Basajaun es hijo de la tierra; de la tierra y
del mar. Fue concebido en una noche de
tormenta, cuando la blanca espuma que adorna las olas cantábricas inundó el
estuario del río y llegó, con su furia incontenible, hasta las copas de los
árboles que bordean las marismas.
Desde entonces se acostumbró a vivir en
aquella mezcla de agua y de tierra. Allí los brazos del río forman islas, que
cambian con las estaciones y las mareas, y acarician las orillas fangosas,
repletas de vida. Los carrizos le susurraban palabras amables cuando el viento
los movía; las gaviotas le saludaban todas las mañanas con un estridente
guirigay que le llegaba desde lo alto, y los limícolas, que eran muy
madrugadores, le sonreían chapoteando entre los aguazales.
Río arriba el agua se vuelve dulce, abandona
su tono azul oscuro para vestirse de esmeralda y los árboles crecen con
profusión. La floresta se hace impenetrable y las suaves colinas de tierra
negra, blanda y húmeda, cubiertas de bosques, se empinan hacia el cielo,
dejando asomar rocas ásperas y desnudas, que producen una cierta sensación de
desolación.
Por eso Basajaun prefiere vivir cerca del mar,
donde la niebla sabe a sal y el agua y la humedad lo invaden todo. En ese
pequeño universo no existe nadie como él; es amigo de todo lo que le rodea y
animales y plantas le conocen y hablan. Siempre ha sido así, desde que Basajaun
lo recuerda, y lo ve como algo natural. Su paisaje, como su vida, es el
estuario; con los arenales que descubre la bajamar; con las gaviotas jugando al
viento; con las bandadas de peces que llegan todos los años desde la mar y
remontan la corriente, para desovar en los pequeños arroyos; con amplias
marismas y fértiles tierras bajas, en las
que los animales encuentran comida y protección.
Un día que se había acercado al lugar donde
los arenales forman un vado con la bajamar, y que aprovechan ciervos y gamos para pasar al otro lado del
río, contempló a unos seres extraños y que hasta entonces no había visto jamás.
Venían muchos juntos, en pequeños grupos desde el lejano norte, huyendo del
hambre, de las tempestades y del frío. Protegidas por pieles de animales,
parecían unas criaturas débiles e indefensas que despertaron su interés y
compasión.
Cuando contemplaron el estuario que se abría
ante sus ojos estaban exhaustos. Muchos habían muerto por el camino; entre los
supervivientes se marcaba el sufrimiento en las caras y la mayoría de las
mujeres, demacradas por el hambre y el esfuerzo, lloraban la muerte de sus
hijos.
El maridaje de la tierra y el mar, enlazados
por el río y sus pequeños afluentes, les pareció el paraíso; mucho mejor que
cualquier otro lugar que hubieran imaginado encontrar. Pequeñas colinas
cubiertas de bosques sobresalían aquí y allá; la temperatura, a pesar de la
fina lluvia que caía, era suave, y la caza y la pesca parecían abundantes. Los
campos, llenos de vegetación, prometían frutos de todo tipo.
No lo pensaron más, y se dirigieron hacia un
promontorio rocoso situado en la desembocadura del río. Cuando llegaba la
pleamar el agua lo rodeaba casi en su totalidad, y los altos peñascos que lo
formaban garantizaban una fácil defensa contra hombres o fieras.
Los primeros llegados prepararon el
asentamiento para los que venían siguiendo su mismo camino, y que fueron apareciendo a lo largo de aquel
año.
Basajaun los fue viendo conforme llegaban y
rogó a sus progenitores, la tierra y el mar, para que fueran generosos con los
visitantes, pues éstos necesitaban reponerse de las fatigas pasadas. Y en un
periodo de tiempo que no sabría definir, pues para él esa medida no existe, los
hombres se hicieron numerosos en aquella tierra, y queriéndola como propia
pasaron a formar parte de su paisaje.
