas, los muebles ennegrecidos por el tiempo, los distintos utensilios…todo salvo las ventanas que no pasaban de ser meros huecos, casi saeteras, abiertos en los muros.

La puerta del fondo del salón daba paso a una estancia, que debía ser el comedor de la casa; todo seguía siendo grande, inmenso; tras la mesa, que estaba hecha de una sola pieza de madera –no alcanzo a imaginar el tamaño del árbol con que se realizó- un alto armario negro, con caras talladas en sus puertas y que llegaba hasta el techo, llamó inmediatamente mi atención, sabía que tenía que abrirlo y que en uno de sus cajones encontraría unas bolsas llenas de monedas de oro que me esperaban. Para alcanzarlas debería arrimar una de las descomunales sillas que rodeaban la mesa, lo hice. Todas las monedas eran grandes, pesadas y brillaban, con el brillo codicioso que ilumina los ojos de los hombres cuando las ven.
 No me entretuve mucho, deslizando una bolsa bien repleta en cada uno de mis bolsillos y descendiendo con cuidado de la alta silla, empujé una puerta a la derecha. Estaba casi oculta por aquel mueble amenazante y parecía mirarme. Un largo pasillo al que se abrían distintas estancias conducía al otro lado de la casa.

 Conocía muy bien mi camino y así, al llegar al final del pasillo, entré en una de las habitaciones y comencé a descender unas escaleras, que como un pozo oscuro y húmedo, daban paso a un nivel inferior. Aquí tampoco había ninguna luz, y sin embargo una extraña luminosidad, que irradiaba de todos los rincones, me mostraba el camino; tras descender un buen número de peldaños me encontré en una estancia muy espaciosa, en lo alto adiviné unos techos abovedados y de piedra tallada. Algunos muros de mampostería dividían, formando toscas habitaciones, aquel amplio espacio que correspondía a toda la planta de la casa. Un tenue resplandor rojizo, que parecía proceder de una caldera de leña encendida, iluminó, frente a mí, un tosco arcón de madera con ruedas solares talladas. Tenía que abrir la tapa, y lo hice. El arcón era puerta, y ocultaba otras escaleras de piedra que bajaban a un nivel inferior. Una vaharada de aire viciado, con olor a materia orgánica en descomposición y a humedad, me echó hacia atrás, y en ese momento me desperté.

Otra vez el mismo sueño. Hacía mucho tiempo que no me asaltaba, pero lo conocía con exactitud; era una pesadilla, repetida en muchas ocasiones, que me hacía recorrer, casi en la oscuridad y con mucho miedo, las habitaciones y pasillos de una casa antigua;  aunque esta vez había llegado mucho más lejos, en mí recorrido por la casa, que en anteriores ocasiones. Sabía que era la casa de mi abuelo paterno, la casa familiar desde hacía muchas generaciones, situada en un remoto valle, en el montañoso y umbrío norte de Navarra, al lado de un pequeño pueblo casi desconocido, Zugarramurdi.

Mientras conducía por el atasco matinal, camino de la oficina, no pude dejar de pensar en la pesadilla, porque eso es lo que era, una pesadilla que me había asaltado en distintos  momentos de mi vida.  Creo que la última vez que estuve en la casa de mi abuelo debía tener apenas cuatro años; luego mi padre murió antes de cumplir yo los cinco años y mi madre, que aunque también era de  la zona del País Vasco vivía en Madrid,   nunca más volvió por allí. Poco me habló de la familia de mi padre, salvo que tan sólo vivía ya mi abuelo en aquella recóndita casa de la montaña navarra y así, cuando ella murió, hace ya casi veinte años, el único eslabón de conocimiento que existía con la familia de mi padre desapareció. La verdad es que tampoco me preocupé más, aún recordaba ciertas palabras que un día me dijo mi madre, cuando en cierta ocasión le pregunté por mi abuelo, “por allí es mejor no ir”.  Poco antes de llegar a la autovía decidí desechar todos esos pensamientos de mi mente; mi mujer había muerto apenas hacía seis meses y aún tenía profundas depresiones y un exceso de medicación. Menos mal que nuestros dos hijos, ya adultos, hacían cada uno su vida, y desde el funeral apenas les había visto

El mayor, Fernando, que era el que mayores problemas nos había dado desde pequeño,  con su carácter extraño, solitario y desordenado, continuaba intentando hacerse un hueco, ahora en el mundo del teatro; antes lo había intentado con la pintura, la fotografía o la poesía.

- Tiene alma de artista, y por lo tanto sus rarezas, decía Junkal, mi mujer, disculpándole siempre.

Yo no compartía del todo su opinión, a veces pensaba que no le gustaba trabajar y que tenía demasiadas cosas raras en la cabeza. Pero era el favorito de mi mujer y dejaba que le mimara.

El otro, Marcos, hacía años que vivía en Londres donde trabajaba en el competitivo mundo de los brokers de finanzas. Yo estaba solo, y la casa de Chamberí se me caía encima todos los días, por grande y por recuerdos. Tan sólo el monótono trabajo, en la central del Banco de Bilbao en Madrid,  continuaba dándome asidero a una vida, que consideraba ya gastada y sin objeto.

No recuerdo cuánto tiempo hacía ya que había tenido la última pesadilla,  la que me había recordado a mi abuelo y a su casa,  cuando recibí la llamada telefónica de un bufete de abogados de Pamplona. Tras preguntarme si me llamaba Marcos Arrate Enparan el abogado me dijo:

- Su abuelo, Aitor Arrate Yurreteguía, murió hace tres semanas, y tenemos el encargo de localizarle y ponernos en contacto con usted, por ser su único heredero.

Sin reconocer apenas el nombre de mi abuelo al escucharlo, fui entrando en la conversación, y así me enteré que había muerto en su casa de Zugarramurdi a finales de agosto, que llevaban un tiempo buscándome,  y que por ser su único descendiente recibía íntegra la herencia. Es decir, la casa familiar, de nombre Arratekoetxea,  con sus tierras y predios, y unos valores de cuyo detalle ya me pasarían la información. También me advirtió,  que a pesar de que la propiedad contaba con muchas hectáreas de terreno a su alrededor, éste había dejado de cultivarse tras el proceso de Logroño de principios del siglo XVII, y que desde entonces todo los campos habían retornado a un estado salvaje e improductivo.

-¿De qué proceso me habla? Pregunté al abogado, a lo que este, tras un largo y extraño silencio, me aconsejó que me informara al respecto.

- Debiera documentarse un poco más sobre la historia de su familia, y su casa del valle, antes de ir allí, terminó diciéndome.

Tras meditarlo unos días, decidí solicitar dos semanas de vacaciones en el banco y viajar a aquella perdida zona de  Navarra, para recoger las cosas personales de mi abuelo, arreglar los papeles necesarios, y poner en venta la propiedad.

Salí pronto de Madrid, porque había quedado con el abogado de Pamplona en su despacho sobre las doce. Era un hombre mayor, que me recibió con cierta prevención, aunque correctamente.  Después de firmar muchos papeles me recomendó un restaurante cercano, el  Blanca de Navarra, para comer y preferí hacerlo allí,  antes que parar por el camino. De Pamplona a Zugarramurdi, el paisaje iba cambiando cada kilómetro. Una vez que abandoné la autopista tan sólo el GPS del coche era capaz de indicarme el camino.  A primeras horas de la tarde estaba en Etxalar, pequeño pueblo que debía distar menos de veinte kilómetros de Zugarramurdi. Entre ambos, más cercana a éste último, según tenía entendido, se alzaba la vieja casa familiar de mis ascendientes paternos.

