sábado, 14 de febrero de 2015

Una tumba más allá del mar

El anciano sube jadeante, pero con decisión, las últimas rocas que coronan el acantilado. Un poco más allá el mar bate con fuerza la costa y, a través de la espuma marina, se vislumbra una abrupta isleta que, adornada con algunos matorrales en su parte más alta, se enfrenta al océano. Al poco, con un último esfuerzo, alcanza una trillada senda bordeada de helechos que, desde el enmarañado bosque de encinas marítimas, se dirige hacia el ya cercano promontorio.

El hombre es viejo, pero aún vigoroso; sus manos nudosas empuñan con fuerza un grueso cayado con el que se ayuda para caminar; la larga melena de pelo blanco, con gruesas crenchas a cada lado de la cabeza, se sujeta a la frente con una cinta de tela roja. Una amplia camisa de color obscuro, ceñida a la cintura por un grueso cordón de cuero trenzado, le envuelve el cuerpo; en las piernas, a la manera de los germanos, unos calzones de lana, y sobre los hombros, la lanuda piel de un cordero que, además de protegerle del frío viento del norte, le confiere un aire salvaje que no desentona con el entorno. Unas cómodas abarcas de cuero, le guardan los pies de la humedad del camino, empapado por la persistente lluvia de los días pasados.

Como acostumbra todos los días, desde hace muchos años, el viejo continúa por la vereda que lleva al promontorio, dejando atrás el santuario que, dedicado a la Venus Atlántica, construyeron los primeros romanos llegados a aquel extremo del mundo conocido. Aquel día estaba algo cansado y decidió no ir más lejos; se sentó en una piedra situada en la cima de la colina que desciende hacia la blanca espuma de los rompientes. Allí el viento, siempre fuerte y constante, crea una naturaleza pobre y atormentada, de formas extrañas, con árboles escasos y raquíticos, casi matorrales, que orientan sus ramas hacia el sur.

Durante el invierno el Cantábrico está tranquilo en muy raras ocasiones; su color verdegris en continuo movimiento, produce una placentera sensación de fuerza y de vida. La isla rocosa que defiende la entrada de la bahía, desgajada de tierra firme por
la fuerza de los elementos, y separada apenas por un brazo de mar en la marea baja, parece ir a desaparecer, de un momento a otro, bajo el embate de las furiosas olas que llegan desde mar abierto. Los cormoranes, hijos del viento y de la tempestad, juegan con el agua acariciándola con el extremo de sus alas negras y adornan su pecho con la blanca espuma de las olas.

Onetsi, así se llama el anciano, mira hacia el horizonte con atención; parece que quisiera atravesar el mar y contemplar lo que se esconde en la lejana orilla del septentrión. Sus profundos ojos azules, acuosos por la edad y el salitre, navegan sobre las olas y llegan todos los días, sin cansancio, hasta la remota tierra de Britania, que conoció en su ya lejana juventud.

Las rodillas le tiemblan un poco, -no debería haber subido por el acantilado, sino por el camino de la montaña, ya estoy viejo para esos peñascos- se reprende a sí mismo Onetsi. Pero reconoce que la oportunidad de ver a los pescadores, cuando arrastran las
redes desde la orilla, es muy  tentadora, incluso para sus ya débiles piernas. El centelleo de las escamas del pescado sobre la arena, sus diferentes tamaños, formas y colores, los gritos de ánimo cuando sirgan la red, y su alegría al recoger el producto de sus afanes, es un espectáculo siempre atractivo y del que nunca se cansa. Por eso, si al llegar desde Oiaso, la ciudad en la que vive, para tomar el camino que lleva al templo de Venus, contempla algún grupo de pescadores en la orilla tirando de la red, irremediablemente cambia de idea y atravesando la playa curiosea su trabajo con interés. Después, desde las rocas donde mueren las olas, trepa por el acantilado hasta el bosque.

Tras observar sus otrora fuertes piernas que adelgazan de año en año, Onetsi se fija en sus abarcas de piel, similares a las que llevara en su niñez y cambió; cuando apenas había crecido del todo, por unas sandalias, las caligae, que le dieron con el resto del equipo.

