sábado, 8 de septiembre de 2012

El espíritu del bosque (cuento ecologista)


Basajaun es hijo de la tierra; de la tierra y del mar.  Fue concebido en una noche de tormenta, cuando la blanca espuma que adorna las olas cantábricas inundó el estuario del río y llegó, con su furia incontenible, hasta las copas de los árboles que bordean las marismas.

Desde entonces se acostumbró a vivir en aquella mezcla de agua y de tierra. Allí los brazos del río forman islas, que cambian con las estaciones y las mareas, y acarician las orillas fangosas, repletas de vida. Los carrizos le susurraban palabras amables cuando el viento los movía; las gaviotas le saludaban todas las mañanas con un estridente guirigay que le llegaba desde lo alto, y los limícolas, que eran muy madrugadores, le sonreían chapoteando entre los aguazales.

Río arriba el agua se vuelve dulce, abandona su tono azul oscuro para vestirse de esmeralda y los árboles crecen con profusión. La floresta se hace impenetrable y las suaves colinas de tierra negra, blanda y húmeda, cubiertas de bosques, se empinan hacia el cielo, dejando asomar rocas ásperas y desnudas, que producen una cierta sensación de desolación.

Por eso Basajaun prefiere vivir cerca del mar, donde la niebla sabe a sal y el agua y la humedad lo invaden todo. En ese pequeño universo no existe nadie como él; es amigo de todo lo que le rodea y animales y plantas le conocen y hablan. Siempre ha sido así, desde que Basajaun lo recuerda, y lo ve como algo natural. Su paisaje, como su vida, es el estuario; con los arenales que descubre la bajamar; con las gaviotas jugando al viento; con las bandadas de peces que llegan todos los años desde la mar y remontan la corriente, para desovar en los pequeños arroyos; con amplias marismas y fértiles tierras bajas,  en las que los animales encuentran comida y protección.

Un día que se había acercado al lugar donde los arenales forman un vado con la bajamar, y que aprovechan  ciervos y gamos para pasar al otro lado del río, contempló a unos seres extraños y que hasta entonces no había visto jamás. Venían muchos juntos, en pequeños grupos desde el lejano norte, huyendo del hambre, de las tempestades y del frío. Protegidas por pieles de animales, parecían unas criaturas débiles e indefensas que despertaron su interés y compasión.

Cuando contemplaron el estuario que se abría ante sus ojos estaban exhaustos. Muchos habían muerto por el camino; entre los supervivientes se marcaba el sufrimiento en las caras y la mayoría de las mujeres, demacradas por el hambre y el esfuerzo, lloraban la muerte de sus hijos.

El maridaje de la tierra y el mar, enlazados por el río y sus pequeños afluentes, les pareció el paraíso; mucho mejor que cualquier otro lugar que hubieran imaginado encontrar. Pequeñas colinas cubiertas de bosques sobresalían aquí y allá; la temperatura, a pesar de la fina lluvia que caía, era suave, y la caza y la pesca parecían abundantes. Los campos, llenos de vegetación, prometían frutos de todo tipo.

No lo pensaron más, y se dirigieron hacia un promontorio rocoso situado en la desembocadura del río. Cuando llegaba la pleamar el agua lo rodeaba casi en su totalidad, y los altos peñascos que lo formaban garantizaban una fácil defensa contra hombres o fieras.

Los primeros llegados prepararon el asentamiento para los que venían siguiendo su mismo camino, y  que fueron apareciendo a lo largo de aquel año.

Basajaun los fue viendo conforme llegaban y rogó a sus progenitores, la tierra y el mar, para que fueran generosos con los visitantes, pues éstos necesitaban reponerse de las fatigas pasadas. Y en un periodo de tiempo que no sabría definir, pues para él esa medida no existe, los hombres se hicieron numerosos en aquella tierra, y queriéndola como propia pasaron a formar parte de su paisaje.