Al principio, Basajaun, que es muy tímido, no
se dejaba ver; pero los observaba de forma constante. Los espiaba desde detrás
de los añosos árboles del bosque, confundido con sus musgosas corteza; o tras
los juncales del río, cuando los hombres pescaban y las mujeres recogían huevos
entre los carrizos del humedal; oculto entre los matorrales escuchó sus
conversaciones y supo de sus pequeños problemas e inquietudes. Aprendió el
porqué de mucho de lo que hacían. Veía cómo trabajaban y obtenían de la tierra
y el mar, -merced, quizá, a aquella primitiva petición que Basajaun hiciera a
sus progenitores- todo lo que necesitaban para vivir. Pescaban numerosos peces
en la bahía y en los regatos; recolectaban moluscos y crustáceos en los bajíos
del estuario; y la tierra, fértil y generosa, jamás dejó de darles sus frutos.
Pero también cazaban animales, lo que no le agradaba lo más mínimo, pues eran
sus amigos desde antaño, desde mucho antes de que llegaran estos nuevos
habitantes.
Basajaun contemplaba todo con el asombro del
niño que ve algo por primera vez; y éste asombro no tuvo límites cuando los vio
navegar, subidos en árboles, por la bahía; invadían así unos territorios que
siempre estuvieron vedados a los animales de tierra. Y se preguntaba ¿quién
habría enseñado todo aquello a los hombres?
Basajaun es un espíritu libre, un ser sin
límites ni formas. No tiene ninguna imagen ni apariencia definidas. Por eso
puede adoptar cualquier aspecto; puede ser un ciervo, un lobo, un salmón o un roble,
una gaviota o un jabalí. Pero también puede adoptar la forma y fuerza del viento
o del agua y mezclarse con estos elementos para pasar inadvertido.
Sin embargo, su presencia es percibida por
todos los animales, que le conocen desde siempre. Y también por los hombres, que aunque no le ven, inconscientemente se les eriza el pelo de la nuca cuando Basajaun
está cerca. Pero el hombre desconoce el motivo de ese escalofrío que recorre su
cuerpo. Como agua se confunde en los arroyos, jugando con los peces; como
viento agita las ramas de los árboles susurrando a los pájaros, y enreda luego
el cabello de las mujeres para contemplar después cómo se peinan. Basajaun
también forma parte de ésta tierra.
Al principio, y pasada la novedad inicial, le
desagradó un poco que fueran apareciendo tantos humanos por allí, alterando la
paz en la que hasta entonces había vivido. Pero la curiosidad pudo más que el
sentimiento reivindicativo de la soledad perdida; y de la curiosidad al
conocimiento, y de éste al cariño, no existe mucha distancia. Y les tomó
cariño, porque aunque los hombres necesitaban pescar, cazar y herir la tierra
para obtener sus frutos, siempre lo hicieron de una manera respetuosa. Únicamente
tomaban lo que necesitaban y trataban al resto de los seres como a hermanos
menores.
El tiempo pasó para los hombres, sus
vestidos, costumbres y necesidades fueron cambiando. Pero en lo esencial se
parecían mucho a los primeros que llegaron, cuando el hielo y la nieve cubrían los montes y llanuras del norte, haciendo la vida casi imposible.
Basajaun continuaba observando lo que hacían,
y siempre le sorprendían con conocimientos nuevos. Unas veces se vestía de
árbol –las hayas retorcidas y cubiertas de musgo eran sus preferidas-, otras
era una pequeña ardilla de ojos brillantes y mirada inquieta, que espiaba desde
las ramas más altas; pero, poco a poco, fue adquiriendo la costumbre de
vestirse como uno de aquellos seres, o por lo menos como se vestían cuando
llegaron a aquellas tierras. Alto, cubierto de pieles y con sus largos cabellos
oscuros sueltos al viento, se escondía
en lo más frondoso de las selvas que hendía el río; desde allí bajaba, por
escondidas veredas tapizadas de hojarasca, hasta las verdes colinas herbosas en
las que los hombres edificaban sus viviendas. Otras veces remontaba pequeños
torrentes y acechaba sus movimientos desde las cumbres cercanas que dominan el
estuario. Pero su lugar favorito para observar era una pequeña lengua de tierra
rocosa, llena de higueras, que se internaba en el mar y jugaba con las olas.