Tenía apenas diecinueve años cuando entró a formar parte de una cohorte romana, la" Cohors II Vasconum civium romanorum", que se estaba formando en Calagurris, una ciudad cercana a su Grachurris natal. Aquella cohorte, creada a instancias de Servio Sulpicio Galba, para, después de ser proclamado emperador por sus tropas, marchar sobre Roma y hacerse con el poder efectivo, significó una oportunidad para muchos vascones. Como su familia tenía la ciudadanía romana desde los tiempos de su abuelo Burtzi, que sirvió en la guardia personal que con vascones había formado Augusto, pudo entrar directamente en la legión romana sin tener que pasar un tiempo entre las tropas auxiliares. Corría el año 820 de la fundación de Roma y, aunque Onetsi no se enteró nunca de los cambios, en poco menos de un año se sucedieron tres emperadores en la capital del imperio. Finalmente, en el 822, un capaz general, Vespasiano, fue proclamado emperador. Poco tiempo permanecieron en Vasconia las dos cohortes recién formadas, la de vascones y la de várdulos; la reorganización de las legiones romanas emprendida por Vespasiano hizo que marcharan primero a las Galias y luego a Panonia, para vigilar la frontera germánica a lo largo del río Danubio.

Onetsi nunca había visto un río tan grande; posiblemente si hubiera nacido al lado del mar, podría haberlo comparado con él, pero era un vascón meridional, de tierra adentro, y la mayor cantidad de agua que había contemplado era el furioso Ibri cuando en la primavera bajaba con las aguas del deshielo. Un compañero suyo,  Asti, vascón de la zona de Oiaso, en el limes con las tierras várdulas, sí que lo había visto y afirmaba que cualquier río era no pequeño, sino insignificante a su lado.

Onetsi no se lo creía, ¡a él le parecía tan grande el Danubio! Casi cinco años estuvieron en aquel remoto confín del imperio, compartiendo la lucha contra los bárbaros con las duras legiones danubianas; cinco años en los que algunos de sus compañeros murieron en escaramuzas con los germanos que, a pesar de ser considerados bárbaros por los romanos, no lo eran mucho más que los primos caristios, várdulos y autrigones, escasamente romanizados, de su país natal.

En una ocasión, cuando habían cruzado el Danubio para una expedición de castigo sobre una tribu que estaba haciendo demasiadas correrías, Onetsi fue herido en la espalda por un venablo surgido desde la espesura. Y hubiera muerto a no ser por Asti, que cargó con su cuerpo a través del bosque, a lo largo de más de 200 estadios, hasta llegar de nuevo al campamento. Nunca olvidó Onetsi aquella acción y así, cuando tuvo ocasión, lo que no fue hasta muchos años más tarde, pudo pagar la deuda, aunque
de forma mucho más amarga.

Al finalizar el verano de aquel quinto año de campaña en Panonia, la cohorte marchó a Argentorate para su reorganización. Era preciso completar los huecos dejados por las bajas y dar un merecido descanso a los supervivientes. Onetsi y Asti eran ya decuriones, cuando se empezó a oír el rumor de una inminente salida hacia Britania para someter a los celtas del norte de la isla y conquistar Gales e Irlanda.

Pero como muchos de los rumores que se han dado a lo largo de todos los tiempos, sobre todo en la milicia, resultó ser inexacto. Salieron, pero con las legiones de Julio Vinicio en dirección al río Elba. Se tenía la intención de atravesar el Rhin y recuperar una ancha faja de territorio, de casi 2.000 estadios, para asegurar la frontera con los marcomanos del oeste. Otra columna subiría por la costa, a lo largo de las islas Frisias, hasta alcanzar la desembocadura del Elba. La expedición partió de la ribera del Rhin enfrentándose a las tribus germánicas casi desde el principio de la marcha. Al pasar por el bosque de Teotoburgo, donde casi 40 años atrás habían sido aniquiladas tres legiones romanas, tuvieron ocasión de enterrar sus restos; eran miles de osamentas blanquecinas que cubrían casi todo un estrecho valle rodeado de bosques. Aún le duelen a Onetsi las manos, desolladas por el trabajo de pico y pala que todos realizaron sin excepción. También recuerda como recuperaron, en algunos poblados vecinos que saquearon a conciencia, las orgullosas águilas y emblemas de las legiones vencidas, mantenidas como trofeo por los bárbaros. Además de armaduras y armas romanas.