Al principio, Basajaun, que es muy tímido, no se dejaba ver; pero los observaba de forma constante. Los espiaba desde detrás de los añosos árboles del bosque, confundido con sus musgosas corteza; o tras los juncales del río, cuando los hombres pescaban y las mujeres recogían huevos entre los carrizos del humedal; oculto entre los matorrales escuchó sus conversaciones y supo de sus pequeños problemas e inquietudes. Aprendió el porqué de mucho de lo que hacían. Veía cómo trabajaban y obtenían de la tierra y el mar, -merced, quizá, a aquella primitiva petición que Basajaun hiciera a sus progenitores- todo lo que necesitaban para vivir. Pescaban numerosos peces en la bahía y en los regatos; recolectaban moluscos y crustáceos en los bajíos del estuario; y la tierra, fértil y generosa, jamás dejó de darles sus frutos. Pero también cazaban animales, lo que no le agradaba lo más mínimo, pues eran sus amigos desde antaño, desde mucho antes de que llegaran estos nuevos habitantes.

Basajaun contemplaba todo con el asombro del niño que ve algo por primera vez; y éste asombro no tuvo límites cuando los vio navegar, subidos en árboles, por la bahía; invadían así unos territorios que siempre estuvieron vedados a los animales de tierra. Y se preguntaba ¿quién habría enseñado todo aquello a los hombres?

Basajaun es un espíritu libre, un ser sin límites ni formas. No tiene ninguna imagen ni apariencia definidas. Por eso puede adoptar cualquier aspecto; puede ser un ciervo, un lobo, un salmón o un roble, una gaviota o un jabalí. Pero también puede adoptar la forma y fuerza del viento o del agua y mezclarse con estos elementos para pasar inadvertido.

Sin embargo, su presencia es percibida por todos los animales, que le conocen desde siempre. Y también por  los hombres,  que aunque no le ven,  inconscientemente se  les eriza el pelo de la nuca cuando Basajaun está cerca. Pero el hombre desconoce el motivo de ese escalofrío que recorre su cuerpo. Como agua se confunde en los arroyos, jugando con los peces; como viento agita las ramas de los árboles susurrando a los pájaros, y enreda luego el cabello de las mujeres para contemplar después cómo se peinan. Basajaun también forma parte de ésta tierra.

Al principio, y pasada la novedad inicial, le desagradó un poco que fueran apareciendo tantos humanos por allí, alterando la paz en la que hasta entonces había vivido. Pero la curiosidad pudo más que el sentimiento reivindicativo de la soledad perdida; y de la curiosidad al conocimiento, y de éste al cariño, no existe mucha distancia. Y les tomó cariño, porque aunque los hombres necesitaban pescar, cazar y herir la tierra para obtener sus frutos, siempre lo hicieron de una manera respetuosa. Únicamente tomaban lo que necesitaban y trataban al resto de los seres como a hermanos menores.

El tiempo pasó para los hombres, sus vestidos,  costumbres  y necesidades  fueron cambiando. Pero en lo esencial se parecían mucho a los primeros que llegaron,  cuando el hielo y la nieve cubrían  los montes y llanuras del norte,  haciendo la vida casi imposible.

Basajaun continuaba observando lo que hacían, y siempre le sorprendían con conocimientos nuevos. Unas veces se vestía de árbol  –las hayas retorcidas y cubiertas de musgo eran sus preferidas-, otras era una pequeña ardilla de ojos brillantes y mirada inquieta, que espiaba desde las ramas más altas; pero, poco a poco, fue adquiriendo la costumbre de vestirse como uno de aquellos seres, o por lo menos como se vestían cuando llegaron a aquellas tierras. Alto, cubierto de pieles y con sus largos cabellos oscuros sueltos al viento,  se escondía en lo más frondoso de las selvas que hendía el río; desde allí bajaba, por escondidas veredas tapizadas de hojarasca, hasta las verdes colinas herbosas en las que los hombres edificaban sus viviendas. Otras veces remontaba pequeños torrentes y acechaba sus movimientos desde las cumbres cercanas que dominan el estuario. Pero su lugar favorito para observar era una pequeña lengua de tierra rocosa, llena de higueras, que se internaba en el mar y jugaba con las olas.

