viernes, 26 de agosto de 2016

Fardos de ilusiones rotas




Con la noche ya casi cerrada, un suave silbido atravesó el tupido macizo de argoma con nitidez. Era la señal. Hacía un buen rato que protegidos de miradas indiscretas, del frío y de la humedad, dormitábamos en una pequeña borda hecha con helechos, que de lejos podía parecer una vieja meta desmantelada. Salimos con cuidado de no pincharnos. Entre las sombras estaba Joxean, el mugalari.

-          ¡Venga, venga, que tenemos el tiempo justo! -nos apresuró para de seguido ponerse en marcha ¡Goazen!

Joxean, natural de la cercana Oyarzun, era uno de los mugalaris más experimentados de la zona. Ya se dedicaba al “negocio” con su padre,  antes de la guerra, llevando ganado de un lado a otro de la muga. Mulas viejas que sólo servían ya para carne, pasaban a Iparralde, y ganado joven y robusto, de trabajo, entraba en Hegoalde; vacas de esas de leche, blancas y negras, también traían. Luego, con la guerra en Europa, formó parte de la red que ocultaba y pasaba a aviadores derribados o miembros de comandos aliados,  hurtándolos de las garras de los nazis y sus amigos franquistas.

Fueron tiempos duros y peligrosos, en los que los tiroteos de alemanes y Guardia Civil menudeaban y a menudo se saldaban con víctimas silenciadas y sin nombre. Lo que siguió, con el maquis filtrándose por todos los Pirineos, tampoco fue mejor y los contrabandistas no tuvieron sus mejores momentos.

Éramos seis los que le seguíamos como podíamos. A pesar de su edad, Joxean tenía aún piernas fuertes y conocía cada piedra de las trochas y torrenteras por las que nos llevaba. A veces paraba para escuchar con atención y enseguida proseguía. Íbamos hacia Sara a recoger la mercancía que ya tendrían preparada. Pasaríamos al otro lado dejado Bera a nuestra izquierda y volveríamos antes del amanecer para atravesar la muga por Endarlaza. Noviembre es con mucho el mejor mes para nuestras andanzas; no hace aún frío y las noches ya son largas y protectoras.

Los días anteriores había llovido mucho y las errekas que llegan al Bidasoa aún bajaban con violencia. Por eso tuvimos que arriesgarnos y pasar el río, con la ropa sobre los hombros, por un vado que tenía poco fondo y que a veces estaba vigilado. Pero lo hicimos sin novedad. Veríamos a la vuelta…

Al poco de pasar la muga, comenzó a caer un sirimiri fino y persistente que empapaba nuestras txapelas con sus gotas menudas. Bajábamos a través de un bosque de hayas ya desnudas y la hojarasca lo cubría todo. La noche era tranquila, con la luna queriendo mostrarse de vez en cuando entre las nubes. Si  la lluvia proseguía, la vuelta sería segura. Ni carabineros ni Guardia Civil salen a mojarse, sino tienen motivos concretos.

Nuestro grupo era bastante heterogéneo. De edades y necesidades varias. Desde los que vivían sólo de esto y que lo necesitaban para alimentar a su familia, al caso de Kepa y mío propio, que lo hacíamos por el afán de aventura y por poder tener un dinero extra con el que poder salir al baile con las chicas o regalar algún capricho a la novia. Creo que en mi caso la excitación de la aventura era los primero, y aunque también me estaba ya gastando alegremente el dinero que sacaría del “pase”, aquello me divertía.

Llegamos a casa de Erru, en Sara, poco antes del amanecer. Allí recogeríamos mercancía de precio y de la que obtendríamos un buen beneficio. Nylon, jabones, componentes eléctricos, ropa interior,  pantalones vaqueros americanos. Todo para un comerciante de Donosti con el que ya teníamos hechos buenos viajes. A mí me había introducido en el negocio un conocido de Onddarbi, arrantzale de oficio y contrabandista de ocasión, que se dedicaba a pasar mercancía con su txipironera, trayendo rodamientos, duralex, piezas de coches importados…todo lo que pesaba demasiado para andar con ello a cuestas por los montes. Aquello le dejaba buen dinero y hasta había conseguido llevar a sus hijos a estudiar a Bilbao.