Unas gruesas gotas le salpican en la cara y le sacan de su ensimismamiento devolviéndole al presente. El viento, reinante desde primeras horas de la mañana, ha cesado casi por completo; en su lugar las nubes venidas desde lejos comienzan a dejar caer su carga de agua, como si estuvieran ya cansadas de transportarla en su seno. Pronto el largo pelo blanco queda empapado, y el anciano se levanta para protegerse en el cercano bosquecillo. Cuando al poco remite la violencia del aguacero, que se convierte en una lluvia fina y persistente, Onetsi retoma el camino para volver al poblado. Siente en sus huesos la humedad del ambiente y con el estómago vacío no quiere quedarse más tiempo a la intemperie.

En la piel de cordero las gotas de lluvia brillan como lágrimas. Ahora no atraviesa la playa, sino que siguiendo por el monte bordea el acantilado. En un pequeño calvero del bosque deja atrás un primitivo dolmen, casi olvidado, y protegido siempre por el espeso arbolado, pronto desciende por la colina y alcanza la boca del estuario. Allí, la violenta corriente del río, alimentada por las lluvias de los pasados días, intenta vencer la fuerza de la marea engrosada por la luna llena; las olas en la barra son temibles y durante unos minutos el antiguo soldado se extasía en su contemplación. Unas galeras, cargadas de mineral argentífero, esperan en la bahía interior, alejadas de la bocana, a que el tiempo mejore para ganar el océano y llegar a las fundiciones de Burdigala, donde se convertirá su carga en lingotes de plata, conocidos como “cerdos” en Roma.

Onetsi pasa cerca del oscuro poblado de los pescadores, edificado en un arenal cercano al embarcadero; el olor a pescado es penetrante; las casas, poco más que chozas de adobes y troncos sin desbastar, le recuerdan aquellas de las orillas del Danubio. Como allí, algunas mujeres se afanan, ayudadas por los chiquillos, en colgar las redes para intentar, inútilmente mientras la lluvia no cese, que el viento las seque un poco.
Cestos de mimbre, colocados en grandes montones, esperan la llegada de la primavera y a los salmones que, como todos los años, remontaran la corriente a miles. Bajo un enramado algunos hombres se dedican a la fabricación de complicados aparejos para los atunes.
Hubo un tiempo que se pensó en colocar allí algunas almadrabas para los túnidos, al igual que existen en la zona sur de la península, concretamente en la zona de Baelo Claudia. Pero algunas comprobaciones realizadas por la familia Claudia, que tenía la exclusiva del codiciado garum gaditano para toda la península, determinaron que el coste de la explotación sería excesivamente alto. Los frecuentes temporales, la inseguridad de los caminos hacia Tarraco y el largo recorrido por mar, que además, pasaría por delante de la colonia gaditana, hacían vano el esfuerzo. Por ello Oiaso se vió relegada a ser una explotación minera de segundo o tercer orden, ya que los salmones tenían un escaso valor económico.

Siguiendo el camino que marca la orilla del mar, saluda a unos legionarios que hacen guardia en las fortificaciones del altozano rocoso que domina los vados del río.  Onetsi siempre pensó que la ciudad se debía haber construido aquí y no tan arriba del estuario, donde las mareas y los siempre cambiantes bajíos de arena dificultan el paso de las panzudas naves de carga. Pero de esa forma se está más cerca del depósito de mineral y esto es lo que cuenta para los encargados de la explotación minera.