En algunas ocasiones los hombres le vieron –Basajaun dejó que lo hicieran- y se asombró de sus muecas de miedo, de sus gritos y  de sus carreras huyendo despavoridos. Pasado un tiempo comenzó a encontrar, sobre una gran piedra plana sostenida por otras a modo de altar, en un calvero del bosque en el que brotaba una fuente, determinadas ofrendas para él. Unas veces eran alimentos, otras flores o extraños objetos.  De vez en cuando, y esto no le gustó nada, animales sacrificados. Procuró dar a entender a los humanos lo que le agradaba y lo que no. Así, despreció la comida –Basajaun no necesita alimentarse- se adornó con las flores y se llevó los objetos. Jamás tocó ningún animal muerto. Los hombres comprendieron y nunca volvieron a aparecer ni ovejas, ni cabritos, ni terneros ni aves sacrificadas sobre aquellas piedras.

A Basajaun le gustaba oír lo que contaban los humanos, –comprende todos los lenguajes de hombres y animales- sobre todo cuando hablaban de él. Gustaba de acercarse a sus casas, iluminadas por el fuego en las largas noches de invierno, y escuchar los cuentos y consejas que las mujeres viejas, arrugadas, casi sin dientes,  y  siempre muy cerca del calor del hogar,  contaban a unos niños boquiabiertos y asustados. Y aunque no le complacía que los niños le tuvieran miedo -jamás asustó a ninguno de ellos, todo lo contrario, les ayudaba y guiaba, sin que ellos se dieran cuenta, cuando les encontraba perdidos en el bosque- se sintió halagado al saberse célebre y respetado.

Aquel fue un tiempo feliz para Basajaun y también para los hombres que vivían  a lo largo del río y en su desembocadura, disfrutando del amor continuo entre el mar y la tierra.

El calvero del bosque, con  su fuente cristalina y la primitiva ara, en la que se ofrecían presentes para el espíritu del bosque, como le llamaban los hombres,  continuaba siendo frecuentado por los necesitados, o por aquellos que deseaban demostrar su agradecimiento por lo recibido.

Un día, unos visitantes venidos por mar desde lejanos países, edificaron otro altar, algo alejado de su calvero, en uno de sus lugares preferidos, allí donde la tierra quiere prolongarse en el mar y el viento azota sin reposo levantando grandes olas. Adoraban a una diosa extranjera, muy hermosa, de abundante pelo negro, con su cuerpo perfecto ceñido por un suave manto blanco y de nariz aristocrática y altiva; Basajaun habló con ella muchas veces, se llamaba Venus y bajo la advocación de Atlántica permaneció allí durante un tiempo.

Fue ella la que le enseñó que existían otras tierras y otros ríos distintos a los que él conocía; que los hombres adoraban diferentes dioses en cada lugar. Y que tan sólo ella y su amplia familia eran conocidos entre todos los pueblos. Que él, Basajaun, era una pequeña deidad local, casi sin importancia, y desconocida lejos de aquel río y aquellas tierras.

 Basajaun sintió curiosidad por todo lo que le decía y ni tan siquiera experimentó resquemor alguno cuando Venus le habló de su propia insignificancia. Era una diosa casi omnipotente, conocida entre cientos de pueblos extraños; sus santuarios, espaciosos y construidos en una preciosa piedra blanca –mármol, le dijo que se llamaba- se alzaban desde el profundo y civilizado oriente, hasta el oeste, donde acaban las tierras conocidas; e incluso los hiperbóreos, a los que casi nadie conoce y viven tal al norte que tienen días que no acaban nunca, habían oído de su poder e influencia. Su sabiduría, comparable tan sólo a su belleza, confió muchas cosas a Basajaun y éste, cuando llegó el momento, sintió de veras su marcha.

-          Los hombres se olvidan de mí, -le dijo, mientras las lágrimas resbalaban por sus marfileñas mejillas- mis santuarios se desmoronan; ya no hay sacrificios en sus altares y mi nombre se borra de los labios de mis sacerdotes muertos. Del oriente ha llegado un nuevo y excluyente dios que quiere reinar él solo en el corazón de los hombres. Mi familia, antes poderosa y magnífica, reposa ya, tal vez para siempre, en ese horrible y frío panteón donde moran los dioses olvidados, sin ofrendas, sin plegarias, sin luz, ignorados por todos los seres vivos, y hambrientos de sacrificios. Prepárate tú también, -terminó diciéndole- pues sus sacerdotes no respetan a nadie y también te llegará el final.