Las colinas se elevaban bruscamente, y en sus pendientes se podían contemplar bosques de hayas que parecían no haber sido talados jamás. También oscuras y angostas hoyas donde los árboles crecían con fantásticas formas. En las laderas menos empinadas se podían ver todavía algunas granjas, abandonadas y cubiertas de musgo, con amplias chimeneas derrumbadas. La carretera nacional se había convertido en poco más de un camino rural y las vueltas y revueltas de la carretera, apenas asfaltada y que parecía no tener fin, se habían convertido en un tormento para mi BMW. Los árboles crecían con mayor profusión y sus troncos parecían demasiado gruesos para ser normales, algunas ovejas lanudas y caballos toscos y pequeños, fueron las únicas criaturas vivas que pude ver; y  ya estaba comenzando a pensar que me había perdido  cuando la encontré.

La reconocí de inmediato, no podía ser otra; se alzaba en un calvero del bosque, con las oscuras y atormentadas hayas y lúgubres pinos, guardando una prudencial distancia de sus  viejos muros, en la cima de una empinada colina,  bajo la cual se protegía, tras gruesas paredes de piedra y estrechas ventanas, el pequeño pueblo montañés de Zugarramurdi. Al fondo, dominándolo todo, un monte, con forma de colmillo retorcido, que luego me enteré que se llamaba Peña Plata.

A primera vista parecía más una oscura fortaleza medieval que una vivienda, aunque conforme me fui acercando pude percibir  los cambios y arreglos que se habían ido haciendo con el correr de los tiempos. Sin intentar definir la época de la construcción, sobre la que se había edificado la casona, se veía que el edificio principal lo constituía una casa torre de los siglos XIV-XV, construida sobre unos toscos y casi ciclópeos sillares que indicaban una edificación anterior.  De forma poco usual, había sido respetada por los reyes de Castilla tras las guerras de banderizos entre oñacinos y gamboinos, conservando su altura original de tres plantas y una torre señorial, con sus matacanes intactos.  A pesar de que el abogado había avisado de mi llegada al encargado de la finca, no se veía luz alguna dentro de la casa.

Aparqué sobre un tosco enlosado, delante del portón principal de la casa, una puerta grande, de madera tachonada de clavos, y no había terminado de salir del coche cuando me percaté de que una persona estaba al lado de la puerta esperando. Se trataba, como me había adelantado el abogado pamplonés, de Peio Barrenechea, miembro de una antigua familia de la zona que, desde siempre, había estado al servicio de los señores de Arrate. Alto y enjuto, vestía entero de negro, destacando en el conjunto su abundante pelo blanco. No podría decir con seguridad la edad que tenía, aunque tal vez pasara de los sesenta años.

- Gabon jauna, me dijo secamente, aunque su mirada denotaba un cierto interés.

- Lo siento, pero no hablo euskera, le contesté;  lo que no era cierto, ya que mi madre se había preocupado para que lo aprendiera en Madrid, algo no muy sencillo en la época de mi niñez; pero una especie de pudor o vergüenza me impedía hablarlo, aunque lo entendiera a la perfección.

- Buenas noches entonces, jauna, me replicó, y con una señal de la cabeza me indicó la puerta de entrada.  Al empujarla, y abrirse, entonó un lamento que me resultó familiar, pero al momento Peio accionó un interruptor, se encendieron las luces de la entrada, y cualquier asomo de temor se disipó con la claridad.

- Su señor abuelo hizo instalar la luz eléctrica hace unos años, me dijo Peio, como disculpándose, ya iba haciéndose mayor y le costaba vivir a la antigua usanza. Su habitación está en el piso de arriba.

Y subiendo mi equipaje por la escalera principal, que se alzaba frente a la puerta de entrada, Peio no me dejó otra alternativa que seguirle.

La habitación era amplia, con muebles de castaño ennegrecidos por el paso del tiempo,  las paredes blancas y el suelo de madera, aclarada por el uso de la lejía, resultaban acogedores. Una gran cama, con dosel y sábanas blancas, invitaba al descanso.

- Si el señor desea cenar algo…casi preguntó Peio

- No se preocupe, he comido bien en Pamplona y vengo algo cansado por el viaje - le respondí-, mañana hablaremos.

- De acuerdo, mañana le prepararé el desayuno a las siete, si le parece bien, como hacía con su señor abuelo. Buenas noches jauna.

Y  cerrando la puerta de la habitación tras de si, escuché sus pasos bajando la escalera y el ruido del portón al cerrarse. Estaba solo en la casa.

El baño, grande y frío, a pesar de ser todavía septiembre, estaba al final del pasillo; era anticuado, con una gran bañera de patas felinas, y un viejo calentador de serpentín, ya inutilizado, pero estaba limpio, con toallas planchadas y disponía de agua caliente. 

Tras cerrar la puerta del dormitorio, con el pesado cerrojo de que disponía - eso de encontrarme sólo en una casa tan grande y desconocida me imponía algo de respeto-  me dispuse a leer el informe de las propiedades de mi abuelo, que me habían remitido desde Pamplona, y un montón de páginas que había buscado e impreso en Google, sobre el proceso de Logroño y otras cuestiones, que pude encontrar sobre el valle.

 Así descubrí, por un lado, que la herencia era mucho más importante de lo que había imaginado, no había sacos de monedas de oro, como en mi sueño, pero si unas considerables sumas invertidas en valores bursátiles e inmobiliarios, que dada mi experiencia en banca podía decir que de forma muy inteligente,  y que aseguraban una gran tranquilidad económica para el heredero de Arratekoetxea y sus descendientes. Nunca más tendría que volver a trabajar, si no lo deseaba. En cuanto al denominado “proceso de Logroño”, ni una sola vez se mencionaba a nadie de mi familia, a pesar de ser en la época, los señores más importantes de los valles de la zona, y sin embargo sí que aparecían mencionadas, como principales encausadas en el proceso, otras personas de Zugarramurdi y pueblos aledaños; algunas llevaban el apellido Barrenechea, el mismo que Peio.

 El proceso, que fue uno de los más importantes en la España de su época para erradicar la brujería, se había iniciado por las denuncias de algunos vecinos de los pueblos cercanos,  presos de una oleada de pánico; habían desaparecido personas y niños, cuyos restos nunca se encontraron, se habían celebrado akelarres nocturnos y sortilegios, maldiciones, sacrilegios, misas negras y otros actos impíos. De “adoradores del diablo de la piedra negra” se acusó a los que fueron a la hoguera. Entre los principales encausados, y que terminaron presa de las llamas, estaban Graciana de Barrenechea, Miguel de Goyburu, Juan de Etxalar y María Chipía. Todo había sucedido a principios del siglo XVII, pero, como ya he mencionado, aunque todo el proceso se centraba en lo sucedido en Zugarramurdi y otros pueblos de la zona, en ningún momento se habló ni de mis antepasados, ni de la casa.  Tampoco se encontraron muchas pruebas, ni altares ni piedras negras, y si a los condenados se les llevó a la hoguera, debió ser por sus declaraciones, arrancadas entre tormentos brutales.

De los dos inquisidores generales nombrados por el Rey,  Juan Valle Alvarado y Alfonso de Salazar, se sabía que habían vuelto a Madrid, y que uno murió acuchillado una noche por las calles de la villa y el otro se volvió loco, terminando sus días atado a la cama de un hospital de misericordia Tampoco se habló de los Arrate en un proceso paralelo que se llevó a cabo al otro lado de la muga. En Burdeos, el juez Pierre de Lancre, que también tuvo un desgraciado final a manos de un loco que le estranguló recién vuelto a París, envió a un buen número de mujeres –sorguiñas decía que eran-y algunos hombres, a la hoguera. Algunas de ellas de San Juan de Luz, otras de Urruña, Sara o Ainhoa; sus cultos y ritos parecían corresponder a los que juzgaron los inquisidores españoles en Logroño.