Oiaso, que es un enclave romano situado en el "saltus vasconum", había sido descrito ya por Estrabón; los primeros viajeros que llegaron por mar encontraron unas ricas menas de galena argentífera en un monte cercano. Tras el descubrimiento y la concesión de la explotación a la familia Claudia, las legiones abrieron una vía que desde el "ager vasconum" llegaba, a través de Pompaelo, hasta el nuevo enclave imperial.

Aquella vía, no muy segura y bastante accidentada, era la única comunicación con las ciudades del sur. Cada semana, unos carros cargados con grandes tinajas de agua de mar, llevaban algunos de los exquisitos pescados del lugar, entre los que no abundaba,  por desgracia, la codiciada lamprea, hacia las ricas ciudades de Pompaelo, Aracilum e Iturissa, en donde se vendía entre los prósperos propietarios agrícolas.  Una vía de similares características se dirigía hacia las Galias llegando hasta Lapurdum, pero en esa dirección el tráfico era mucho menor.

Unos pocos comerciantes, los encargados de los trabajos mineros y los responsables de la defensa, - la colonia estaba muy cerca de los dominios várdulos y de sus correrías- junto con algunos licenciados del ejército a los que se había concedido propiedades en la región, como el propio Onetsi, eran los únicos habitantes, -poco más de un centenar- con ciudadanía romana de la comarca.  La construcción de un puerto, unas pequeñas murallas, y los templos a Júpiter y Venus, junto con unas recientes termas, eran lo único que recordaba el esplendor de la lejana metrópoli.

El camino continuaba a través de la marisma; de vez en cuando se vislumbraba, entre la húmeda neblina característica del otoño, alguna embarcación de fondo plano, con pescadores dedicados a la captura de cangrejos o a la recolección de huevos entre juncales y carrizos. Aquel tiempo desapacible y neblinoso ponía melancólico a Onetsi. Aceleró su paso, como queriendo eliminar de su mente los pensamientos que le asaltaban, y tan sólo consiguió llegar con la respiración entrecortada a lo alto de la colina, sobre la que estaba edificada la ciudad. Hacía ya bastante tiempo que los recuerdos le invadían con frecuencia. Soy demasiado viejo, -solía decirse-  hace ya muchos años que debería haber muerto. Y a continuación de aquella frase, mil veces
repetida en los últimos tiempos, pensaba, con cierta intranquilidad, en que tal vez la parca se hubiera olvidado de él.

En lo más alto de la colina que domina el puerto, tenía su casa el centurión que mandaba las tropas del puesto militar. Era un buen lugar para la defensa y desde allí se podía divisar una amplia franja de terreno y también del estuario. El servicio en la mina y la vigilancia del puerto constituían los únicos deberes militares de los legionarios. Los esclavos de la mina, -casi todos celtas de Britania, que en los mejores momentos de la explotación apenas superaron el número de 600- no residían dentro de los muros, -los jefes militares lo habían prohibido temiendo las revueltas- sino en unos amplios pabellones al pie del monte donde se encuentran los pozos y las galerías.

Onetsi tenía su casa también fuera de los muros; había vivido demasiado tiempo dentro de fortificaciones, -decía a quien quería escucharle- para continuar haciéndolo; pero lo cierto es que seguía añorando la vida del soldado y vivía con sus mismos horarios y costumbres. Adquirió aquella propiedad con parte de la prima de desmovilización, -4.000 denarios de plata- que le dieron al abandonar Britania. Hubiera preferido quedarse allí, pero las palabras de Asti y el precio de las villas en Eboracum o Londinium, demasiado alejado de su escasa fortuna, le decidieron a pedir permiso para instalarse en Vasconia. La propiedad se la vendió un avispado comerciante de Massalia, Gaius Verus se llamaba, que se había enriquecido comprando a la familia Claudia, el derecho a suministrar la colonia. Además de traer los suministros y de venderlos a precio abusivo, enviaba salmones salados a las guarniciones de toda la Tarraconensis; se decía que era el hombre más odiado por los legionarios desde Legio Septima a Cessaraugusta y Tarraco, por la cantidad de salmones que enviaba.