Tras su marcha, Basajaun quedó un poco triste, pues echaba de menos su conversación, inteligente y amena, aunque no exenta de una cierta pedantería; su calvero siguió recibiendo la visita temerosa, fugaz a veces, de los hombres del río. Siempre con deseos sencillos, llenos de paz y fecundidad, de abundancia y prosperidad. Basajaun procuró complacer a todos los que se acercaban a aquel santuario agreste y recoleto, con el corazón puro y la mirada humilde.

Un día Basajaun se dio cuenta de que algunas cosas estaban cambiando en su pequeño mundo; sobre las piedras del calvero, perdidas ya entre la maleza,  dejaron de aparecer ofrendas;  en la fuente, de aguas ahora turbias y malolientes, ya no bebían los animales, o tal vez es que ya no los había; y el bosque arcaico, de robles, hayas y encinas marítimas, había desaparecido, siendo sustituido por unos árboles desconocidos, antipáticos, siempre verdes y tristes, que absorbían toda la humedad en verano y no dejaban pasar el tenue sol del invierno. En su presencia tan sólo crecían unos ralos matorrales, enmarañados por las zarzas y refugio de basura e inmundicia.

A su alrededor todo se hundía en la misma miseria; ya no había árboles añosos tras los que esconderse y jugar; el hombre los había cortado casi todos; la espesura arrasada por los incendios ya no existía; en su lugar solo había eriales pelados y cemento gris y frío.

Tampoco oía ya su nombre cuando se acercaba a las cabañas de los hombres por la noche; además estos apenas hablaban ya, ni las abuelas contaban cuentos a los niños. Tan sólo escuchaban  extrañas voces que salían de pequeñas cajas negras iluminadas y que parecían estar siempre encendidas

Basajaun comenzó a percibir que los hombres ya no eran felices y que hacían daño a su madre, la tierra; que cortaban los árboles  por capricho o negocio, sin importarles sus sentimientos; que ensuciaban las fuentes y los ríos con inmundicias malolientes;  que el mar tampoco se veía libre de sus basuras y desperdicios, con miles de bolsas de plástico flotando en sus aguas. Y que de ésta forma mataban toda la vida del mar y de la tierra, que desaparecía sin hacer ruido. Además, el aire olía terriblemente mal y ya apenas llovía o nevaba.

Fue viendo como aquellos humanos arrasaban, despacio pero inexorablemente, con todo lo que él quería y en donde había vivido desde siempre. Pero como era pacífico y nunca había sabido hacer daño a nada ni a nadie, sino tan sólo jugar y reír, les dejó hacer.

Y ahora piensa que fue una equivocación. Que desde el  primer momento en que se dio cuenta que los humanos habían cambiado,  que habían perdido el corazón y los sentimientos, que mataban sin razón  y que en el final sólo se vislumbraba la infelicidad para todos, incluida la de ellos mismos, debía haber hecho algo; tal vez impulsar los vientos y las aguas para limpiar la suciedad y acabar con todo lo malo. Pero les había dejado hacer.

Los bosques primigenios en los que tanto jugó; los ríos en los que se sumergía para perseguir a los peces; las fuentes cuya voz, alegre y musical, recordaba con melancolía…todo pronto fue una triste añoranza, y no quedó apenas nada que le mostrara cómo era aquella tierra antes de la llegada de los hombres. Tan sólo en las altas cumbres, en los roquedos agrestes y pelados, en lo más profundo de las gargantas excavadas por el río cerca de su nacimiento, Basajaun podía escuchar los sonidos antiguos y percibir las frescas fragancias de otros tiempos ya casi olvidados. Cada momento que pasaba hacía todo más difícil. Sus amigos, los animales, desaparecían, muertos por las acciones del hombre, que ahora ya no respetaba nada,  ni tan siquiera su derecho inalienable a compartir la tierra y el agua en libertad. Y los que aún sobrevivían, escondidos y nocturnos, estaban sucios y enfermos;  todo se desvanecía sin remisión.