En algunas ocasiones los hombres le vieron
–Basajaun dejó que lo hicieran- y se asombró de sus muecas de miedo, de sus
gritos y de sus carreras huyendo
despavoridos. Pasado un tiempo comenzó a encontrar, sobre una gran piedra plana
sostenida por otras a modo de altar, en un calvero del bosque en el que brotaba
una fuente, determinadas ofrendas para él. Unas veces eran alimentos, otras
flores o extraños objetos. De vez en
cuando, y esto no le gustó nada, animales sacrificados. Procuró dar a entender
a los humanos lo que le agradaba y lo que no. Así, despreció la comida
–Basajaun no necesita alimentarse- se adornó con las flores y se llevó los
objetos. Jamás tocó ningún animal muerto. Los hombres comprendieron y nunca volvieron a aparecer ni ovejas, ni cabritos, ni terneros ni aves sacrificadas
sobre aquellas piedras.
A Basajaun le gustaba oír lo que contaban los
humanos, –comprende todos los lenguajes de hombres y animales- sobre todo
cuando hablaban de él. Gustaba de acercarse a sus casas, iluminadas por el
fuego en las largas noches de invierno, y escuchar los cuentos y consejas que las
mujeres viejas, arrugadas, casi sin dientes,
y siempre muy cerca del calor del
hogar, contaban a unos niños
boquiabiertos y asustados. Y aunque no le complacía que los niños le tuvieran
miedo -jamás asustó a ninguno de ellos, todo lo contrario, les ayudaba y
guiaba, sin que ellos se dieran cuenta, cuando les encontraba perdidos en el
bosque- se sintió halagado al saberse célebre y respetado.
Aquel fue un tiempo feliz para Basajaun y
también para los hombres que vivían a lo
largo del río y en su desembocadura, disfrutando del amor continuo entre el mar
y la tierra.
El calvero del bosque, con su fuente cristalina y la primitiva ara, en la
que se ofrecían presentes para el espíritu del bosque, como le llamaban los
hombres, continuaba siendo frecuentado
por los necesitados, o por aquellos que deseaban demostrar su agradecimiento por
lo recibido.
Un día, unos visitantes venidos por mar desde
lejanos países, edificaron otro altar, algo alejado de su calvero, en uno de
sus lugares preferidos, allí donde la tierra quiere prolongarse en el mar y el
viento azota sin reposo levantando grandes olas. Adoraban a una diosa
extranjera, muy hermosa, de abundante pelo negro, con su cuerpo perfecto ceñido
por un suave manto blanco y de nariz
aristocrática y altiva; Basajaun habló con ella muchas veces, se llamaba Venus
y bajo la advocación de Atlántica permaneció allí durante un tiempo.
Fue ella la que le enseñó que existían otras
tierras y otros ríos distintos a los que él conocía; que los hombres adoraban
diferentes dioses en cada lugar. Y que tan sólo ella y su amplia familia eran
conocidos entre todos los pueblos. Que él, Basajaun, era una pequeña deidad
local, casi sin importancia, y desconocida lejos de aquel río y aquellas
tierras.
Basajaun sintió curiosidad por todo lo que le
decía y ni tan siquiera experimentó resquemor alguno cuando Venus le habló de
su propia insignificancia. Era una diosa casi omnipotente, conocida entre
cientos de pueblos extraños; sus santuarios, espaciosos y construidos en una
preciosa piedra blanca –mármol, le dijo que se llamaba- se alzaban desde el
profundo y civilizado oriente, hasta el oeste, donde acaban las tierras
conocidas; e incluso los hiperbóreos, a los que casi nadie conoce y viven tal
al norte que tienen días que no acaban nunca, habían oído de su poder e
influencia. Su sabiduría, comparable tan sólo a su belleza, confió muchas cosas
a Basajaun y éste, cuando llegó el momento, sintió de veras su marcha.
-
Los hombres se olvidan de mí, -le dijo, mientras las lágrimas
resbalaban por sus marfileñas mejillas- mis santuarios se desmoronan; ya no hay
sacrificios en sus altares y mi nombre se borra de los labios de mis sacerdotes
muertos. Del oriente ha llegado un nuevo y excluyente dios que quiere reinar él
solo en el corazón de los hombres. Mi familia, antes poderosa y magnífica,
reposa ya, tal vez para siempre, en ese horrible y frío panteón donde moran los
dioses olvidados, sin ofrendas, sin plegarias, sin luz, ignorados por todos los
seres vivos, y hambrientos de sacrificios. Prepárate tú también, -terminó
diciéndole- pues sus sacerdotes no respetan a nadie y también te llegará el
final.
