lunes, 31 de marzo de 2014

Les deux jumeaux (Relato para mis amigos de Onyarbi)


El viajero, apoyadas las manos en el pretil que separaba la carretera del precipicio, seguía con la vista la acantilada línea costera que tenía al frente;  Las Landas adivinándose al fondo, con la luz de sus  playas entre los pinos.  Hendaya, Ziburu, San Juan de Luz, Biarritz…recordaba muy bien como era toda aquella costa. En un momento dado sus ojos se fijaron en los dos inmensos peñascos, que batidos por las olas del noroeste, parecían  querer desafiar  a  la mar.  Estaban justo enfrente y entonces recordó la historia de aquellas dos rocas, la que le contara su aittona hace mucho  tiempo, antes de irse de allí, cuando era pequeño.

 


 

 

Sucedió hace muchos años, en una época más feliz y sencilla, cuando no había coches, ni móviles, ni tan siquiera luz eléctrica. En un caserío de Hendaya,  que se asoma a la bahía de Loya y que en la zona llamaban la casa del prado –Larretxea-,  nacieron dos niñas gemelas. Fue en una noche  de invierno, fría y despejada, en la que la luna creciente  y las estrellas, se disputaban el protagonismo en el firmamento, alumbrando apenas la blanca espuma de la mar. Las llamaron Ainhoa e Izarra. Eran iguales del todo y  desde que abandonaron la cuna y comenzaron a andar, nadie, ni a veces sus propios padres, podía diferenciarlas. De niñas iban  de la mano, demostrando que estaban siempre unidas  y  compartiéndolo todo, la escuela, los amigos, el trabajo en el caserío, la pesca entre las piedras de Loya.

Crecieron guapas y  alegres,  y daba gusto verlas danzar cuando ya más mayores iban juntas a las romerías de la zona.  Se las podía ver en Hendaya o Irún y Hondarribia,  y siempre había una buena corte de chicos a su alrededor. Pero no parecía que ninguno de ellos fuera  capaz de romper la pareja que formaban Ainhoa e Izarra.

Hasta que un día pasó lo previsible. Ambas se enamoraron del mismo chico, un pescador de Hondarribia que  conocieron  en las fiestas de la Magdalena; se llamaba Ander y era muy popular en el pueblo.  Alto, fuerte y buena persona, desde el principio sintió predilección por Ainhoa.  Su familia era la propietaria de una de las grandes txalupas atuneras del pueblo y cuando llegaba el verano siempre andaba de la antxoa al atún. También tenía Ander un hermoso batel, pintado de verde, con la vela al tercio y con el que pescaba en la bahía, llegando en su osadía hasta los cantiles de Erreka y Gaztelu. Era buen marino y la imagen del batel cabalgando sobre las olas de la barra, con el empuje de la vela henchida por el viento del noroeste, era más que habitual.

La relación con Ainhoa no sentó bien a Izarra, que no entendió  porqué Ander se inclinó por su hermana sin siquiera hablar apenas con ella. Y la situación se fue complicando con una mezcla de celos y amores fraternos.  Hablaban un día las dos hermanas sentadas en un banco, dentro del zaguán del caserío.

  • No sé qué le has visto al chico ese de Onyarbi –decía Izarra con un cierto desprecio- es más simple que el asa de un cubo.
  • Es simpático –contestaba lacónica Ainhoa con una mirada soñadora.
  • Tontorrón, eso es lo que es –proseguía Izarra para pincharla.
  • Y me hace reír –añadía la hermana
  • ¡A ti y a todas!, que también le he visto con la mayor de Petralanda diciéndole cositas –aseguraba Izarra intentando levantar suspicacias.
  • La verdad es que no se por qué no te gusta, al principio te parecía un chico muy interesante. Y no quiero hablar más de esto que me pongo de genio – le contestó Ainhoa  levantándose bruscamente.

Y como sucede cuando las situaciones no se aclaran en su momento,  aquella primera discusión sin resolver  terminó ahondándose y convirtiéndose en un abismo.

Las dos hermanas se fueron distanciando. Ya apenas salían juntas y Ainhoa no volvió a comentar nada de Ander.  Por su parte Izarra, envidiosa y llena de celos,  intentaba averiguar los pasos de su hermana para encontrarse con el pescador y siempre estaba al acecho de sus idas y venidas. De algunas cosas conseguía enterarse a través de varias de las amigas comunes que tenían.

Así supo, que en algunas ocasiones, Ander venía a ver a Ainhoa con su batel desde Hondarribia, acercándose a la bahía de Loya y permaneciendo con ella desde el atardecer hasta la noche. No había otra manera,  porque el puente fronterizo lo cerraban a las ocho de la noche  -a las nueve si era verano-  y ya hasta las seis de la mañana no se abría; además la vuelta, desde Larretxea hasta Hondarribi, era muy larga andando.

Menos distancia y tiempo había por mar, desde la bahía de Txingudi hasta Loya, aunque para acortar era preciso  sortear el arrecife de Erretas  por el interior, y llegar por un paso entre las rocas, estrecho y poco profundo, para  doblar enseguida  la peligrosa punta de Santa Ana.  Más fácil hubiera sido verse en la playa de Hendaia, pero la constante presencia de los guardas fronterizos, playa arriba, playa abajo, siempre era molesta. Para ayudarle  en la aproximación y la maniobra,  Ainhoa solía colocarse con un farol en la zona del acantilado que está sobre la bahía,  y de esta forma el hábil pescador  maniobraba seguro con su batel, de gran vela rojiza al tercio, y podía entrar en la bahía, hasta el fondo arenoso sin contratiempos.

