El tapón de plata giraba despacio en su mano. Y Don Miguel, con la mirada perdida en el fondo de la habitación, que fuera primero el gabinete de trabajo de su padre y luego, cuando murió, el refugio al que acudía para encontrarse con sus amados libros, se complacía recordando.
Aquella botella de vidrio verdoso, elegante y estilizada, con tapón y refuerzos de plata, se la había regalado Maritxu, su Maritxu, hacía ya tantos años que era como si siempre hubiera sido suya, -para que pongas dentro el oporto que tanto te gusta- le había dicho al dársela.
Y la botella y su tapón aún olían al oporto que había contenido; notaba su leve aroma emanando de entre sus dedos. Aunque, como su propia vida, era un recuerdo que se desvanecía por momentos.
¡Pobre Maritxu!, ya no volvió a ser la misma desde la muerte de Rosita; desde aquel desgraciado accidente que se llevó a su hija, a la única que tuvieron. A partir de aquel momento Maritxu comenzó a morir, si es que morir es ir dejando de vivir. Su alegría, su desparpajo, su coquetería… todo desapareció aquella noche de invierno en la resbaladiza carretera que lleva a El Escorial.
Con un brusco movimiento de cabeza, como para ahuyentar aquellos pensamientos, Don Miguel volvió la vista a la ventana y percibió que la tarde avanzaba, y que la falta de luz se iba dejando sentir en la habitación. Había cajas apiladas, muchas cajas; todos sus libros y muchos recuerdos estaban ya encerrados en cajas de cartón, todas ellas numeradas y precintadas con cinta de embalaje.
Encima de la mesa de roble, que había sido parte del despacho, quedaba una caja aún por cerrar, llevaba el número 27 y en ella, además de la botella para el oporto, había un pequeño espejo redondo con mango de plata y una lamparita de mesa, con la pantalla de pergamino muy ajada, pie también de plata y que su padre calificaba, “como de mucho mérito”.
El espejo se lo había regalado a Maritxu en una fecha de aniversario que ya había olvidado –así podrás ver de cerca esa cara tan preciosa que tienes- recordaba que le había dicho. Y desde entonces ella no dejó de utilizarlo nunca todas las mañanas nada más levantarse, -para arreglarme un poco-, decía.
La lamparita había sido de su padre, y Don Miguel la recordaba encima de la mesa desde siempre. Cuando era pequeño, y entraba a escondidas en el gabinete, jugaba con la perilla de bakelita que tenía, a encenderla y apagarla. Luego fue suya, y acariciando la perilla, encendiéndola y apagándola, aún podía ver a aquel niño pequeño, curioso y algo gordito, que jugaba con todo.
Ya era casi la hora, pronto vendrían a buscarle, tendría que irse, y para siempre. Al principio le había horrorizado la idea, pero poco a poco la fue aceptando y el día había llegado, casi sin sentirlo.
El coste de la vida había subido mucho y su escuálida pensión, lo único que le quedaba tras más de cuarenta años de trabajo en la imprenta municipal, era insuficiente para poder seguir viviendo en aquella casa. Y además comenzaba a necesitar cuidados que no podía pagar.
La residencia a la que se trasladaba, “muy buena” según la mujer del Servicio Social, no aceptaba que los internos llevaran ningún objeto personal, “tan sólo fotografías y con marcos pequeños”, le dijeron. Por eso todo quedaba atrás; López, el brocante de la vecina calle del Prado, le había hecho un precio por todo lo que quedaba, y es que la larga enfermedad de Maritxu se había llevado los ahorros y las pocas cosas de precio que tenían. Así, sus libros, muebles, y algunos pequeños adornos, casi sin valor, estaban ya embalados, precintados y listos, como lo estaba él mismo.
Unos golpes en la puerta le sobresaltaron.
-¡Vamos Don Miguel, que le esperan en el portal y aún tengo que terminar aquí!, casi le gritó, algo desabrido, un mozo con mono de trabajo.
Y Don Miguel, levantándose de la silla ya embalada, en la que había estado sentado, puso el tapón, metió la botella en la caja, y cerrando la puerta muy despacio tras de si, como sabiendo que era algo más que una puerta lo que cerraba, fue bajando los escalones hacia el portal.
Unas semanas después la voz impersonal volvió a repetir ¡Lote 27, botella para licor, lámpara de mesa y espejo de mano, todo en plata de baja ley, sale en 90 euros! Al fondo de la sala, una chica joven, morena, y de apariencia tímida, levantó su cartel.