Tras su marcha, Basajaun quedó un poco
triste, pues echaba de menos su conversación, inteligente y amena, aunque no
exenta de una cierta pedantería; su calvero siguió recibiendo la visita
temerosa, fugaz a veces, de los hombres del río. Siempre con deseos sencillos,
llenos de paz y fecundidad, de abundancia y prosperidad. Basajaun procuró
complacer a todos los que se acercaban a aquel santuario agreste y recoleto,
con el corazón puro y la mirada humilde.
Un día Basajaun se dio cuenta de que algunas
cosas estaban cambiando en su pequeño mundo; sobre las piedras del calvero,
perdidas ya entre la maleza, dejaron de
aparecer ofrendas; en la fuente, de
aguas ahora turbias y malolientes, ya no bebían los animales, o tal vez es que
ya no los había; y el bosque arcaico, de robles, hayas y encinas marítimas,
había desaparecido, siendo sustituido por unos árboles desconocidos,
antipáticos, siempre verdes y tristes, que absorbían toda la humedad en verano
y no dejaban pasar el tenue sol del invierno. En su presencia tan sólo crecían
unos ralos matorrales, enmarañados por las zarzas y refugio de basura e
inmundicia.
A su alrededor todo se hundía en la misma
miseria; ya no había árboles añosos tras los que esconderse y jugar; el hombre
los había cortado casi todos; la espesura arrasada por los incendios ya no
existía; en su lugar solo había eriales pelados y cemento gris y frío.
Tampoco oía ya su nombre cuando se acercaba a
las cabañas de los hombres por la noche; además estos apenas hablaban ya, ni
las abuelas contaban cuentos a los niños. Tan sólo escuchaban extrañas voces que salían de pequeñas cajas
negras iluminadas y que parecían estar siempre encendidas
Basajaun comenzó a percibir que los hombres
ya no eran felices y que hacían daño a su madre, la tierra; que cortaban los
árboles por capricho o negocio, sin
importarles sus sentimientos; que ensuciaban las fuentes y los ríos con
inmundicias malolientes; que el mar
tampoco se veía libre de sus basuras y desperdicios, con miles de bolsas de
plástico flotando en sus aguas. Y que de ésta forma mataban toda la vida del
mar y de la tierra, que desaparecía sin hacer ruido. Además, el aire olía
terriblemente mal y ya apenas llovía o nevaba.
Fue viendo como aquellos humanos arrasaban,
despacio pero inexorablemente, con todo lo que él quería y en donde había
vivido desde siempre. Pero como era pacífico y nunca había sabido hacer daño a
nada ni a nadie, sino tan sólo jugar y reír, les dejó hacer.
Y ahora piensa que fue una equivocación. Que
desde el primer momento en que se dio
cuenta que los humanos habían cambiado,
que habían perdido el corazón y los sentimientos, que mataban sin razón y que en el final sólo se vislumbraba la
infelicidad para todos, incluida la de ellos mismos, debía haber hecho algo;
tal vez impulsar los vientos y las aguas para limpiar la suciedad y acabar con
todo lo malo. Pero les había dejado hacer.
Los bosques primigenios en los que tanto
jugó; los ríos en los que se sumergía para perseguir a los peces; las fuentes
cuya voz, alegre y musical, recordaba con melancolía…todo pronto fue una triste
añoranza, y no quedó apenas nada que le mostrara cómo era aquella tierra antes
de la llegada de los hombres. Tan sólo en las altas cumbres, en los roquedos
agrestes y pelados, en lo más profundo de las gargantas excavadas por el río
cerca de su nacimiento, Basajaun podía escuchar los sonidos antiguos y percibir
las frescas fragancias de otros tiempos ya casi olvidados. Cada momento que
pasaba hacía todo más difícil. Sus amigos, los animales, desaparecían, muertos
por las acciones del hombre, que ahora ya no respetaba nada, ni tan siquiera su derecho inalienable a
compartir la tierra y el agua en libertad. Y los que aún sobrevivían,
escondidos y nocturnos, estaban sucios y enfermos; todo se desvanecía sin remisión.