Ya en el siglo XX el pueblo de Zugarramurdi se había hecho famoso, como me explicaron unos amigos de Madrid que conocían la zona, por el proceso de las brujas y por una cueva cárstica que había en sus cercanías. En la misma, se decía, las brujas habían realizado sus batzarres y akelarres. Había un prado “del macho cabrío”, un “infernukoerreka” y hasta un altar del diablo. La cueva la enseñaban a los visitantes y algunos del pueblo sacaban sus buenas pesetas – perdón, euros, que soy un poco antiguo- con esta atracción turística. Sin embargo,  las capas y capas de sedimentos de  estiércol de oveja y cabra, que tapizaban el suelo de su interior, lo único que parecían atestiguar es que, desde siempre, la cueva se había utilizado para guardar el ganado.

Google había seguido buscando; encontrando que había una cierta tradición de personas desaparecidas en la zona, e incluso se habían dado varios casos en los últimos años; el más reciente de ellos hacía apenas dos meses, con una pareja de jóvenes australianos, chico y chica, que venían desde Francia a los sanfermines. Una información posterior, tranquilizaba sobre su desaparición en la zona, al decir unas personas que los habían visto dirigiéndose en autostop, desde Pamplona hacia Zaragoza.

Aquella noche volví a soñar, pero en esta ocasión bajaba por la escalera que ocultaba el arcón y llegaba a una gran cueva sobre la que se había construido la casa. A la entrada de la cueva, en un arco de piedra, estaba grabada una oración a la Magna Mater, lo que daba al conjunto una inquietante antigüedad.  La cueva tenía unos techos altos, tanto que no se divisaban y se escuchaba el correr de un arroyo al fondo. Había otras cuevas más pequeñas y una, algo más elevada y a la que se ascendía por un camino tallado en la roca, en el centro de la cual se alzaba una gran piedra negra, con forma de capitel, que brillaba en la oscuridad. No recuerdo nada más, pero se que me desperté aterrorizado a eso de las cuatro de la mañana. Fuera soplaba el viento azotando las ramas de las hayas y una contraventana golpeaba de forma insistente contra el muro de la casa.

Me despertó de nuevo el amanecer, el olor a café recién  hecho y un ruido de pasos en la cocina, debía ser Peio que ya había llegado. Bajé las escaleras y encontré mi desayuno, con una taza de café aún humeante, en la mesa del comedor, pero ya no había nadie. Tras desayunar me dediqué a explorar la casa. Desde la planta baja hasta la tercera, e incluso en la torre señorial, había gran cantidad de habitaciones, algunas cerradas y otras vacías, viejos muebles de madera de castaño o roble y enseres anticuados, pero en la cocina, que era grande y con un horno antiguo, de los llamados económicos, había un moderno frigorífico bastante bien surtido, una placa eléctrica de inducción y hasta una tostadora de pan y un microondas. No encontré el baúl de mis sueños.

La tercera planta era toda una inmensa biblioteca, distribuida a lo largo de distintas estancias, en las que se agrupaban o amontonaban más bien, miles de libros; las ventanas seguían siendo aspilleras y las vigas de roble ennegrecido por los años, revelaban una increíble antigüedad. Descubrí ediciones de los siglos XVII y XVIII, libros escritos en griego y latín, antiguos grimorios y una profusión de volúmenes dedicados a la magia, los sortilegios, las antiguas religiones europeas y los cultos escondidos.  Entre ellos algunos libros de los que vagamente había oído mencionar y que pensaba que eran fantasías de escritores mediocres, “Los Manuscritos Pnakóticos”, el “Cultes des Gouls” del conde de Erlette , “Los cultos desconocidos” de Von Juntz  y algunas traducciones de Olaf Vormius. Todo ello junto con libros de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Borelius y otros, con extraños caracteres, escritos en lenguas desconocidas para mí,  y cuyos títulos no fui capaz de descifrar. En su conjunto podía ser una de las mayores colecciones de libros esotéricos de todos los siglos, que se hubiera podido realizar. Además había tratados de Medicina, de Farmacia, de Botánica, de Historia, Geografía, hasta me pareció ver en uno de los montones apilados en el suelo un libro, con el escudo de los Arrate en la cubierta,  que debía tratar de la historia de mi familia y de la casa… Había allí un trabajo coleccionista, e incluso anticuario, de siglos. No conocía yo, en absoluto, esta faceta de mis antepasados.

El cielo azul y el sol que brillaba en lo alto me animaron a salir de la casa y  visitar el cercano pueblo de Zugarramurdi, al que llegué siguiendo el viejo camino rural que procedía de Etxalar. Una cuesta muy pendiente, que daba algo de vértigo, y que puso a prueba los frenos del coche llegaba, desde la puerta de Arratekoetxea,  hasta las primeras casas del pueblo.  

Aparqué el BMW delante de la iglesia; la construcción, maciza y de piedras oscuras  y musgosas, con su tejado de pizarra negra, parecía el testigo mudo de innumerables sucesos. Entré en un bar cercano para tomarme un café, y observé que algunos de los parroquianos se levantaron entre murmullos  y se fueron al verme, otros, por el contrario me miraban con una mezcla de complicidad y complacencia. Cuando fui a pagar,  la dueña me dijo, con un gesto de reconocimiento:

- “Los Arrate no han pagado nunca aquí” y fueron inútiles mis esfuerzos. Le pregunté dónde podría encontrar a Peio  Barrenetxea  y su respuesta fue rápida y espontánea:

- “ No se preocupe, él le encontrará  usted”

Fue salir a la calle y le vi de pie, al lado de mi coche, como si todo el rato hubiera estado allí, esperándome. Abriéndome la puerta del conductor me preguntó:

- “Zer nahi duzu, jauna?

A lo que le respondí que ya le había dicho que no hablaba euzkera.

-Barkatu- añadió-“¿Quería alguna cosa, jauna? Algo sorprendido le respondí que  que deseaba me mostrara el despacho de mi abuelo y su habitación.

Con un gesto de asentimiento, y sin palabra alguna, Peio  rodeó el coche, y  abriendo la puerta del pasajero se acomodó en el asiento de mi lado. Mientras conducía hacia la casa, vi que algunas ventanas de las últimas edificaciones del pueblo se cerraban a nuestro paso, mientras que, tras los visillos de otras, se adivinaban personas que nos miraban; en la calle, como parecía lo habitual, no había nadie, lo que daba al pueblo un aire de tristeza infinita.

El despacho, que estaba situado en una de las habitaciones cerradas de la planta baja, era una gran estancia que ocupaba casi toda el ala norte de la vivienda. Tenía varias puertas y estaba totalmente revestido de madera oscura; su numeroso mobiliario parecía datar de principios del siglo XIX. También había bastantes libros por allí,  una gran chimenea de mármol blanco con magníficos relieves y dos panoplias con espadas y sables a sus lados, algunas de aquellas armas eran muy antiguas y de diferentes procedencias. Sobre las estanterías,  además de los libros que parecían estar por toda la casa, lámparas de aceite, alguna pistola antigua, extrañas estatuillas de piedra negra y varias pipas oscurecidas por el tiempo y el uso. A lo largo de las paredes, había, a intervalos, retratos de familia de buena factura, muchos eran hombres y algunas mujeres, todos deslustrados por el tiempo y sumidos en una enigmática oscuridad. El sello de familia era inequívoco, abundante pelo negro, gran nariz y el llamado “pico de viudo” en todos;  mi hijo mayor,  Fernando, podía haber pasado por uno de ellos. Una gran mesa de estilo vasco con dos aparadores a juego, unas lámparas de pie, que se veía a las claras que antaño sostuvieron velones, unas sillas y dos amplios sillones orejeros, completaban el mobiliario. La mesa, que tenía una antigua y bien trabajada escribanía de plata, estaba vacía.

- ¿Cómo murió mi abuelo, Peio?, me gustaría saberlo.