Aquella botella de vidrio verdoso, elegante y estilizada, con tapón y refuerzos de plata, se la había regalado Maritxu, su Maritxu, hacía ya tantos años que era como si siempre hubiera sido suya, -para que pongas dentro el oporto que tanto te gusta- le había dicho al dársela.
Y la botella y su tapón aún olían al oporto que había contenido; notaba su leve aroma emanando de entre sus dedos. Aunque, como su propia vida, era un recuerdo que se desvanecía por momentos.
¡Pobre Maritxu!, ya no volvió a ser la misma desde la muerte de Rosita; desde aquel desgraciado accidente que se llevó a su hija, a la única que tuvieron. A partir de aquel momento Maritxu comenzó a morir, si es que morir es ir dejando de vivir. Su alegría, su desparpajo, su coquetería… todo desapareció aquella noche de invierno en la resbaladiza carretera que lleva a El Escorial.
Con un brusco movimiento de cabeza, como para ahuyentar aquellos pensamientos, Don Miguel volvió la vista a la ventana y percibió que la tarde avanzaba, y que la falta de luz se iba dejando sentir en la habitación. Había cajas apiladas, muchas cajas; todos sus libros y muchos recuerdos estaban ya encerrados en cajas de cartón, todas ellas numeradas y precintadas con cinta de embalaje.
Encima de la mesa de roble, que había sido parte del despacho, quedaba una caja aún por cerrar, llevaba el número 27 y en ella, además de la botella para el oporto, había un pequeño espejo redondo con mango de plata y una lamparita de mesa, con la pantalla de pergamino muy ajada, pie también de plata y que su padre calificaba, “como de mucho mérito”.
El espejo se lo había regalado a Maritxu en una fecha de aniversario que ya había olvidado –así podrás ver de cerca esa cara tan preciosa que tienes- recordaba que le había dicho. Y desde entonces ella no dejó de utilizarlo nunca todas las mañanas nada más levantarse, -para arreglarme un poco-, decía.
La lamparita había sido de su padre, y Don Miguel la recordaba encima de la mesa desde siempre. Cuando era pequeño, y entraba a escondidas en el gabinete, jugaba con la perilla de bakelita que tenía, a encenderla y apagarla. Luego fue suya, y acariciando la perilla, encendiéndola y apagándola, aún podía ver a aquel niño pequeño, curioso y algo gordito, que jugaba con todo.
Ya era casi la hora, pronto vendrían a buscarle, tendría que irse, y para siempre. Al principio le había horrorizado la idea, pero poco a poco la fue aceptando y el día había llegado, casi sin sentirlo.
El coste de la vida había subido mucho y su escuálida pensión, lo único que le quedaba tras más de cuarenta años de trabajo en la imprenta municipal, era insuficiente para poder seguir viviendo en aquella casa. Y además comenzaba a necesitar cuidados que no podía pagar.
La residencia a la que se trasladaba, “muy buena” según la mujer del Servicio Social, no aceptaba que los internos llevaran ningún objeto personal, “tan sólo fotografías y con marcos pequeños”, le dijeron. Por eso todo quedaba atrás; López, el brocante de la vecina calle del Prado, le había hecho un precio por todo lo que quedaba, y es que la larga enfermedad de Maritxu se había llevado los ahorros y las pocas cosas de precio que tenían. Así, sus libros, muebles, y algunos pequeños adornos, casi sin valor, estaban ya embalados, precintados y listos, como lo estaba él mismo.
Unos golpes en la puerta le sobresaltaron.
-¡Vamos Don Miguel, que le esperan en el portal y aún tengo que terminar aquí!, casi le gritó, algo desabrido, un mozo con mono de trabajo.
Y Don Miguel, levantándose de la silla ya embalada, en la que había estado sentado, puso el tapón, metió la botella en la caja, y cerrando la puerta muy despacio tras de si, como sabiendo que era algo más que una puerta lo que cerraba, fue bajando los escalones hacia el portal.
Unas semanas después la voz impersonal volvió a repetir ¡Lote 27, botella para licor, lámpara de mesa y espejo de mano, todo en plata de baja ley, sale en 90 euros! Al fondo de la sala, una chica joven, morena, y de apariencia tímida, levantó su cartel.