En la imaginación de Izarra fue formándose un plan para suplantar a su hermana y poder hablar con Ander, ¡lo necesitaba!  Pero le hacía falta disponer de un farol y sobre todo saber cuándo tendría lugar el próximo encuentro de la pareja.  Andaba dándole vueltas a cómo enterarse y no conseguía encontrar la forma, hasta que de la manera más sencilla una mañana, cuando volvía de puerto Caneta de comprar algo de pescado, una vecina de Hondarribi, que tenía al hijo trabajando en Hendaya, se lo puso en bandeja.

  • ¡Ainhoa, Ainhoa!  -le gritó desde la calle de la iglesia- que me ha encargado Ander que te diga que salen con la txalupa  pasado mañana, a por atún, y que como estarán unos día fuera que esta noche donde siempre… ¡Tú sabrás lo que quiere decir chica! Me ha pedido que te lo dijera si te veía. A mediodía cuando llegue a casa le diré que te he dado el recado para que esté tranquilo.

Contenta por este inesperado golpe de suerte, que le brindaba la posibilidad de hacer lo que tanto tiempo llevaba pensando, se hizo con uno de los faroles que tenía su padre para pescar y esperó hasta que cayera la tarde. Sabía muy bien cómo llegar a la bahía, que distaba poco menos de un kilómetro del caserío; también sabía de la existencia de una pequeña cueva, al fondo, discreta y con el suelo tapizado de arena en la que jugaron mucho de pequeñas; seguro que era allí donde se reunían.

Recordaba bien la maniobra que tendría que hacer el pescador para llegar hasta la bahía y también cómo tenía que hacer para ayudarle a llegar. Infinidad de veces, cuando era pequeña, había ayudado, junto con su hermana a su madre, para que el tío Kepa, hermano de la ama, llegara con su barca hasta allí. Primero, cuando viera que la embarcación se aproximaba, y era fácil distinguirle por la vela rojiza, le alumbraría desde lo alto del acantilado que da sobre la playa de Hondarraitz, mirando hacia Hondarribia,  luego iría siguiendo su rumbo con el farol desde la punta para, al final, cuando ya embocara la bahía, bajar a la playa para alumbrarle desde abajo. Era fácil y conocía bien los sitios para ir haciéndolo.

Poco antes de que comenzara a atardecer, provista de su farol, salió del caserío y con paso vivo se dirigió a la parte alta del acantilado. Desde allí podría ver bien cuando el batel se aproximara. Al poco se apercibió de una vela que se acercaba, era de un batel verde que navegaba paralelo a la larga playa de Hondarraitz;  poco antes de iniciar la curva dio una bordada y se abrió lo suficiente para  dar respeto a sotavento. Iba recto a la Punta de Santa Ana, maniobrando con habilidad entre las rocas y  con la aparente intención de doblarla, sin duda era Ander.

 Estaba subiendo el viento y  aumentaba el ruido de las olas al romper contra el acantilado; con la marea subiendo, no era el mejor momento para estar por allí en una barquichuela, ni aunque fuera una singladura conocida. Con el farol encendido y la noche cayendo rápido,  la chica se orientó hacia la punta.  Ya estaba en la parte más alta del acantilado, casi en el borde. Al girarse para alumbrar al pescador vio una luz que subía por el camino; antes de poder reaccionar su hermana se le echó encima. De alguna forma se había enterado de la cita y de la presencia de Izarra.

  • ¿Qué haces aquí, bruja?- le espetó- menos mal que me lo han dicho…¿Dime, qué pensabas hacer? ¡Estás loca!

Izarra estaba enmudecida y no acertaba a decir nada. A duras penas pudo balbucir una excusa.

  • Venía a dar un paseo...

A los gritos siguieron los bofetones,  los tirones del pelo y la pelea. Enredadas y a golpes, con los faroles caídos y apagados en el suelo, las dos hermanas rodaban sin control alguno sobre la hierba, sin apercibirse de la cercanía del precipicio;  sin darse cuenta cayeron danto un terrible grito por el borde del acantilado. No fue el único, pues desde la mar y sobreponiéndose al ruido del viento y la marejada, otro terrible grito llegó hasta allí. Sin luz con la que guiarse y con olas y viento embravecidos, el batel acababa de irse contra las rocas.

Aquella noche, al fuerte temporal  del noroeste, siguió un gran terremoto en la zona y dos gigantescos peñascos en la Punta de Santa Ana se separaron de la costa. Los cuerpos de Izarra y Ainhoa nunca fueron encontrados y de Ander  tan solo hallaron los restos del batel en la playa de Loya.

Desde entonces los dos peñascos están separados para siempre y de cara al mar, esperando al amante que ya nunca podrán tener.

El viajero los contempló una vez más, con las olas intentando abatirlos. Pensativo se dio la vuelta y prosiguió su camino.

 

Eduardo Lizarraga

Hondarribia , marzo 2014