La villa, humilde y sin mármoles ni mosaicos, como corresponde a la explotación ganadera de una zona con escasos recursos, era de piedra amarillenta, sin ventanas, como acostumbran las construcciones locales, y estaba situada en las cercanías de un
pequeño regato que fluía hacia el puerto. En momentos de fuertes lluvias y mareas crecientes, el agua solía inundar las partes bajas de la propiedad; esta era una de las razones por las que Onetsi había podido comprar barato; otra de ellas, según se decía, es que Gaius Verus tenía informaciones exactas de que la mina se cerraría en breve, acabando así toda posibilidad de negocio.

Algunos libertos se ocupaban del ganado, -ovejas, cabras, y algunas vacas- sin que se les permitiera la entrada en la vivienda, ya que Onetsi no necesitaba que nadie le sirviera. Reanimó el anciano el fuego del hogar y tras quitarse la piel de cordero, empapada por la lluvia y sacudirla un poco, se sentó al lado de la lumbre para secarse. Los restos de la cena del día anterior -algunos trozos de carne de jabalí cazado en los montes cercanos- le sirvieron de comida; agua de una vasija y un pedazo de pan hecho con harina de bellota, que en una tierra de escaso cereal era casi el único que se podía encontrar, completaron el almuerzo. Todo un festín para un hombre acostumbrado a la frugalidad  espartana de la milicia.

Recostado en el triclinio, una de las pocas costumbres romanas a las que no había podido sustraerse, -la otra era la de afeitarse el rostro para diferenciarse de los bárbaros- Onetsi miraba el fuego con atención y pensaba. Era necesario que hiciera la contabilidad del mes que acababa; al día siguiente era día de cobro y el comandante militar le adeudaba casi 20 denarios por todas las mercancías del mes; por su parte debía pagar a los libertos y no sabía si tendría ases suficientes.  Pero no tiene ninguna gana de mirar su balance; el fuego que crepita en el hogar, devorando lentamente los troncos no le deja hacerlo; sus formas siempre cambiantes y la luz mágica y saltarina que impregna todos los rincones de la estancia, le sumergen en un mundo de recuerdos a los que, como todos los viejos, recurre con frecuencia. 

La vuelta desde el cauce del río Elba, a través de una Germania bárbara y prevenida contra ellos, fue más dura que la ida. Hambrientos, exhaustos, y con numerosas bajas, llegaron hasta la frontera del Rhin. Allá se enteraron que apenas restablecidos embarcarían con dirección a Britania. Las legiones del general Cneo Julio Agrícola habían iniciado ya la conquista de Gales y parecía que la resistencia estaba siendo mayor de la esperada. Aquella fue la primera vez que Onetsi vio el mar; había chapoteado por los pantanos inundados del Mosa, había visto el Danubio y el Rhin, incluso había llegado a vislumbrar desde un altozano el río Elba, pero nunca se pudo imaginar lo que ahora se encontraba delante de sus ojos, llenándolo todo por completo. Asti, que ante su arrobamiento se reía de él, también estaba entusiasmado. Desde hacía 15 años, que saliera de la costa cantábrica, había olvidado el particular sabor marino casi por completo.

Corría el año 832; faltaba poco para que muriera Vespasiano, y en Roma se había decidido proseguir con la conquista de Britania abandonada desde la época de Nerón. La muerte del emperador no supuso ninguna traba ni retraso para el proyecto; su hijo Tito, que era tan capaz como el padre, confirmaría en el cargo a Agrícola y este sometió a Gales por completo. Britania se hizo romana, al menos en su parte sur, y continuaría siéndolo por cerca de 300 años.

Pero nada de esto importaba a Onetsi; llegados a Britania cuando la conquista de Gales había finalizado casi por completo, encontraron al cuerpo principal de la expedición, a la que se unieron ambas cohortes, -la vascona y la várdula- acampado muy en el norte, en la frontera con los pictos. Frente a ellos, al otro lado del mar, el próximo objetivo: Irlanda. Pero aquello había de demorarse aún un tiempo,-la realidad es que nunca se llegó a realizar ningún intento serio.