- Al señor le encontré muerto aquí, en su despacho, una mañana al llegar; supongo que por la edad, que no perdona a nadie, ni tan siquiera a él; cerca de los cien años debía tener ya. El ya lo sabía y había hecho todos los arreglos necesarios, ya sabe –añadió- los abogados, el entierro, ordenar sus papeles…

 Antes de que pudiera preguntarle, Peio, añadió:

- Había instrucciones para incinerarle, y verter sus cenizas en el río que pasa al lado del pueblo y que desemboca en el  río Baztán. Y así lo hicimos. Además, no sabíamos muy bien dónde localizarle a usted.

El despacho comunicaba por una de las puertas con la habitación de mi abuelo, y por otra con el comedor. La habitación era muy parecida a la que yo ocupaba en el piso superior, tanto en mobiliario, como en sencillez, con la salvedad de una gruesa alfombra que cubría el suelo enlosado. En el armario tan sólo había un traje negro muy formal, una capa, un gran sombrero alto, también negro y unos zapatos de estilo anticuado, con hebillas de plata. Todo parecía nuevo pero viejo a la vez. Mi abuelo, con la altura que tenían todos los Arrate,  debía estar imponente con aquellas ropas.

Tras despedirme de Peio, que me dijo dónde estaban las llaves de las habitaciones cerradas, me dispuse a mirar bien el despacho de mi abuelo. En los cajones de la mesa encontré muchos papeles, parecía que estaban recogidos apresuradamente. Mi abuelo seguía escribiendo en cuartillas blancas, de grueso papel con membrete, bien cortadas, y con pluma de tinta negra; su letra, pequeña y cuidada, llenaba decenas de cuartillas. No me resultaba sencillo leer todo aquello, porque  estaba escrito en una mezcla de castellano, francés y euskera, junto con palabras en otras lenguas que no identificaba del todo. Había frases en latín y  algunas palabras en griego; también algunos dibujos. Todo me indicaba que el anciano tenía la misma obsesión que había tenido toda su familia: cultos antiguos, religiones  y supersticiones locales. No encontré apenas objetos personales, salvo los útiles para escribir, y algunas monedas antiguas, de oro y plata, en un curioso bolsillo de cuero muy manoseado; una estropeada fotografía, en un pequeño  portafotos, me mostró una mujer que por su aspecto y juventud debía de ser mi abuela; mi madre ya me había contado, hacía muchos años,  que murió al poco de nacer mi padre y que ella no la había conocido.

Tras revolver un poco más por allí y no encontrar nada de interés, me di cuenta que había olvidado preguntar a Peio si la casa disponía de sótano y por dónde se llegaba hasta él. Me apunté mentalmente hacerlo la próxima vez que le viera. Quería comprobar si mis sueños tenían algo de fundamento.

Antes de mediodía salí en el coche con la intención de dar una vuelta por los alrededores del País Vasco Francés. La frontera de Dantxarinea se encontraba a menos de dos kilómetros  de Zugarramurdi y quería visitar algunas ciudades y pueblos de la zona  francesa que, un amigo de Madrid, me había recomendado de forma encarecida.

Ni Ainhoa, ni Saint Pée, ni mucho menos Cambó les Bains, defraudaron mis expectativas. Además, en este último pueblo, pude visitar la casa de Edmond Rostand, el célebre autor de Cyrano de Bergerac, que edificó en esta población una auténtica mansión de estilo vasco, enmarcada por los mejores jardines que había contemplado en muchos años. Comí en la terraza de un  buen restaurante de Cambó, rodeado de macizos de hortensias y parterres bien cuidados. Parecía como si el verano se resistiera a marcharse de esta región.

El paisaje y la arquitectura de la zona eran cautivadores; suaves colinas y rientes regatos  que rodeaban pueblos alegres y bien cuidados, con casas amplias, de múltiples colores, en cuyas fachadas se combinaba la madera, pintada de rojo o azul, con el yeso blanco; nada que ver con las casas y pueblos del otro lado de la frontera, en los que la oscuridad de la piedra, húmeda por la lluvia, y lo sombrío y escarpado de la región, con sus interminables bosques de hayas y robles, daban un aire algo lóbrego y poco tranquilizador al conjunto.

Mientras conducía, volviendo hacia la casa de mi abuelo, iba haciendo mentalmente la lista de objetos familiares y mobiliario que me gustaría llevarme a Madrid,  y lo que dejaría en la casa cuando se vendiera. Pensaba decir a Peio que se quedara con lo que quisiera de recuerdo y que, por supuesto, recomendaría sus servicios a quien adquiriera la casa. Y sin embargo… ya no estaba tan seguro de querer deshacerme de la casona  familiar, era como si algo comenzara a atarme a aquellas viejas piedras, como si notara que formaban parte de mi, o yo de ellas.

Estaba ya oscurecido cuando pasé por  Zugarramurdi, desierto como de costumbre, camino de Arratekoetxea; en la casa no había nadie y estaba todo a oscuras, tal y como lo había dejado. Había comido bien y para cenar me conformé con mordisquear un trozo del estupendo “Gateau basque aux cerisses noires” que había comprado en una pastelería de Ainhoa. Con los escritos de mi abuelo como lectura, y una botella de oporto que había encontrado en un anaquel de la cocina, subí a mi habitación. Si lo hubiese escrito otra persona, hubiera desechado aquellos papeles en muy poco tiempo, pero era mi abuelo el autor de aquella sarta de supersticiones y locuras, que parecían proceder, por lo que  pude deducir de los escritos, de una larga tradición familiar. Decidí buscar, al día siguiente en la biblioteca, algún libro con la historia de mi familia, tal vez así pudiera  aclarar muchas  de las cuestiones que me estaban inquietando.  Me parecía haber visto algo parecido, cuando anduve rebuscando por la mañana.

Supongo, que influenciado por la lectura, los sueños de aquella noche fueron de una intensidad y realismo sorprendentes. Escuchando unos extraños cánticos que inundaban la casa, bajaba a los subterráneos y atravesaba el arco que daba entrada a una inmensa caverna, a la que se abrían, a derecha e izquierda, unas cuevas más pequeñas. Avanzaba siguiendo un sendero bien marcado, y fui dejando atrás pequeños recintos  o cubiles, hechos con piedras, como corrales, dentro de los cuales sabía que no debía mirar. Un gran espacio abierto en la cueva superior, en el centro del cual se alzaba el monolito de piedra negra, estaba lleno de gente, en cuyas caras, extrañamente iluminadas, reconocía a personas que había visto en el pueblo. Vestidos con largos  trajes oscuros y capuchas, entonaban un cántico monocorde y repetitivo, de vez en cuando bebían de un extraño cáliz, de metal  tallado, que se pasaban unos a otros; al frente de ellos, una alta figura vestida de negro y con sombrero alto –sabía que era mi abuelo- dirigía con autoridad la ceremonia, y miraba de forma insistente a lo alto del monolito. A los pies de la piedra negra, sobre una gran losa negruzca, una persona, no veía si era hombre o mujer, pero tenía la piel muy blanca y estaba desnuda, se desangraba lentamente por múltiples heridas. Parte de su sangre, que escurría desde la piedra por unos canales tallados y ennegrecidos, estaba siendo recogida en una jofaina metálica. El cántico continuaba insistente y yo también miraba a lo alto de la piedra negra. Un grito, exhalado a la vez por todas aquellas gargantas, me despertó antes de poder ver, con claridad, la forma amenazante que había aparecido en lo alto del monolito. Estaba tumbado en la cama y la casa permanecía en silencio.

Debí volverme a dormir profundamente, porque cuando me desperté, el sol se filtraba ya por las contraventanas de madera y el tenue olor a café, que flotaba en la habitación,  me indicaba que mi desayuno estaba preparado desde hacía un rato. En la cocina, como el día anterior, no había nadie. Con el café y otro pedazo de “gateau basque” tuve suficiente. Apenas vestido subí a la tercera planta para buscar el libro que había visto el día anterior. No me costó trabajo encontrarlo, estaba donde lo recordaba. Con el libro en la mano bajé al despacho de mi abuelo y lo abrí sobre la mesa. Necesitaba enterarme.