Un día en que Basajaun había salido, como muchas otras veces, de uno de los raros lugares en que podía seguir escondiéndose en soledad, divisó un grupo de humanos que subía,  con gran algarabía y bultos a la espalda, por entre las rocas. Surgiendo desde el interior de un espeso matorral, Basajaun se presentó de improviso, dando un salto, pensando que así volvería a ser conocido y nombrado en sus cuentos e historias. Además, ahuyentándoles,  les impediría ensuciar uno de sus ya escasos escondites, un  bosque umbrío,  lleno de hongos y de musgo, con hayas frondosas, retorcidas, y cuyas raíces penetraban entre las ruinas de un viejo palacio ya derruido, al pie del macizo granítico que domina los últimos meandros del río. Un hombre lo construyó hacía ya tiempo; un inglés – decían los hombres- que compartió con Basajaun su gusto por lo apartado y selvático.

Pero nada sucedió como preveía  y deseaba; no gritaron de miedo, ni huyeron a la carrera, sino que con gran bullicio  y esgrimiendo unos  extraños cristales negros que sacaron de sus bolsas, se dirigieron hacia él haciendo clic-clic, sin parar. Parecía, por las risas, que se alegraban de verle. Aunque algo lentamente por la sorpresa, y acompañándose de un alarido, Basajaun reaccionó saltando de nuevo al matorral y ocultándose entre las raíces. Desde aquel día se escondía en una profunda sima, deprimido y pensando  si no se estaría mejor en aquel panteón aburrido y frío del que le hablara su amiga, la Venus Atlántica, que en este mundo nauseabundo y sin vida, con unos humanos que ya no respetaban ni a los espíritus del bosque.

Rebuscando entre su amplia memoria pudo ver todo lo sucedido desde aquel lejano día en que viera aparecer  a los padres primeros de estos hombres del clic-clic; cuando llegaron por el vado del río, bajo la lluvia, ateridos de frío y hambrientos; con algunas crías moribundas entre sus brazos, y poco más que unos escasos bultos con pieles y enseres. Enseguida encontró la respuesta a sus preguntas; aquellos  primeros hombres fueron respetuosos con la tierra y el agua, con los animales y las plantas, porque también aquellos hombres eran parte de aquel paisaje.  Y sabían que morirían si su entorno sufría algún daño irreparable. Parecía increíble que aquellos hombres antiguos fueran tan sabios y los actuales tan ignorantes.

Estos hombres de ahora –se decía Basajaun- han perdido todo el respeto por los elementos que les dan la vida; no les importan nada ni los bosques  ni los animales que viven en ellos, y están matando los ríos y mares inundándolos de porquerías. Tal vez es que ya no recuerdan la belleza de los bosques salvajes, de las aguas libres y limpias, del suave rumor del silencio…

Aquellos pensamientos le dieron una idea y decidió que los árboles deberían volver a crecer en los antiguos bosques,  y que así las aguas se limpiarían y los animales volverían a ser felices y poblar de nuevo aquellos valles, marismas y montañas. Su madre, la tierra, le ayudaría a conseguirlo, tenía que ir a buscarla.

Con esta idea emprendió un largo viaje, vestido de agua, remontando el río que había sido su vida. Conocía perfectamente el camino que debía seguir para llegar hasta su madre.

Se mezcló con el agua salobre del estuario, donde el río desaparece en el mar y contempló, con unos ojos que eran lágrimas, el sobrecogedor desastre que había convertido unas aguas repletas de vida en un solitario cementerio acuático, turbio, maloliente y vacío.

Atravesó por la luz de los puentes, ¡cada vez había más y más feos! Y, por si fuera poco, acababa de oír que querían hacer un túnel bajo el río. Como si no bastara a los hombres  haber impedido las caricias del río a la tierra, al colocar unos sucios bloques de cemento para canalizar sus orillas.