Un día en que Basajaun había salido, como
muchas otras veces, de uno de los raros lugares en que podía seguir
escondiéndose en soledad, divisó un grupo de humanos que subía, con gran algarabía y bultos a la espalda, por
entre las rocas. Surgiendo desde el interior de un espeso matorral, Basajaun se
presentó de improviso, dando un salto, pensando que así volvería a ser conocido
y nombrado en sus cuentos e historias. Además, ahuyentándoles, les impediría ensuciar uno de sus ya escasos
escondites, un bosque umbrío, lleno de hongos y de musgo, con hayas
frondosas, retorcidas, y cuyas raíces penetraban entre las ruinas de un viejo
palacio ya derruido, al pie del macizo granítico que domina los últimos
meandros del río. Un hombre lo construyó hacía ya tiempo; un inglés – decían
los hombres- que compartió con Basajaun su gusto por lo apartado y selvático.
Pero nada sucedió como preveía y deseaba; no gritaron de miedo, ni huyeron a
la carrera, sino que con gran bullicio y
esgrimiendo unos extraños cristales
negros que sacaron de sus bolsas, se dirigieron hacia él haciendo clic-clic,
sin parar. Parecía, por las risas, que se alegraban de verle. Aunque algo
lentamente por la sorpresa, y acompañándose de un alarido, Basajaun reaccionó
saltando de nuevo al matorral y ocultándose entre las raíces. Desde aquel día
se escondía en una profunda sima, deprimido y pensando si no se estaría mejor en aquel panteón aburrido
y frío del que le hablara su amiga, la Venus Atlántica, que en este mundo
nauseabundo y sin vida, con unos humanos que ya no respetaban ni a los
espíritus del bosque.
Rebuscando entre su amplia memoria pudo ver
todo lo sucedido desde aquel lejano día en que viera aparecer a los padres primeros de estos hombres del
clic-clic; cuando llegaron por el vado del río, bajo la lluvia, ateridos de frío
y hambrientos; con algunas crías moribundas entre sus brazos, y poco más que
unos escasos bultos con pieles y enseres. Enseguida encontró la respuesta a sus
preguntas; aquellos primeros hombres
fueron respetuosos con la tierra y el agua, con los animales y las plantas,
porque también aquellos hombres eran parte de aquel paisaje. Y sabían que morirían si su entorno sufría
algún daño irreparable. Parecía increíble que aquellos hombres antiguos fueran
tan sabios y los actuales tan ignorantes.
Estos hombres de ahora –se decía Basajaun-
han perdido todo el respeto por los elementos que les dan la vida; no les
importan nada ni los bosques ni los
animales que viven en ellos, y están matando los ríos y mares inundándolos de
porquerías. Tal vez es que ya no recuerdan la belleza de los bosques salvajes,
de las aguas libres y limpias, del suave rumor del silencio…
Aquellos pensamientos le dieron una idea y
decidió que los árboles deberían volver a crecer en los antiguos bosques, y que así las aguas se limpiarían y los
animales volverían a ser felices y poblar de nuevo aquellos valles, marismas y
montañas. Su madre, la tierra, le ayudaría a conseguirlo, tenía que ir a
buscarla.
Con esta idea emprendió un largo viaje,
vestido de agua, remontando el río que había sido su vida. Conocía
perfectamente el camino que debía seguir para llegar hasta su madre.
Se mezcló con el agua salobre del estuario,
donde el río desaparece en el mar y contempló, con unos ojos que eran lágrimas,
el sobrecogedor desastre que había convertido unas aguas repletas de vida en un
solitario cementerio acuático, turbio, maloliente y vacío.
Atravesó por la luz de los puentes, ¡cada vez
había más y más feos! Y, por si fuera poco, acababa de oír que querían hacer un
túnel bajo el río. Como si no bastara a los hombres haber impedido las caricias del río a la
tierra, al colocar unos sucios bloques de cemento para canalizar sus orillas.