El libro, que no tenía autor, parecía haber sido impreso en Pamplona a finales del siglo XVIII, y en sus márgenes había cantidad de anotaciones con diferentes letras. Al parecer la casa, o mejor dicho las ruinas sobre las que se edificó la casa, eran  muy anteriores a la aparición del primer Arrate en el valle, que no se certifica hasta comienzos del siglo XIII. Debió de haber en principio un templo druídico, al lado del cual los romanos, de los que yo no tenía conocimiento que hubieran penetrado tanto en las montañas navarras, construyeron un altar dedicado a Cibeles, Mitra y otros dioses más oscuros.  Se hablaba también de cultos extraños, posteriores a la marcha de los romanos y a la mortandad, tan elevada, que consiguió que para lo sucesivo tuvieran el lugar como maldito, que sufrieron los visigodos cuando intentaron apoderarse del valle. Lo mismo sucedió con una razzia de árabes que llegaron hasta allí, en una atrevida aceifa, y de los que no se volvió a tener noticias ¿Pero dónde estaban todas esas ruinas? Debía encontrar los subterráneos.

Y desde la oscura referencia a los visigodos y a los árabes apenas nada; casi cinco siglos de los que no se tiene ninguna mención hasta que llegan los Arrate. Por lo que pude leer, los Arrate, que en su origen provenían de las Amezkoas, y así se llama el primero de ellos del que se tiene noticias, Juan de Amezkoa, debieron recibir la propiedad  del valle por concesión de Sancho el Fuerte. El monarca les premió, tras la destacada participación que tuvieron entre los navarros que, con el mismo rey a la cabeza, rompieron las cadenas de Miramamolin, en las Navas de Tolosa; y me estoy remontando al año 1212.

Edificaron, su castillo o casa torre, sobre las ruinas de alguna construcción anterior que había en aquella colina, y se dispusieron a disfrutar de sus propiedades. No es hasta las postrimerías del siglo XIV cuando comienzan a difundirse ignominiosos rumores sobre la familia,  que ya se llama Arrate, paralelos a un aumento de su poder y riquezas. Desapariciones, raptos, muertes violentas… un manto de terror  y respeto se extiende por aquellos valles, y hasta la casa y la familia son respetadas, en el trascurso de las guerras de banderizos que asolan la región durante ese siglo. El mismo Fernando de Gamboa debió estar hospedado en la casa antes de la desgraciada expedición, que terminó con su muerte, contra los señores de Urtubia.

Es durante aquella época, los siglos XV y XVI, cuando los Arrate disfrutan de su máximo poder y riqueza. A pesar de la distancia desde el valle, para con los centros de poder político de la época, se relacionan tanto con los reyes de Navarra –los suyos- como con los de Francia y Castilla. Así, el cambio de rey y de reino tan solo trae la encomienda, a los señores de Arrate, por parte de los nuevos monarcas de Castilla, para que vigilen la frontera. Durante esa época su influencia se extiende hacia el oceáno Atlántico, y se hacen con un torreón o castillo viejo, que defiende el paso del Bidasoa, ya en la llamada Navarra atlántica, y también con una ferrería fortificada en la misma zona de Uranzu, Olaundi –gran ferrería- la llamaban, en donde trabajaban un buen número de ferrones, que forjaban armas y armaduras para los señores de la zona y herramientas, clavos y aperos de labranza para el pueblo.

La encomienda la entienden los Arrate como un permiso para que hagan sus correrías al otro lado de los Pirineos, en la Alta Navarra. Y no hay casi más noticias durante un siglo, salvo las quejas constantes de los señores de Urtubia y Saint Pée, -este último les llega a comparar con el impío Gilles de Rais de unos siglos antes-, que se lamentan a los reyes franceses por las acciones innombrables de los señores de Arrate; pero como eran franceses y se estaba en una continua guerra con ellos, apenas se les tiene en cuenta.

Algo que resulta curioso, después de leer casi doscientos años de crónicas familiares, es que el mayorazgo tiene una gran mortandad. En muchos casos pasa a otro de los hijos de la casa por desaparición o muerte violenta del primogénito. Y en lugar de lamentarse por estos hechos, algunas crónicas hablan de castigos a los fallecidos o de que los más cercanos al poder y el conocimiento ocuparán el puesto. Son referencias extrañas y que no aclaran nada mis dudas.

Algunos de los segundones llegan a América en dónde uno de ellos, al que se había otorgado el cargo de gobernador de la región maya de Yucatán, se ve mezclado en un extraño caso de sacrificios humanos en los siniestros teocallis de la región. Pero en el libro no encontré ninguna referencia posterior al suceso, que me pudiera dar más indicaciones de lo sucedido. También emparentan con los Ursúa, señores del valle del Baztán, y uno de ellos forma parte de la desgraciada aventura de los marañones, que termina, con la rebelión de Lope de Aguirre, y con el final de la expedición en un baño de sangre.

Luego llega el  proceso de Logroño, en donde, a pesar de no estar entre los encausados, los Arrate son vigilados y pierden casi todos los privilegios de que disponían en aquellas tierras, pasando desde entonces a un discreto segundo plano. En varias ocasiones encuentro referencias oscuras a “una puerta”… tal vez tenga que ver con la traducción del apellido al castellano, ya que Arrate quiere decir la puerta de piedra.

El resto de la mañana lo dediqué a rebuscar por la planta baja la posible entrada a los sótanos, que sin lugar a dudas existían en la casa. Dentro no encontré nada y fuera tampoco. En ninguna de las  bastardas construcciones anexas, que debían haber servido de cuadras o almacenes, encontré señal alguna de acceso hacia unos supuestos sótanos. La entrada, si es que existía, debía encontrarse en el interior de la casa. Algo chasqueado por este fracaso, ya estaba decidido a preguntarle a Peio, cuando se me ocurrió, que el único lugar en dónde existía una alfombra en el suelo, era en la habitación de mi abuelo. Y hacia allí fui.

Tras desplazar la pesada cama hacia un lado, conseguí poder retirar un poco la alfombra y no me hizo falta más, allí estaba, bajo la cama de mi abuelo. Una losa de piedra con una argolla de hierro, que parecía dar acceso a la planta inferior. Tiré de ella hacia arriba y se abrió sin ningún esfuerzo; un ruido mecánico me indicó que algún oculto juego de resortes y poleas, bien engrasadas, facilitaba la apertura. Unas escaleras, de gruesos bloques de piedra, descendían hacia la negrura, no veía nada en su interior y no percibí ningún olor a cerrado o a humedad, todo lo contrario, un aire fresco salía por la apertura. Recordé que en uno de los armarios de la cocina había visto una linterna y un par de paquetes de pilas, y así, con la linterna en la mano y las pilas en los bolsillos, descendí hacia el interior del oscuro sótano.

No encontré nada fuera de lo común, el sótano estaba vacío y tan sólo algunos montones de botellas vacías o viejos sacos que habían contenido carbón, indicaban que había sido utilizado alguna vez como almacén. Pero algo imperceptible me estaba llenando de inquietud y no pude reprimir un escalofrío cuando me di cuenta que parte de mi sueño era real, que todo el sótano había sido construido por manos romanas; romanos eran los arcos y las columnas y hasta el enlosado del suelo se había realizado con su técnica. En las paredes y columnas había numerosas inscripciones en latín con menciones a Atys, lo que me hizo recordar los siniestros cultos que se ofrecían a este dios oriental, muy relacionado en el panteón romano con Cibeles. La casa estaba edificada sobre un antiguo templo que era, como poco, de la época de los romanos.

