El
viajero, apoyadas las manos en el pretil que separaba la carretera del
precipicio, seguía con la vista la acantilada línea costera que tenía al
frente; Las Landas adivinándose al fondo,
con la luz de sus playas entre los pinos. Hendaya, Ziburu, San Juan de Luz,
Biarritz…recordaba muy bien como era toda aquella costa. En un momento dado sus
ojos se fijaron en los dos inmensos peñascos, que batidos por las olas del
noroeste, parecían querer desafiar a la
mar. Estaban justo enfrente y entonces
recordó la historia de aquellas dos rocas, la que le contara su aittona hace
mucho tiempo, antes de irse de allí,
cuando era pequeño.
Sucedió
hace muchos años, en una época más feliz y sencilla, cuando no había coches, ni
móviles, ni tan siquiera luz eléctrica. En un caserío de Hendaya, que se asoma a la bahía de Loya y que en la
zona llamaban la casa del prado –Larretxea-,
nacieron dos niñas gemelas. Fue en una noche de invierno, fría y despejada, en la que la
luna creciente y las estrellas, se
disputaban el protagonismo en el firmamento, alumbrando apenas la blanca
espuma de la mar. Las llamaron Ainhoa e Izarra. Eran iguales del todo y desde que abandonaron la cuna y comenzaron a
andar, nadie, ni a veces sus propios padres, podía diferenciarlas. De niñas
iban de la mano, demostrando que estaban
siempre unidas y compartiéndolo todo, la escuela, los amigos,
el trabajo en el caserío, la pesca entre las piedras de Loya.
Crecieron
guapas y alegres, y daba gusto verlas danzar cuando ya más
mayores iban juntas a las romerías de la zona.
Se las podía ver en Hendaya o Irún y Hondarribia, y siempre había una buena corte de chicos a su
alrededor. Pero no parecía que ninguno de ellos fuera capaz de romper la pareja que formaban Ainhoa
e Izarra.
Hasta
que un día pasó lo previsible. Ambas se enamoraron del mismo chico, un pescador
de Hondarribia que conocieron en las fiestas de la Magdalena; se llamaba
Ander y era muy popular en el pueblo.
Alto, fuerte y buena persona, desde el principio sintió predilección por
Ainhoa. Su familia era la propietaria de
una de las grandes txalupas atuneras del pueblo y cuando llegaba el verano
siempre andaba de la antxoa al atún. También tenía Ander un hermoso batel, pintado
de verde, con la vela al tercio y con el que pescaba en la bahía, llegando en
su osadía hasta los cantiles de Erreka y Gaztelu. Era buen marino y la imagen
del batel cabalgando sobre las olas de la barra, con el empuje de la vela
henchida por el viento del noroeste, era más que habitual.
La
relación con Ainhoa no sentó bien a Izarra, que no entendió porqué Ander se inclinó por su hermana sin
siquiera hablar apenas con ella. Y la situación se fue complicando con una
mezcla de celos y amores fraternos.
Hablaban un día las dos hermanas sentadas en un banco, dentro del zaguán
del caserío.
- No sé qué le has visto al chico ese de Onyarbi –decía Izarra con un cierto desprecio- es más simple que el asa de un cubo.
- Es simpático –contestaba lacónica Ainhoa con una mirada soñadora.
- Tontorrón, eso es lo que es –proseguía Izarra para pincharla.
- Y me hace reír –añadía la hermana
- ¡A ti y a todas!, que también le he visto con la mayor de Petralanda diciéndole cositas –aseguraba Izarra intentando levantar suspicacias.
- La verdad es que no se por qué no te gusta, al principio te parecía un chico muy interesante. Y no quiero hablar más de esto que me pongo de genio – le contestó Ainhoa levantándose bruscamente.
Y como
sucede cuando las situaciones no se aclaran en su momento, aquella primera discusión sin resolver terminó ahondándose y convirtiéndose en un
abismo.
Las dos
hermanas se fueron distanciando. Ya apenas salían juntas y Ainhoa no volvió a
comentar nada de Ander. Por su parte
Izarra, envidiosa y llena de celos, intentaba averiguar los pasos de su hermana para
encontrarse con el pescador y siempre estaba al acecho de sus idas y venidas.
De algunas cosas conseguía enterarse a través de varias de las amigas comunes
que tenían.
Así
supo, que en algunas ocasiones, Ander venía a ver a Ainhoa con su batel desde
Hondarribia, acercándose a la bahía de Loya y permaneciendo con ella desde el
atardecer hasta la noche. No había otra manera, porque el puente fronterizo lo cerraban a las
ocho de la noche -a las nueve si era
verano- y ya hasta las seis de la mañana
no se abría; además la vuelta, desde Larretxea hasta Hondarribi, era muy larga
andando.
Menos
distancia y tiempo había por mar, desde la bahía de Txingudi hasta Loya, aunque
para acortar era preciso sortear el
arrecife de Erretas por el interior, y
llegar por un paso entre las rocas, estrecho y poco profundo, para doblar enseguida la peligrosa punta de Santa Ana. Más fácil hubiera sido verse en la playa de
Hendaia, pero la constante presencia de los guardas fronterizos, playa arriba,
playa abajo, siempre era molesta. Para ayudarle en la aproximación y la maniobra, Ainhoa solía colocarse con un farol en la zona
del acantilado que está sobre la bahía, y de esta forma el hábil pescador maniobraba seguro con su batel, de gran vela rojiza
al tercio, y podía entrar en la bahía, hasta el fondo arenoso sin
contratiempos.