Un poco más arriba, donde ya el agua no dejaba el regusto a la sal en sus labios, tuvo que salvar unos muros puestos, ¡cómo no!  por el hombre; y en una ocasión estuvo a punto de perderse debido a los líquidos corrosivos  que vertía al río un tubo de cemento.

Conforme remontaba la corriente las aguas se mostraban más limpias, y los sabores y olores, casi agradables, le resultaban familiares. Sorguin Erreka le recordó, con sus aguas cristalinas y ligeramente calizas, aquellos hombres rudos y trabajadores que instalaron allí un pequeño campamento, y que durante muchas generaciones no faltaron jamás a la cita con los salmones, para vivir de ellos durante los largos inviernos. Se sobresaltó al pensarlo, pues no recordaba haber visto ningún salmón en todo su recorrido; tal vez habían muerto ya todos o eran incapaces de encontrar un río cuyo olor no conocían.

Era aquel un viaje iniciático, a las fuentes de la memoria perdida en nebulosas milenarias. La forma de cada piedra, el sabor de los regatos y fuentes que llegaban hasta el río, cada ribazo… todo tenía su historia y estaba en sus recuerdos. Recuerdos asociados, por lo general, a la presencia humana y que ahora le asaltaban en un continuo revivir de imágenes casi olvidadas.

El valle del Baztán, con sus casas blasonadas, le  confirmó que estaba llegando al término de su viaje. El agua, más fría y casi transparente, estaba perdiendo el sosiego y la tranquilidad de la madurez. Pronto el río se hizo niño, revoltoso y riente, perdió profundidad, ganó pureza, y poco antes de llegar a los picos de Auza y Lisette, donde el agua brota de la piedra en torrente purificador, siguió el curso de un regatillo, poco más que un hilo de plata, que desde la margen izquierda trepaba hacia unas peñas.

Continuó su camino por escondidos senderos bordeados de helechos; la vegetación era allí exuberante; hayas y robles disputaban con castaños y nogales para alcanzar los rayos del sol; los líquenes colgaban de las ramas de algunos árboles como jirones de ropa desgarrada y el rumor del agua lo inundaba todo. El musgo y las hojas muertas alfombraban el suelo sin que sobresaliera ni una piedra. Las ramas caídas eran disgregadas por la humedad y los insectos.

La tierra había construido allí su mejor palacio, tal vez el último que le quedaba.

En una profunda sima, alfombrada de musgosas piedras,  Basajaun encontró a su madre, la tierra. Había envejecido mucho, sus cabellos, profundamente negros en la juventud, habían encanecido hasta la blancura; las flores y frutos que los adornaban estaban secos o habían desaparecido ajados por el tiempo; todo daba imagen de decrepitud.

Le refirió con detalle lo que había visto y oído; el llanto de las aguas, la muerte de los árboles, la tristeza de los animales condenados a la desaparición; y sobre todo se quejó de la falta de respeto de los hombres, de su ignorancia respecto a las cosas que son importantes para la vida. Tal vez –terminó diciendo- la solución para que las aguas vuelvan a estar limpias y los animales sobrevivan, sea la de conseguir que los árboles llenen de nuevo campos y montes.

Su madre, la tierra, asintió explicándole que los árboles fueron siempre la fuente de la vida y que sin ellos el mundo nunca podrá recuperarse y sí empeorar. Pero también le dijo que ella ya no podía hacer nada, que estaba demasiado sucia, tan  herida y envejecida… Enferma y sin  fuerzas no podía recoger las semillas de los árboles para hacerlas brotar, ni impulsar los retoños  a lo alto, ni limpiar los torrentes y los ríos. Esa labor tendría que comenzarla Basajaun, aunque podría contar con su experiencia y su ayuda, una vez que comenzara a sentirse  mejor.

La vuelta por el río fue mucho más sencilla y rápida; tan sólo tuvo que dejarse llevar por la corriente, sin entretenerse con la charla de los tranquilos remansos de ojos azules que, enterados por los chismosos saltos de agua de los propósitos de Basajaun, no hacían más que preguntarle por los detalles de su empresa.