El sótano estaba despejado y aunque se percibía que anteriormente había tenido algunas divisiones, ahora estaba exento de cualquier tabique o habitación; los arcos y las columnas dejaban un espacio abierto en el centro y allí, rodeada por unas anticuadas lámparas de aceite, se veía otra losa con su correspondiente argolla de hierro; el escudo de los Arrate estaba grabado en ella. Parecía la puerta  hacia otras cavidades inferiores. No quería aventurarme solo por nuevos pasadizos y decidí dejarlo para el día siguiente, en que buscaría algo de ayuda. Tal vez Peio pudiera echarme una mano.

Estaba oscureciendo; sin darme cuenta se me había pasado el día, entretenido entre anticuados libros y descubrimientos algo inquietantes, aunque cada vez más esperados. Había preparado un buen paquete de libros, entre algunos encontrados en el despacho de mi abuelo y otros en la biblioteca de arriba,  y con ellos, y un bocadillo que me preparé en la cocina, subí a mi habitación, dispuesto a continuar con mis investigaciones.

Por lo que pude ir leyendo, al parecer, en el valle, había existido un foco de cultos casi prehistóricos, y previos a los pueblos ganaderos que habían llegado a la región antes del comienzo de nuestra era. Cuando éstos llegaron, los asimilaron y mezclaron con sus propias creencias y supersticiones. Con los romanos había sucedido algo parecido y algunos miembros de la IV cohorte de la IX Legión, que estaba destinada en Pompaelo, hacían frecuentes visitas a la zona, ofreciendo sacrificios de esclavos  y participando en los oscuros y sangrientos ritos que los naturales del valle tenían por costumbre hacer. Parece que la llegada del cristianismo a la región, a principios del siglo VIII, no afectó en nada a las siniestras tradiciones del valle y, como ya he dicho antes, ni visigodos ni árabes pudieron llegar nunca hasta allí o por lo menos poder contarlo luego.

Encontré una nueva referencia procedente de algunos supervivientes del ejército de Carlomagno, derrotado por los vascos en los puertos de Ibañeta y Lepoeder, a pocos kilómetros de aquí, cuando se retiraba de Pamplona después de su saqueo e incendio, a finales del siglo VIII.  Por lo visto un grupo numeroso de prisioneros, entre francos, alamanes y lombardos, fueron conducidos hasta el valle finalizada la batalla, y acabaron su vida ofrecidos en horrendos sacrificios, clavados por las extremidades a los árboles o quemados en los prados; incluso se hablaba que varios, una vez desangrados en los altares de piedra, fueron devorados, en un impío ritual, por los habitantes del valle. Alguno logró escapar y contar lo sucedido a los condes francos, que, horrorizados,  prometieron venganza, aunque al parecer nunca la consiguieron hacer.

También encontré algo de información de los primitivos ritos que, se suponía, se habían llevado a cabo en la región en edades antiguas, ritos que procedían de tiempos muy remotos y que habían llegado hasta nosotros con la forma del akelarre. Se mencionaba como la carne de los sacrificados era compartida con el oscuro demonio al que se ofrendaban, y que las víctimas debían desangrarse vivas… Ya no sabía qué pensar, y las primeras impresiones que tuve, de tomarlo todo como una superstición sin más fundamento, estaban dando paso a una sensación de miedo.

A pesar de la confusión que originaba la consulta de diversas fuentes, y el tiempo transcurrido desde que estaban escritas, poco a poco estaba comprendiendo que los Arrate, una vez llegados allí en el siglo XIII,  se habían mezclado en una horrible  blasfemia que sobrevivía en aquellos valles a través de los siglos; y lo más terrible era que podía haber llegado intacta hasta nuestros días. Cansado por la intensidad del día y con la mente confusa, por la cantidad de terribles sugerencias que los libros y manuscritos  leídos me estaban haciendo, no tardé en conciliar el sueño.

Cuando me desperté no eran aún las doce de la noche, debía estar en el primer sueño y sin embargo me sentía despejado y también alerta. Hasta la habitación, procedente de no se muy bien dónde, me llegaba un extraño rumor de voces mezcladas con cánticos. Como si algo o alguien me  estuviera llamando. Me levanté y vestí; suponía, sabía, que algo estaba pasando en los subterráneos, aunque ahora ya no escuchaba nada; con la linterna en la mano me dirigí hacia la habitación de mi abuelo.

 La losa estaba cerrada, tal y como la había dejado, pero sentía una llamada lejana, debía bajar hasta el sótano. Descendí las escaleras y recorrí el oscuro camino hasta donde estaba la otra losa, la puerta de piedra hacia lo desconocido, puerta que tan sólo había atravesado en sueños. Me temblaba la mano cuando así y tiré de la argolla con fuerza; también se abrió con facilidad, pero el aire malsano que me llegó desde allí me echó hacia atrás. Una mezcla de olor a humedad y  podredumbre orgánica me asaltó el olfato y, sin embargo, comencé a bajar las escaleras, empinadas, tortuosas y talladas en la roca, con el techo tan bajo que casi lo rozaba si me erguía; era como un túnel o pasadizo. A su término había un arco de piedra muy trabajado, como una puerta que diera acceso al interior, pero éste no era romano, parecía anterior; los símbolos extraños se mezclaban con las ruedas solares y algunas cruces que recordaban a la simbología de los nazis.

Había una inquietante luminosidad, como una fosforescencia natural de las rocas, lo que me permitió distinguir algunos restos de antiguas construcciones; muros y tabiques que formaban espacios similares a cobertizos para ganado y otras obras que no pude distinguir bien. Otra vez, desde lo lejos, me llegó un rumor de voces o cánticos mezclados con el ruido de una corriente de agua. Parecía mi sueño de nuevo, pero sabía que ahora no estaba soñando y el miedo me hizo estremecer.

Avancé hacia donde se oían las voces resguardándome entre las piedras y los antiguos muros; la caverna era inmensa, y en aquella zona era fácil avanzar sin ser visto. Al fondo, en una de las grutas que se abrían a los lados de la cueva principal, iluminados por algunos faroles humeantes, había un grupo de personas, serían más de veinte. Dándose las manos formaban un amplio círculo, en el centro del cual, sobre una especie de altar, se alzaba una piedra negra brillante; rodeaban la piedra moviéndose alternativamente hacia la izquierda y hacia la derecha, y seguían entonando el cántico que me había despertado; si estuviera en Cataluña diría que bailaban una sardana. Vestían con una especie de túnica oscura y una capucha les cubría la cabeza y parte de la cara.

Me aproximé lo que pude al grupo, sin correr riesgos,  y escondido, tras  una gran piedra, pude atender a lo que estaban haciendo. Al poco cesó la extraña salmodia  y soltándose las manos comenzaron a hablar. En un principio no pude comprender apenas ninguna palabra, pero al poco, y una vez que me acostumbré a la resonancia de la cueva, pude ir entendiéndoles. Hablaban en el euskera propio de la zona, el alto navarro,  y aunque se diferencia algo del gipuzkoano que me había enseñado mi madre, pude comprenderles sin apenas ninguna dificultad.

Lo que fui entendiendo me sobresaltó, pero también confirmó todas mis sospechas. Se quejaban a Peio, pues éste era uno de ellos, y sin duda alguna el que dirigía aquella especie de reunión. Se quejaban de mi persona y de mi falta de interés y desconocimiento. Todas esas quejas  se mezclaban con una cierta preocupación.

- Hace ya más de dos meses que no nos ponemos en contacto con nuestro amo –decía una voz que me resultó familiar- y tan sólo los Arrate tienen el antiguo poder y conocimiento para hacerlo.  ¡Ha pasado demasiado tiempo desde la noche de San Juan! ¿Qué pasa con el descendiente, Peio?