Mientras tanto el pequeño poblado, casi salvaje, al que habían llegado, situado en la frontera con los bárbaros celtas del norte, se había convertido en un mercado floreciente, como lo son todas las ciudades fronterizas. Allí se intercambiaba todo tipo de productos con los pictos, caledonios y escotos, apareciendo, cuando el estado de la mar lo permitía, algún curragh irlandés. Armas forjadas en las Galias o en Hispania, vino y aceite mediterráneos, telas y vidrio, se cambiaban por el ámbar procedente de la septentrional Thule o por esclavos perdedores de alguna desconocida guerra tribal. El mercado de esclavos se celebraba a mediados de cada mes; los compradores, casi todos mercaderes provenientes de las Galias, se encargaban de abastecer los siempre necesitados mercados romanos.

Tenía Onetsi treinta y siete años y era decurión cuando encontró a Itzi; bueno, si es preciso respetar la verdad la encontraron los dos, Asti y él. Y ambos se enamoraron de ella. Era hija de un comerciante originario de Barcino en la Tarraconense, casi el único que no era de las Galias de los instalados en el pueblo; había llegado tras las legiones de Agrícola para hacer negocio. Posiblemente su origen fue la razón por la que los miembros de las cohortes vasconas se convirtieran en sus principales parroquianos; aunque también la belleza de su hija, Itzi, pudo influir en la elección.
En el almacén de Antonino, -así se llamaba el mercader- podía encontrarse cualquier producto que se pudiera necesitar; por lo menos de eso presumía el comerciante. En su interior, inundado por un penetrante olor mediterráneo, mezcla de especies, pez, aceite, vino y cueros, Itzi, la hermosa Itzi, la de atardeceres cálidos, de miel y almendras; de marcada belleza morena, con ojos vivos y rasgados, abiertos al sol; acostumbrada al tenue murmullo de las olas y al cálido clima de una primavera constante, hechizó por completo a los dos amigos. La verdad es que la chica era hermosa; con esa hermosura de la mujer morena, de suave y largo pelo negro ondulado, oscuros ojos penetrantes y labios carnosos y rojos; con sonrisa incesante y pícara, igual que la de las ninfas mediterráneas.

Y allá se lanzaron ambos, a enamorar a la bella hija del mesonero. Con cartas iguales, pero jugando cada uno a su manera, y con la misma vehemencia. Finalmente, cuando faltaba poco más de un año para que ambos amigos cumplieran los veinte años de servicio a Roma y pudieran licenciarse, Itzi se decidió. Y lo hizo por Asti. Porque era más simpático, porque le decía cosas bonitas y a veces atrevidas, porque sabía tocar el caramillo, porque era más sinvergüenza...

Onetsi nunca entendió, ni entendería en su larga vida cuáles son los motivos que mueven a las mujeres. Tanto le conmovió aquella decisión que desde entonces, cuando algo le asombraba se le oía exclamar: ¡Extraño como el corazón de una mujer! El, que era tan sincero, tan poco amigo de beber y de alborotar, que comía lo justo, que nunca andaba persiguiendo a las mujeres de los demás… ¡Qué diferencia con Asti! Jugador empedernido, fantasioso, bebedor incansable, glotón, y con las mujeres ¡para qué hablar! El propio Asti, que reconocía sin ambages todos esos defectos, los achacaba al cuarto de sangre várdula, que le venía por parte de madre. Y afirmaba que ¡ese cuarto de sangre, loca y aventurera, es el que me trajo hasta esta lejana tierra de perdición!

Al principio Onetsi no se lo tomó muy bien y anduvo evitando a ambos, a Asti y a la bella mesonera, durante algún tiempo. Pero como era de buen corazón y un sentimental en el fondo, al poco tiempo comenzaron a ser los tres inseparables.

Antes de que se dieran cuenta llegó el momento del anhelado licenciamiento. Asti lo tenía muy claro, quería casarse, -las leyes militares romanas impedían que los legionarios pudieran contraer matrimonio- y así, con el dinero que le dieron al licenciarse, se asoció a su suegro y se casó con Itzi. No hubo forma de convencer a Onetsi de una sociedad a tres. Con la excusa de que no veía motivos para abandonar la vida militar se reenganchó por un período de diez años, lo máximo que le dejaban con su edad. Sin embargo prometió a Asti, y a Itzi,  que no les abandonaría y que siempre, pasara lo que pasara, serían amigos, los mejores, y estarían juntos.