En la
imaginación de Izarra fue formándose un plan para suplantar a su hermana y
poder hablar con Ander, ¡lo necesitaba! Pero le hacía falta disponer de un farol y sobre
todo saber cuándo tendría lugar el próximo encuentro de la pareja. Andaba dándole vueltas a cómo enterarse y no
conseguía encontrar la forma, hasta que de la manera más sencilla una mañana,
cuando volvía de puerto Caneta de comprar algo de pescado, una vecina de
Hondarribi, que tenía al hijo trabajando en Hendaya, se lo puso en bandeja.
- ¡Ainhoa, Ainhoa! -le gritó desde la calle de la iglesia- que me ha encargado Ander que te diga que salen con la txalupa pasado mañana, a por atún, y que como estarán unos día fuera que esta noche donde siempre… ¡Tú sabrás lo que quiere decir chica! Me ha pedido que te lo dijera si te veía. A mediodía cuando llegue a casa le diré que te he dado el recado para que esté tranquilo.
Contenta
por este inesperado golpe de suerte, que le brindaba la posibilidad de hacer lo
que tanto tiempo llevaba pensando, se hizo con uno de los faroles que tenía su
padre para pescar y esperó hasta que cayera la tarde. Sabía muy bien cómo
llegar a la bahía, que distaba poco menos de un kilómetro del caserío; también
sabía de la existencia de una pequeña cueva, al fondo, discreta y con el suelo
tapizado de arena en la que jugaron mucho de pequeñas; seguro que era allí
donde se reunían.
Recordaba
bien la maniobra que tendría que hacer el pescador para llegar hasta la bahía y
también cómo tenía que hacer para ayudarle a llegar. Infinidad de veces, cuando
era pequeña, había ayudado, junto con su hermana a su madre, para que el tío
Kepa, hermano de la ama, llegara con su barca hasta allí. Primero, cuando viera
que la embarcación se aproximaba, y era fácil distinguirle por la vela rojiza, le
alumbraría desde lo alto del acantilado que da sobre la playa de Hondarraitz,
mirando hacia Hondarribia, luego iría
siguiendo su rumbo con el farol desde la punta para, al final, cuando ya
embocara la bahía, bajar a la playa para alumbrarle desde abajo. Era fácil y
conocía bien los sitios para ir haciéndolo.
Poco
antes de que comenzara a atardecer, provista de su farol, salió del caserío y
con paso vivo se dirigió a la parte alta del acantilado. Desde allí podría ver bien
cuando el batel se aproximara. Al poco se apercibió de una vela que se
acercaba, era de un batel verde que navegaba paralelo a la larga playa de
Hondarraitz; poco antes de iniciar la
curva dio una bordada y se abrió lo suficiente para dar respeto a sotavento. Iba recto a la Punta
de Santa Ana, maniobrando con habilidad entre las rocas y con la aparente intención de doblarla, sin
duda era Ander.
Estaba subiendo el viento y aumentaba el ruido de las olas al romper
contra el acantilado; con la marea subiendo, no era el mejor momento para estar
por allí en una barquichuela, ni aunque fuera una singladura conocida. Con el
farol encendido y la noche cayendo rápido, la chica se orientó hacia la punta. Ya estaba en la parte más alta del acantilado,
casi en el borde. Al girarse para alumbrar al pescador vio una luz que subía
por el camino; antes de poder reaccionar su hermana se le echó encima. De
alguna forma se había enterado de la cita y de la presencia de Izarra.
- ¿Qué haces aquí, bruja?- le espetó- menos mal que me lo han dicho…¿Dime, qué pensabas hacer? ¡Estás loca!
Izarra
estaba enmudecida y no acertaba a decir nada. A duras penas pudo balbucir una
excusa.
- Venía a dar un paseo...
A los
gritos siguieron los bofetones, los
tirones del pelo y la pelea. Enredadas y a golpes, con los faroles caídos y
apagados en el suelo, las dos hermanas rodaban sin control alguno sobre la
hierba, sin apercibirse de la cercanía del precipicio; sin darse cuenta cayeron danto un terrible
grito por el borde del acantilado. No fue el único, pues desde la mar y
sobreponiéndose al ruido del viento y la marejada, otro terrible grito llegó
hasta allí. Sin luz con la que guiarse y con olas y viento embravecidos, el
batel acababa de irse contra las rocas.
Aquella
noche, al fuerte temporal del noroeste, siguió
un gran terremoto en la zona y dos gigantescos peñascos en la Punta de Santa
Ana se separaron de la costa. Los cuerpos de Izarra y Ainhoa nunca fueron
encontrados y de Ander tan solo hallaron
los restos del batel en la playa de Loya.
Desde
entonces los dos peñascos están separados para siempre y de cara al mar,
esperando al amante que ya nunca podrán tener.
El
viajero los contempló una vez más, con las olas intentando abatirlos. Pensativo
se dio la vuelta y prosiguió su camino.
Eduardo
Lizarraga
Hondarribia
, marzo 2014