La familiar voz de Peio le contestó:

- Está siendo muy difícil; es como si no fuera de la familia, como si el poder y el conocimiento antiguo no estuvieran con él. Además –prosiguió la voz- me es casi imposible comunicarme, apenas escucho sus deseos ni sus pensamientos, y a pesar de que he dejado todos los libros y documentos a su alcance, no los entiende. Fue un error que el hijo del señor se casara con alguien de fuera, y que se fueran del valle;  no sé qué podemos hacer.

-¡Pues algo habrá que hacer! – contestó una voz chillona, de mujer, que no conocía- tenemos a la parejita esa de extranjeros en la bodega,  esperando. Y no se si van a poder esperar mucho más –terminó, con una risita de mal agüero.

- ¿Es que no están seguros? –volví a reconocer la voz de Peio

- Seguros si que están, -contestó la mujer de la risita- en el pozo de Graciana siempre ha estado todo seguro,  nadie los podrá encontrar; casi un año estuvieron los inquisidores buscando y nada encontraron. Pero les veo muy débiles y apenas comen, se están quedando muy delgaditos –note cierta desagradable inflexión en la voz que pronunció estas palabras-. La chica no va a durar mucho más, y ya sabes que muertos no nos sirven, tendríamos que salir a buscar otros.

Ahora las voces se entremezclaban, como si estuvieran discutiendo, y no podía entender nada. Estaba aterrorizado y no conseguía reaccionar. Tenía que salir de allí antes de que se dieran cuenta que estaba espiándoles, antes de que Peio notara mi presencia.

La voz de Peio volvió a escucharse en la oscuridad.

- Hay que hacer un último esfuerzo, la luna llena se acerca otra vez y no podemos seguir sin ofrecer los sacrificios acostumbrados. Podría pasar algo desagradable…Mañana intentaré de nuevo hablar con el heredero, a ver si consigo conectar con él y comprender su pensamiento y sus intenciones. Y si no consigo nada habrá que buscar otra solución… Creo que tiene dos hijos y en alguno de ellos tiene que estar el poder, siempre ha sido así; la verdad es que en éste no lo he notado. Tened preparados, por si acaso, la mandrágora y el estramonio.

Con murmullos de asentimiento los congregados en la cueva fueron bajando hacia el arroyo que corría por el fondo. Poco a poco la luz de los faroles se fue disipando y quedé en la oscuridad. Y aquello no me hacía ninguna gracia, pero aún no me atrevía a encender la linterna. Permanecí quieto, y a oscuras, unos minutos interminables. Mi reloj marcaba algo más de las dos de la mañana cuando decidí  encender mi linterna y volver sobre mis pasos. Ya no se oía nada más que el rumor del agua; supongo que la cueva debía tener alguna entrada más por la que accedían Peio y sus compañeros, y ya se habían ido.

Dando traspiés, y con el corazón en vilo, pendiente de cualquier ruido y con la extraña sensación de que me seguían, hice el camino inverso hasta la salida de la cueva. Cerré las losas que conectaban con los sótanos y volví a mi habitación.

No conseguía dormirme; tumbado vestido encima de la cama, todo lo sucedido daba vueltas en mi cabeza. Todavía había momentos en los que pensaba que lo sucedido no era real, que no era más que otro sueño, que nada de esto había sucedido, que cuando amaneciera lo vería todo diferente. ¡Cuando amaneciera! Aún quedaban varias horas y no podía seguir así. Lo arreglé con un vaso de leche y dos orphidales.  A pesar de ello, tampoco conseguí dormir mucho. Faltaba casi media hora para las siete cuando desperté y  la luz del día comenzaba a filtrarse ya por las rendijas de la persiana.

Estar vestido, encima de la cama sin deshacer, y mis zapatos, mojados y llenos de barro, confirmaron que los acontecimientos de la noche habían sido reales. Tenía que hacer algo, pero no sabía por dónde empezar. Parecía que lo más fácil era huir de allí, pero no podía hacerlo sin tener remordimientos para siempre. Dos personas encerradas, en sabe Dios qué oscura ergástula y esperando un horrible final, me lo impedían. Tenía que acabar con esta locura. Comencé a pensar en cómo hacerlo. Y en ello estaba cuando algunos ruidos en la cocina me confirmaron que eran ya casi las siete y que Peio estaba preparando mi desayuno. Tenía que pensar con rapidez.

Después de desarreglar la cama y esconder los zapatos, por si Peio subía a mi habitación, bajé con prontitud a la cocina. Quería ver a Peio antes de que se fuera y comprobar si sospechaba algo de mis andanzas nocturnas.

Creo que él quería lo mismo. Estaba esperándome, sentado en una silla delante de la cafetera. Sus ojos azulados hacían que miraban a través de la ventana, hacia las hayas del bosque. Sus manos, demasiado blancas y finas para alguien que vivía en el campo, acariciaban el pomo de plata de la makila que llevaba siempre.

- Egun on, jauna-fue lo primero que me dijo al verme. Y no quise volver a expresarle mi desconocimiento del idioma, me pareció que conocía la verdad.

- Buenos días Peio –y sin saber como continuar, añadí- parece que va a hacer un buen día.

- Sí, calor ya tendremos hoy –contestó, añadiendo -¿saldrá hoy el señor a pasear o se quedará en casa? ¿Quiere algo?

Pudiera ser, Peio, que saliera a dar una vuelta por los alrededores. No creo que te necesite hoy, muchas gracias.

Se quedó un momento expectante, como si quisiera continuar nuestras palabras, pero yo zanjé ese amago tomando la taza de café y dirigiéndome con ella hacia una de las ventanas. Pareció entender que no tenía ganas de conversación y sin más, se dirigió a la salida.

- Agur jauna –y escuché como cerraba la puerta casi sin ruido.

Ahora que ya estaba solo pude pensar con más tranquilidad. Parecía que Peio no sospechaba nada de mis andanzas, pero yo necesitaba encontrar pruebas para la policía, y tal vez en la cueva pudiera encontrarlas. Después de lo que había visto la noche anterior, y lo que había podido ir comprendiendo, no era precisamente una agradable excursión campestre lo que estaba proyectando, pero no tenía otra alternativa. Me pertreché como pude, la linterna con pilas de repuesto, una bolsa con mi cámara fotográfica y unas velas; como defensa tomé una de las viejas espadas, afilada y aún en buen uso, que había en el despacho del señor de Arrate; no tenía nada claro lo que podía encontrar.

Terminado el desayuno y haciéndome con todo el valor que pude, volví a levantar la losa de la habitación de mi abuelo. Los escalones, ya familiares, me llevaron hasta los sótanos de la casa.  Desde allí, en tres zancadas, estaba ante la puerta del subterráneo inferior. Antes de abrirla recordé todo lo sucedido la noche anterior, y todavía dudaba que fuera verdad,  todo lo que había visto y oído, y lo que suponía que me podía encontrar.

Fui bajando los viejos escalones tallados en la piedra, muy pendiente de las inscripciones grabadas por grafiteros de otras épocas; perplejo ante la terrible antigüedad que todo aquello demostraba. Y así llegué hasta el arco que tanto me había alarmado la noche anterior; allí estaban las ruedas solares, las cruces gamadas de tradición sánscrita, las inscripciones celtas y otras de origen desconocido para mí. Los restos de unos goznes me demostraron que el arco había sido puerta hacia mucho tiempo, aunque de ella ya no quedaba nada. Al otro lado se abría la cueva.

El camino, ahora me fijé bien, descendía hasta lo más profundo de la caverna, una verdadera sima de la que tampoco se veía el techo.  El fenómeno natural que había originado la conocida cueva “turística” de Zugarramurdi, tenía que haber originado esta otra. Hermana gemela de la anterior, pero cargada de una profunda y maligna iniquidad. Caverna desconocida salvo para los iniciados y que había sido, desde tiempos remotos, el centro de unos cultos impíos e inhumanos. Sima infernal cuya puerta era la casa de mis antepasados.