Las incursiones de los caledonios, que estaban haciendo peligrar amplias zonas del interior de Britania, consiguieron que se abandonara la idea de invadir Irlanda. En su lugar se inició una campaña para someter a las salvajes tribus del norte que degeneró en una desconcertante guerra para los romanos, de rápidos movimientos, con avances peligrosos y retiradas siempre sangrientas. Las dos cohortes, la vascona y la várdula fueron, en muchos casos, punta de lanza para las legiones romanas. Tras aquella campaña, dura, salvaje, y en la que no hubo ni vencedores ni vencidos, Onetsi fue nombrado centurión. Era la más alta graduación que podía alcanzar alguien que no perteneciera al patriciado romano.
Asti, que estaba engordando peligrosamente, era feliz con Itzi. El suegro, Antonino, había muerto en un viaje a Hispania y el matrimonio se había hecho cargo de todos los negocios del comerciante. Tenían un hijo de pocos años,-cuyo padrino era por supuesto Onetsi- y estaban pensando en abandonar aquella región, demasiado insegura, y asentarse en la zona sur de Britania, posiblemente en Eboracum. No tuvieron tiempo para hacerlo; en una de sus frecuentes salidas hacia el norte, los legionarios romanos fueron engañados por los pictos que retrocedieron ante ellos para, envolviendo su retaguardia, atacar y saquear el puesto fronterizo.

Las gruesas columnas de humo en la lejanía avisaron al cuerpo expedicionario imperial que algo andaba mal. La cohorte de Onetsi  llegó la primera, pero ya era tarde. Hacía tres días que los caledonios y los pictos habían abandonado el lugar, dejando tras de sí tan sólo desolación, pillaje y muerte. Enterró lo que quedaba de ellos en una colina cercana, sobre la playa, uno junto al otro y al niño con Itzi, su adorada;  la cabeza hacia Oriente y los pies hacia Occidente, como hacían sus antepasados desde tiempo inmemorial. Con la cara vuelta hacia el mar, para que fuera lo primero que vieran todos los amaneceres. Y las lágrimas no le dejaron ver durante días.

Al año siguiente la cohorte abandonaba, sólo por un tiempo, dijeron, Britania para dirigirse a Mauritania. El cambio era abismal. Tras una temporada en Gades para pertrecharse, partieron para la Tingitania.

Por la mañana el sol despunta temprano, asomando rojo en la lejanía de un cielo color acerado. Luego se torna amarillo, fuerte, abrasador, recorriendo su cotidiana trayectoria por el suelo, una veces arenoso, otras de quebrada roca amarilla, ocre sobre blanco. Las sombras, muy acusadas, contrastan sobre la superficie como la tinta sobre el papel, recortando a la vez estilizadas siluetas de mil y un modelos. Y en este secarral, siempre acompañado por el sol, que desconoce las nieblas y las nieves, el retumbar del trueno y las centellas de los relámpagos, pasó Onetsi tres de sus cuatro últimos años de vida de soldado. Aquella región infecunda, abrasada por el aire, de sequedad pura, aséptica y conservadora, llenó para siempre su alma de tristeza y añoranza. A veces, cuando el viento soplaba del norte, lo soñaba frío e inclemente, con afrutados aromas de bosque y
tundra, musgo y líquenes, con un ligero sabor al salitre bravío del mar del norte.

Pero todo era una ilusión y tuvo que esperar hasta el 850 para retornar a Britania donde seguía la cohorte procedente de Vardulia. No pudo visitar la tumba de su único amor antes de licenciarse. Aquel era ya un terreno abandonado a las correrías bárbaras y pasarían más de cincuenta años antes de que los romanos volvieran a ocuparlo. Pero nada de esto era de su conocimiento y pensando que era lo mejor que podía hacer de momento, volvió a Vasconia. La insistencia de Asti en que Oiaso era el paraíso le movió a conocerlo y, fruto de un cúmulo de casualidades, se estableció en aquella remota región del imperio.