El musgoso convento de Arizkun y la ensangrentada torre de los Ursúa apenas merecieron una mirada distraída. Basajaun, preocupado por el estado en que había encontrado a su madre, la tierra, estaba decidido a actuar con premura. Pero necesitaba un plan.

Apenas había éste comenzado a perfilarse, cuando el sabor salino del agua le reveló que estaba llegando a su destino. Se despidió del río, que le animó en sus propósitos, poco antes de la isla famosa por sus casamientos, frente a las ruinas del viejo castillo alrededor del cual habían muerto tantos hombres. Subió hacia las cimas por desiertas sendas abiertas entre la espesura y que ahora, despejados los bosques protectores, sufrían las inclemencias de los elementos. Desde el alto collado, que da paso a los valles del interior, contempló todo el estuario y le sobrecogió el trabajo que debería realizar. Decidió comenzar por las alturas, para descender luego a los valles y repoblar las riberas.  Pero primero necesitaba las semillas.

Simulando ser un hombre viejo y achacoso para no despertar la curiosidad –hacía tiempo que había descubierto que entre los hombres son los ancianos los más ignorados- comenzó a recorrer las antiguas veredas, flanqueando las cuales aún se veían los árboles conocidos de antiguo. A ellos, a los robles, hayas, nogales, castaños, sauces, alisos, avellanos…y todo un olvidado muestrario de especies ya casi extrañas en su propia casa, les pidió las semillas, asegurándoles que era el enviado de la tierra para conseguir que éstas fructificasen.

Y los árboles, cansados de esparcir su simiente entre terrenos baldíos por el cemento y la contaminación, y de observar que ninguno de las semillas germinadas llegaba a crecer y desarrollarse, cedieron todos de buen grado el fruto que se les pedía. Bueno, todos no,  la encina marítima que desde siempre ha sido cicatera y desconfiada –dicen que por eso consigue sobrevivir entre las rocas más peladas y los suelos más pobres- se hizo de rogar e hicieron falta los buenos oficios del resto de los árboles para convencerla.

Sin embargo, una vez vencida ésta dificultad no hubo árbol, matorral o arbusto, por humilde que fuera, que no estuviera dispuesto a ayudarle. Recorrió los campos y los montes buscando las semillas de todos los representantes de la flora antigua. Una vez que las tuvo en su poder, -y esto no fue labor de un día- fue buscando los lugares más a propósito para realizar su tarea. Con ayuda de los recuerdos supo cuál era la especie que había predominado en cada campo, en cada monte y en cada barranco; las preferencias de los pájaros y del resto de los animales también fueron tenidas en cuenta; al fin y al cabo eran los que debían habitarlos y vivir de ellos. Ayudado por el viento y el agua, rogando a los animales que respetaran aquellas semillas, última esperanza de vida,  de las que dependía su futura supervivencia, Basajaun recorrió todos los rincones de aquella tierra, su casa.

Así, los árboles comenzaron a brotar de nuevo. Impulsados por la tierra, que ante aquella que consideraba su postrera oportunidad había cobrado un vigor ya desconocido, surgían de entre el cemento y el asfalto, invadían los prados y los cultivos, abrían muros y se enroscaban en las verjas y cercados. Sus límites los marcaba la marea,  porque hasta en lo alto de los roquedos más pelados, los líquenes estaban ya preparando el terreno para la posterior colonización arbórea. La sombra de las hojas retenía la humedad del suelo durante el verano y la fuerza de sus raíces impedía que la tierra se disgregara y desapareciera arrastrada por las aguas del invierno. En sus ramas comenzaron a anidar de nuevo los pájaros, y la noticia de aquellas manchas de verdor, acogedoras y tranquilas, se difundió rápidamente entre las aves viajeras que precisan lugares de descanso.

Por los montes más altos, descendiendo hacia las suaves colinas y los valles, vestido de andrajos y con su saco al hombro, Basajaun continuaba con el trabajo comenzado. Por donde pasaba, como si se tratara de un milagro,  la vida volvía a surgir con todo su color. El gris oscuro del asfalto y el olor desagradable de la contaminación retrocedían a su paso; al río llegaba cada vez un mayor volumen de agua limpia y las antiguas fuentes, cegadas, olvidadas, secas o perdidas, brotaban de nuevo, llenando los bosques de rumores.