Un poco más arriba, donde ya el agua no
dejaba el regusto a la sal en sus labios, tuvo que salvar unos muros puestos,
¡cómo no! por el hombre; y en una
ocasión estuvo a punto de perderse debido a los líquidos corrosivos que vertía al río un tubo de cemento.
Conforme remontaba la corriente las aguas se
mostraban más limpias, y los sabores y olores, casi agradables, le resultaban
familiares. Sorguin Erreka le recordó, con sus aguas cristalinas y ligeramente
calizas, aquellos hombres rudos y trabajadores que instalaron allí un pequeño
campamento, y que durante muchas generaciones no faltaron jamás a la cita con
los salmones, para vivir de ellos durante los largos inviernos. Se sobresaltó
al pensarlo, pues no recordaba haber visto ningún salmón en todo su recorrido;
tal vez habían muerto ya todos o eran incapaces de encontrar un río cuyo olor
no conocían.
Era aquel un viaje iniciático, a las fuentes
de la memoria perdida en nebulosas milenarias. La forma de cada piedra, el
sabor de los regatos y fuentes que llegaban hasta el río, cada ribazo… todo
tenía su historia y estaba en sus recuerdos. Recuerdos asociados, por lo
general, a la presencia humana y que ahora le asaltaban en un continuo revivir
de imágenes casi olvidadas.
El valle del Baztán, con sus casas
blasonadas, le confirmó que estaba
llegando al término de su viaje. El agua, más fría y casi transparente, estaba
perdiendo el sosiego y la tranquilidad de la madurez. Pronto el río se hizo
niño, revoltoso y riente, perdió profundidad, ganó pureza, y poco antes de
llegar a los picos de Auza y Lisette, donde el agua brota de la piedra en
torrente purificador, siguió el curso de un regatillo, poco más que un hilo de
plata, que desde la margen izquierda trepaba hacia unas peñas.
Continuó su camino por escondidos senderos
bordeados de helechos; la vegetación era allí exuberante; hayas y robles disputaban
con castaños y nogales para alcanzar los rayos del sol; los líquenes colgaban
de las ramas de algunos árboles como jirones de ropa desgarrada y el rumor del
agua lo inundaba todo. El musgo y las hojas muertas alfombraban el suelo sin
que sobresaliera ni una piedra. Las ramas caídas eran disgregadas por la
humedad y los insectos.
La tierra había construido allí su mejor
palacio, tal vez el último que le quedaba.
En una profunda sima, alfombrada de musgosas
piedras, Basajaun encontró a su madre,
la tierra. Había envejecido mucho, sus cabellos, profundamente negros en la
juventud, habían encanecido hasta la blancura; las flores y frutos que los
adornaban estaban secos o habían desaparecido ajados por el tiempo; todo daba
imagen de decrepitud.
Le refirió con detalle lo que había visto y
oído; el llanto de las aguas, la muerte de los árboles, la tristeza de los
animales condenados a la desaparición; y sobre todo se quejó de la falta de
respeto de los hombres, de su ignorancia respecto a las cosas que son
importantes para la vida. Tal vez –terminó diciendo- la solución para que las
aguas vuelvan a estar limpias y los animales sobrevivan, sea la de conseguir que
los árboles llenen de nuevo campos y montes.
Su madre, la tierra, asintió explicándole que
los árboles fueron siempre la fuente de la vida y que sin ellos el mundo nunca
podrá recuperarse y sí empeorar. Pero también le dijo que ella ya no podía
hacer nada, que estaba demasiado sucia, tan herida y envejecida… Enferma y sin fuerzas no podía recoger las semillas de los
árboles para hacerlas brotar, ni impulsar los retoños a lo alto, ni limpiar los torrentes y los
ríos. Esa labor tendría que comenzarla Basajaun, aunque podría contar con su
experiencia y su ayuda, una vez que comenzara a sentirse mejor.
La vuelta por el río fue mucho más sencilla y
rápida; tan sólo tuvo que dejarse llevar por la corriente, sin entretenerse con
la charla de los tranquilos remansos de ojos azules que, enterados por los
chismosos saltos de agua de los propósitos de Basajaun, no hacían más que preguntarle
por los detalles de su empresa.