El otoño, con su baile de hojas secas invadiendo los caminos, y con su lluvia incesante resbalando por árboles y muros, está dando paso al invierno. Ya caen las primeras nieves y el frío se desliza por los montes anegándolos de un sobrecogedor silencio. Poco a poco y conforme pierden sus últimas hojas,  los árboles inician un tiempo de letargo del que no despertarán hasta la próxima primavera. Hasta entonces la vida, sin llegar a suspenderse del todo, se ralentiza. Algunos animales se refugian en sus madrigueras y otros emigran hacia el sur; los viejos ya no volverán. Han cumplido con su ciclo vital y el simple hecho de vivir por vivir es un engaño a la naturaleza.

Las finas hebras de oro del sol invernal tardan en despejar las nieblas húmedas de la mañana. Hace ya tiempo que las malvices, expulsadas de las zonas altas por el frío, cantan en el cercano bosque de robles, cuando Onetsi abandona la casa. El regato baja con fuerza; el ruido del agua ha acompañado el duermevela del anciano durante toda la noche.

Hoy no se entretiene en ver el ganado, ni en dar instrucciones a los pastores; sin apenas decir nada, y con un ligero saco a la espalda, toma el camino de la costa. Al pasar por delante de la necrópolis, en la que se adivinan las toscas vasijas de barro que guardan las cenizas de los muertos, sonríe enigmáticamente y aferra el saco con decisión. Siempre supo que aquellas puertas no se abrirían para él.

El sol brilla ya en lo alto cuando atraviesa los juncales. Es un tranquilo día de invierno; algunas aves acuáticas se levantan del agua a su paso para volver a posarse un poco más allá. La playa está vacía y a pesar de ello la recorre para ver morir las pequeñas ondas en la orilla. La mar está casi lisa, se diría que ante el intenso frío ha guardado su genio. Un círculo de gaviotas, chillando a lo lejos, le habla de la eterna lucha por la vida.  Hoy sube el acantilado casi sin esfuerzo; en lo más alto se da la vuelta y contempla la bahía; su inmensidad azul envuelve el río con el amoroso abrazo de la eternidad.

Tras henchir sus pulmones con el gélido aire salino de la mañana, se interna en el cercano bosquecillo; busca el antiguo dolmen, indicio mudo de pasados ritos y dioses. Allí, al lado de las piedras musgosas, recuerda las casi olvidadas costumbres, y con el nombre de Luc en sus labios, inicia la ceremonia que tantas veces contemplara en su niñez. Con hojas, y algunas ramas secas que recoge a su alrededor, hace una pequeña pira en la que quema unos panes de harina de bellota y algunas hierbas olorosas recogidas en el bosque. Luego se dirige hacia el promontorio rocoso.

En el camino entra también en el santuario de la Venus Atlántica y sobre su ara derrama aceite -a cada dios es preciso darle lo suyo. Las viejas creencias se mezclan con las nuevas en el continuo devenir de la historia. Ahora tras solicitar la protección de ambas divinidades, ya está dispuesto para emprender el largo viaje; ese del que nunca se vuelve.

Desde la colina observa el horizonte marino; la ausencia de olas permite ver con nitidez la corriente, que acariciando la costa se dirige hacia el norte. Parece un río dentro del mar; el color es diferente y se puede observar su movimiento. El anciano desciende con decisión la colina hasta una pequeña cala de fondo arenoso y translúcido. Despojándose de la ropa introduce su cuerpo desnudo y aún fuerte en el agua; el frío le sobresalta, pero pronto se acostumbra y comienza a nadar mar adentro. La corriente le rodea y le toma en su seno. El pelo blanco flotando sobre el agua se asemeja a un retazo de espuma.

Muy al norte, allá donde termina la corriente, sobre una lejana playa que mira al mar,
la tumba de su amada Itzi le espera desde siempre.  

Eduardo Lizarraga
Hondarribia  febrero 2015