Senda enlosada a trechos, abierta en la roca viva en otros, a veces también se embarraba. A la luz de la linterna pude ver, marcadas en el lodo, las huellas dejadas por mis zapatos la noche anterior, aunque también se veían otras que, por su disposición, eran posteriores a las mías y que parecía que habían ido siguiéndome. Algo alarmado apagué la linterna y escuché con atención; no se oía nada. Pero pude darme cuenta que la oscuridad no era absoluta, la luz del día debía filtrarse por algunas grietas de las paredes o del techo y dotaba a la cueva de una cierta luminosidad. Preferí dejar la linterna apagada y proseguir el camino con esa media luz. Por momentos tuve la extraña sensación de que estaban observándome. Después de mantenerme quieto durante un rato y no escuchar ruido alguno, salvo el murmullo del agua al fondo, proseguí mi camino.

Más despacio que la noche anterior, prestando atención a los detalles,  y fotografiando los que me parecieron de interés, pude ver como a ambos lados del camino que iba siguiendo, había una serie de construcciones; la mayoría, de toscas piedras puestas una sobre la otra y con el techo hundido, recordaban a los apriscos que hacen los pastores de la zona para el ganado. Aunque también había otras, en las que se notaba una mejor factura, con piedras talladas y argamasa romana o medieval. Me aventuré a entrar en una de ellas y encendí la linterna para poder contemplar su interior. Estaba vacía, pero en las paredes había argollas de las que colgaban restos de viejas cadenas. Más que apriscos eran mazmorras. Había algunas más grandes, que además de las cadenas también contenían osamentas, y que fui fotografiando con cuidado.

Al principio imaginé que los restos óseos pertenecerían a algún tipo de ganado que habrían tenido estabulado en las cuevas, cabras, ovejas o vacas,  pero cuando examiné los huesos con detenimiento me di cuenta que eran humanos. Y los había de todo tipo; también de niños. Un cierto pánico ante lo que me podía encontrar más adelante me estaba invadiendo, porque, y esto era lo más terrible, los huesos estaban roídos, como por perros u otros animales de mandíbulas fuertes. Algunos habían sido rotos para sacarles el tuétano.

Encontré un altar romano; había sido de mármol blanco y muy trabajado, pero una inmensa mancha negruzca lo cubría por completo. No tenía por qué engañarme; la mancha era o mejor dicho, había sido sangre. En uno de sus costados pude distinguir un preocupante grabado del dios Pan, con sus pezuñas de cabra y cuernos. A su alrededor más osamentas, cadenas, y algunas armas, entre ellas hachas herrumbrosas de origen franco y espadas, y cuchillos cortos y fuertes, herramientas propias para el trabajo de un carnicero. La luz del flash me sobresaltó al pensar que podía reverberar en la cueva, pero era la única manera de tener alguna prueba a la que agarrarme.

Los diferentes altares se sucedían unos a otros, sin orden ni cronología. Lo mismo estaban formados por unos toscos apoyos, sobre los que se asentaba una lápida de piedra, que se les veía más trabajados y con distintos estilos. Pero en el fondo eran todos iguales: losas de sacrificio, con las osamentas de las víctimas caídas a su alrededor. Huesos que denotaban, muy a las claras, que sus propietarios habían sido sacrificados y devorados en ritos que procedían de la noche de los tiempos. Todo estaba encajando. Las leyendas leídas, las conversaciones escuchadas, los libros, los distintos objetos encontrados en casa de mi abuelo.

No podía dejar de pensar en los dos chicos jóvenes encerrados en el “pozo de Graciana”, tenían que ser los dos australianos desaparecidos hacía unos meses, ¿dónde estaría eso? A pesar del miedo que sentía metido en el cuerpo, decidí que tenía que llegar hasta el último altar, el que había estado espiando la noche anterior, el que pensaba que podría aclarar definitivamente todas mis dudas, si es que ya me quedaba alguna.

Otra vez tuve la extraña sensación de que no estaba sólo en la cueva, de que algo o alguien me espiaba con ojos atentos desde la negrura. Bordeando el riachuelo, que ahora corría a mis pies, y sin pararme ya en ninguno de los restos ni edificaciones derruidas que veía por doquier, fui llegando al pie de aquella última caverna. Tras vadear la corriente por un pequeño puente de piedra ascendí, entre continuos resbalones, por un camino pendiente que tenía una tosca barandilla de madera. En el barro se podían ver multitud de huellas impresas dejadas, sin duda, por los visitantes de la noche anterior.

La cueva no era muy grande, desde ella, como desde el coro de una iglesia, se podía contemplar el camino por el que había llegado, y el arroyo que corría por el fondo. En el centro había otro altar, muy similar a los que había ido viendo por todo el recorrido, pero tenía una piedra negra en el centro, especie de pilar esculpido en basalto o un material similar. El ara estaba también manchada con sangre, pero no toda estaba ennegrecida por los años. Unos canalillos tallados en la piedra parecían facilitar que  el líquido fluyera. Alrededor de la construcción, tiradas de cualquier manera, también había osamentas y calaveras, pero algunas de ellas aún estaban rojas y con jirones de carne putrefacta. El olor nauseabundo, que me llegó en un momento dado, me causó unas violentas arcadas y vomité allí mismo. Me sobrepuse a duras penas y fotografié todo aquel escenario dantesco. No necesitaba ver nada más.

Enloquecido, con la linterna encendida, sin preocuparme por nada y sin apenas mirar el camino de vuelta, conseguí llegar hasta la salida, hasta el arco de piedra que daba acceso a los sótanos de Arratekoetxea. Casi sin darme cuenta, aterrorizado y tembloroso, me encontré en mi habitación. No era todavía mediodía. Ya había tomado una determinación.

Recogí mis pertenencias de cualquier manera y las cargué en el coche. De nuevo tuve la impresión que desde el cercano bosque de hayas me estaban espiando. Arranqué y me dirigí a Etxalar, llevaba toda la velocidad que me permitía el angosto y tortuoso camino vecinal. Allí cargaría gasolina en unos bidones que había encontrado en la casa, volvería hasta Arratekoetxea y le prendería fuego. Nadie podría ya saber los secretos que guardaba, todos los malignos y blasfemos libros, las catacumbas y su contenido se perderían para siempre. Después, una vez en Pamplona, pondría una denuncia en la policía aportando las pruebas que podía tener y las fotografías de mi cámara.

El camino de vuelta desde la gasolinera de Etxalar se me estaba haciendo eterno, no podía ser tan largo; seguro que me había despistado en alguna de las intersecciones que llevaban a las granjas abandonadas. Ya estaba decidido a dar media vuelta tras la siguiente curva, cuando de repente una sombra negra, salida del bosque, se me echó encima. Di un golpe de volante para evitarla y ya no vi nada más, sólo la luz, una luz intensa…



Noticia del Diario de Navarra

Turista muerto en un accidente cerca de Etxalar

Poco después de las siete de la tarde de ayer, un hombre murió en un accidente en la carretera rural que une Etxalar con Zugarramurdi. El finado M.A.E., vecino de Madrid, se encontraba pasando unos días en la casa de su familia, en el pueblo de Zugarramurdi, cuando al volver de Etxalar, y por causas que se desconocen, perdió el control de su vehículo, que chocó contra un haya, incendiándose de inmediato. Los restos del vehículo fueron encontrados poco tiempo después del accidente, dándose parte, por unos vecinos, a la Guardia Civil de la zona. Parece que el vehículo llevaba unos bidones llenos de gasolina, lo que contribuyó, sin duda, a la explosión e incendio consiguientes. El fallecido, que era viudo, deja dos hijos mayores.

Unos días después del funeral, que se celebró en Madrid, un conocido bufete de  abogados de Pamplona, se ponía en contacto con  Fernando, el hijo mayor de Marcos.



Eduardo Lizarraga

Hondarribia, 6 de agosto de 2012