Los cambios eran al principio tan sutiles que los hombres no se dieron cuenta de lo que sucedía. Pero cuando el viento agitó las ramas de los árboles, el movimiento les llamó la atención. Y se sorprendieron. También notaron que ríos y arroyos llevaban más agua y que estaba limpia, y que, aunque todo esto no lo percibieron de una vez, se alegraban de lo que veían y eran más felices. Pensaron que todo se debía a sus acertadas políticas de medio ambiente, de las que se llenaban la boca con asiduidad. El Gobierno envió a los máximos representantes de esta importante, pero desfavorecida, área gubernamental, para que certificaran el éxito obtenido.

Tan sólo unos niños, que habían visto a Basajaun con el saco al hombro, plantando simientes, sabían la verdad de lo sucedido. Pero a los niños, al igual que a los viejos, nadie les hace mucho caso.

Los funcionarios, muy engolados por la situación, propusieron al Gobierno la creación de un espacio natural que protegiera aquella experiencia “única en el país”. Y así fue, ya no se pudieron cortar más árboles, ni ensuciar las fuentes, ni verter en los ríos, ni urbanizar los bosques. Todo lo contrario, los hombres se encargaban ahora de defender  lo que hasta aquel momento no habían protegido ni querido.

Basajaun estaba muy contento por el éxito obtenido y por la mejoría de su madre, la tierra, que estaba curándose. No había más que ver la lozanía de las flores  que adornaban  su cabello, que ennegrecía por momentos.

Con la espesura llegaron sus habitantes; en extensas áreas, antes peladas o llenas de basura y escombros, comenzó a oírse el suave rumor de las patas del visón cuando se desliza entre la hojarasca, el seco ladrido nocturno de los zorros, la alegre cháchara de las ardillas en lo alto de los árboles; la vida volvía a bullir con esperanza.

Los hombres estaban entusiasmados y se decían ¡Qué grandes somos, hemos vuelto a crear el bosque atlántico. Ellos no sabían la verdad y por tanto tampoco puede acusárseles de aprovecharse de los éxitos ajenos; y a Basajaun  no le importaba la confusión; él era más pragmático y tan sólo le interesaban los resultados.

Algo que si les agradeció es que rescataran del olvido, en aquel conocido calvero, las arcaicas piedras con que otros hombres construyeron un ara, como muestra de respeto hacia el espíritu del bosque. Las habían encontrado caídas y semienterradas por los siglos y, como gran hallazgo –dolmen fue la palabra que Basajaun escuchó que lo llamaban- las colocaron en el mismo sitio  en que siempre estuvieron. Además la fuente había vuelto a brotar y los animales ya la frecuentaban.

Sin embargo, la mayor recompensa para Basajaun, después de ver el bosque como lo recordaba,  fue comprobar que los hombres volvían a integrase en el paisaje del que una vez formaron parte; que los niños jugaban de nuevo bajo los árboles y que sus padres les enseñaban a respetar todo aquello que vivía.

Su madre, la tierra, se permitió bajar un día desde su lejano refugio con Basajaun,  y saludar al mar desde ese escarpado promontorio que se interna entre las olas.

Ves, - le dijo- los hombres no son malos, pero a veces necesitan que se les muestre el camino. Ellos no saben nada aún, son unos recién llegados; pero hay que confiar en que aprendan y que un día nos protejan.

Pero aquello era sólo el principio, aún quedaba mucho por hacer y Basajaun, con el saco lleno de semillas, continuó su recorrido por montes y valles, acompañado por el viento, el agua y una pizca de confianza en los hombres.

A veces es posible verle en las noches de luna llena, recortándose contra el horizonte, como un viejo de espalda encorvada y piernas renqueantes, que recorre los caminos con un pesado saco a la espalda.


Eduardo Lizarraga

Hondarribia, Septiembre de 2012