El musgoso convento de Arizkun y la
ensangrentada torre de los Ursúa apenas merecieron una mirada distraída.
Basajaun, preocupado por el estado en que había encontrado a su madre, la tierra,
estaba decidido a actuar con premura. Pero necesitaba un plan.
Apenas había éste comenzado a perfilarse,
cuando el sabor salino del agua le reveló que estaba llegando a su destino. Se
despidió del río, que le animó en sus propósitos, poco antes de la isla famosa
por sus casamientos, frente a las ruinas del viejo castillo alrededor del cual
habían muerto tantos hombres. Subió hacia las cimas por desiertas sendas
abiertas entre la espesura y que ahora, despejados los bosques protectores,
sufrían las inclemencias de los elementos. Desde el alto collado, que da paso a
los valles del interior, contempló todo el estuario y le sobrecogió el trabajo
que debería realizar. Decidió comenzar por las alturas, para descender luego a
los valles y repoblar las riberas. Pero
primero necesitaba las semillas.
Simulando ser un hombre viejo y achacoso para
no despertar la curiosidad –hacía tiempo que había descubierto que entre los
hombres son los ancianos los más ignorados- comenzó a recorrer las antiguas
veredas, flanqueando las cuales aún se veían los árboles conocidos de antiguo.
A ellos, a los robles, hayas, nogales, castaños, sauces, alisos, avellanos…y
todo un olvidado muestrario de especies ya casi extrañas en su propia casa, les
pidió las semillas, asegurándoles que era el enviado de la tierra para conseguir
que éstas fructificasen.
Y los árboles, cansados de esparcir su
simiente entre terrenos baldíos por el cemento y la contaminación, y de observar
que ninguno de las semillas germinadas llegaba a
crecer y desarrollarse, cedieron todos de buen grado el fruto que se les pedía.
Bueno, todos no, la encina marítima que
desde siempre ha sido cicatera y desconfiada –dicen que por eso consigue
sobrevivir entre las rocas más peladas y los suelos más pobres- se hizo de
rogar e hicieron falta los buenos oficios del resto de los árboles para
convencerla.
Sin embargo, una vez vencida ésta dificultad
no hubo árbol, matorral o arbusto, por humilde que fuera, que no estuviera
dispuesto a ayudarle. Recorrió los campos y los montes buscando las semillas de
todos los representantes de la flora antigua. Una vez que las tuvo en su poder,
-y esto no fue labor de un día- fue buscando los lugares más a propósito para
realizar su tarea. Con ayuda de los recuerdos supo cuál era la especie que
había predominado en cada campo, en cada monte y en cada barranco; las
preferencias de los pájaros y del resto de los animales también fueron tenidas
en cuenta; al fin y al cabo eran los que debían habitarlos y vivir de ellos.
Ayudado por el viento y el agua, rogando a los animales que respetaran aquellas
semillas, última esperanza de vida, de
las que dependía su futura supervivencia, Basajaun recorrió todos los rincones
de aquella tierra, su casa.
Así, los árboles comenzaron a brotar de
nuevo. Impulsados por la tierra, que ante aquella que consideraba su postrera
oportunidad había cobrado un vigor ya desconocido, surgían de entre el cemento
y el asfalto, invadían los prados y los cultivos, abrían muros y se enroscaban
en las verjas y cercados. Sus límites los marcaba la marea, porque hasta en lo alto de los roquedos más
pelados, los líquenes estaban ya preparando el terreno para la posterior
colonización arbórea. La sombra de las hojas retenía la humedad del suelo
durante el verano y la fuerza de sus raíces impedía que la tierra se disgregara
y desapareciera arrastrada por las aguas del invierno. En sus ramas comenzaron
a anidar de nuevo los pájaros, y la noticia de aquellas manchas de verdor,
acogedoras y tranquilas, se difundió rápidamente entre las aves viajeras que
precisan lugares de descanso.
Por los montes más altos, descendiendo hacia
las suaves colinas y los valles, vestido de andrajos y con su saco al hombro,
Basajaun continuaba con el trabajo comenzado. Por donde pasaba, como si se
tratara de un milagro, la vida volvía a
surgir con todo su color. El gris oscuro del asfalto y el olor desagradable de
la contaminación retrocedían a su paso; al río llegaba cada vez un mayor
volumen de agua limpia y las antiguas fuentes, cegadas, olvidadas, secas o
perdidas, brotaban de nuevo, llenando los bosques de rumores.
Los cambios eran al principio tan sutiles que
los hombres no se dieron cuenta de lo que sucedía. Pero cuando el viento agitó
las ramas de los árboles, el movimiento les llamó la atención. Y se
sorprendieron. También notaron que ríos y arroyos llevaban más agua y que
estaba limpia, y que, aunque todo esto no lo percibieron de una vez, se
alegraban de lo que veían y eran más felices. Pensaron que todo se debía a sus
acertadas políticas de medio ambiente, de las que se llenaban la boca con
asiduidad. El Gobierno envió a los máximos representantes de esta importante,
pero desfavorecida, área gubernamental, para que certificaran el éxito
obtenido.
Tan sólo unos niños, que habían visto a
Basajaun con el saco al hombro, plantando simientes, sabían la verdad de lo sucedido.
Pero a los niños, al igual que a los viejos, nadie les hace mucho caso.
Los funcionarios, muy engolados por la
situación, propusieron al Gobierno la creación de un espacio natural que
protegiera aquella experiencia “única en el país”. Y así fue, ya no se pudieron
cortar más árboles, ni ensuciar las fuentes, ni verter en los ríos, ni
urbanizar los bosques. Todo lo contrario, los hombres se encargaban ahora de
defender lo que hasta aquel momento no
habían protegido ni querido.
Basajaun estaba muy contento por el éxito
obtenido y por la mejoría de su madre, la tierra, que estaba curándose. No
había más que ver la lozanía de las flores que adornaban su cabello, que ennegrecía por momentos.
Con la espesura llegaron sus habitantes; en extensas
áreas, antes peladas o llenas de basura y escombros, comenzó a oírse el suave
rumor de las patas del visón cuando se desliza entre la hojarasca, el seco
ladrido nocturno de los zorros, la alegre cháchara de las ardillas en lo alto
de los árboles; la vida volvía a bullir con esperanza.
Los hombres estaban entusiasmados y se decían
¡Qué grandes somos, hemos vuelto a crear el bosque atlántico. Ellos no sabían
la verdad y por tanto tampoco puede acusárseles de aprovecharse de los éxitos
ajenos; y a Basajaun no le importaba la
confusión; él era más pragmático y tan sólo le interesaban los resultados.
Algo que si les agradeció es que rescataran
del olvido, en aquel conocido calvero, las arcaicas piedras con que otros
hombres construyeron un ara, como muestra de respeto hacia el espíritu del
bosque. Las habían encontrado caídas y semienterradas por los siglos y, como
gran hallazgo –dolmen fue la palabra que Basajaun escuchó que lo llamaban- las
colocaron en el mismo sitio en que
siempre estuvieron. Además la fuente había vuelto a brotar y los animales ya la
frecuentaban.
Sin embargo, la mayor recompensa para
Basajaun, después de ver el bosque como lo recordaba, fue comprobar que los hombres volvían a
integrase en el paisaje del que una vez formaron parte; que los niños jugaban
de nuevo bajo los árboles y que sus padres les enseñaban a respetar todo
aquello que vivía.
Su madre, la tierra, se permitió bajar un día
desde su lejano refugio con Basajaun, y
saludar al mar desde ese escarpado promontorio que se interna entre las olas.
Ves, - le dijo- los hombres no son malos,
pero a veces necesitan que se les muestre el camino. Ellos no saben nada aún,
son unos recién llegados; pero hay que confiar en que aprendan y que un día nos
protejan.
Pero aquello era sólo el principio, aún
quedaba mucho por hacer y Basajaun, con el saco lleno de semillas, continuó su
recorrido por montes y valles, acompañado por el viento, el agua y una pizca de
confianza en los hombres.
A veces es posible verle en las noches de
luna llena, recortándose contra el horizonte, como un viejo de espalda encorvada
y piernas renqueantes, que recorre los caminos con un pesado saco a la espalda.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Septiembre de 2012