Había otros tipos de tráfico por la muga, algunos más lucrativos, otros más honorables, algunos repugnantes y todos, sin excepción, más peligrosos. Entre lo peor estaba el comercio de personas; hombres y mujeres, casi siempre portugueses o norteafricanos, que buscaban llegar a Iparralde para desde allí encontrar una vida mejor en Europa. Había en Irún una red especializada en su paso; su responsable, hombre de pocos o ningún escrúpulo, vivía en una calle cercana a la iglesia del Juncal. Tenía un viejo coche americano, de esos grandes, negro y con un maletero tan inmenso que presumía de poder meter hasta cuatro personas dentro. Un Packard creo que era. Si tenían suerte les pasaba por alguno de los pasos poco vigilados del Baztán, Etxalar o Peñaplata. Pero al mínimo contratiempo los abandonaba en pleno monte y les decía que ya estaban en Francia. Eso cuando no los dejaba en la orilla izquierda del Bidasoa y les impulsaba a atravesarlo para llegar a su destino. Algunos no llegaban nunca al otro lado y aparecían en la bahía de Txingudi a los pocos días. Nuestro río, por pequeño y revuelto, puede ser muy traicionero para los que no conocen sus mañas.

En el establo de Erru encontramos los fardos ya hechos, unos cuarenta kilos para cada uno. Antes de salir de vuelta aprovecharíamos para secarnos, comer algo y dormir entre el heno hasta el anochecer. La dueña de la casa siempre se portaba y tenía preparada una buena mesa a la que sentarnos para reponer fuerzas.

Antes de caer la tarde ya estábamos todos despiertos y nerviosos por salir. Un cigarrillo, encendido con mi chisquero de mecha, ese que no se ve al prenderlo en la noche, y compartido con Kepa en silencio cómplice, puso punto final al descanso.

-¡Goazen mutilak! –la voz de Joxean nos recordaba que nos quedaba la vuelta. Y ahora cargados. 

Volveríamos por un camino más fácil, dejando a un lado Biriatou, y atravesando el Bidasoa pasado Endarlaza, cerca de Punttas. Y de allí subiendo hacia Irumugarrieta para pasar por el collado de Saroia, llegaríamos a Oyarzun en poco más de seis horas.

-          ¡Kontuz, begira! –la advertencia nos sobrecogió

Era  Txelis, que iba en cabeza con Joxean, quien los vio cuando pasábamos el río con los fardos al hombro. Eran dos bultos oscuros y deslavazados, aplastados en el ribazo del vado. Les debía haber dejado la corriente al bajar el caudal tras las intensas lluvias. Un hombre y un chico joven, casi un niño. A su lado, entre las piedras, algunas ropas dispersas,  mojadas y manchadas de barro y una maleta de cartón empapada y vacía. Ambos,  con los brazos abiertos se enganchaban a la tierra y sus caras miraban la orilla que sólo la muerte les dejó alcanzar.

-¡Putos cabrones inhumanos! -exclamó Joxean con un tono de voz salido desde el alma.

Y no hubo nada más, proseguí el camino inmerso en un silencioso y culpable griterío interior. Mi noche de aventura, de riesgo controlado, de algo de dinero fácil, era también noche de muerte y de sueños rotos para otros más desafortunados que llegaban hasta aquí buscando una vida mejor,.


Eduardo Lizarraga

Hondarribia, Agosto 2016

miércoles, 24 de agosto de 2016

Andanzas felinas


Tras más de media hora de espera, un ligero movimiento en la hojarasca me obligó a tensar los músculos y a caer sobre ella en dos saltos. Pero a pesar de mi rapidez se volvió a escapar. Todo el invierno llevaba detrás del topillo y hasta ahora no había tenido la menor oportunidad. Y seguía sin tenerla. Chasqueada,  di la vuelta y me dispuse a hacer la ruta acostumbrada. Ya llegará la primavera…

Desde el agujero de la alambrada metálica contemplé la calle que era parte de mis dominios. Una calle excelente, con muchos escondrijos y sin presencia de ninguno de esos peludos ladradores tan molestos. Ocho casas por las que merodeaba a placer, de las que conocía todos sus secretos y también a sus dueños y las posibilidades que me brindaban.

Aunque con pocas esperanzas decidí comenzar por el chalet de enfrente. Un chalet pequeño, de piedra basta y con muchos escondites ya explorados. Su dueño, Javier, siempre tiene varios coches aparcados en la ancha explanada que se extiende delante de la puerta principal. Y desde debajo de cualquiera de ellos, puedo pasar horas acechando a los pájaros que merodean por el jardín. Es mi casa preferida, sobre todo los fines de semana de buen tiempo. Porque Javier es muy aficionado a las barbacoas con sus amigos. Claro está, que en cuanto huelo el tibio aroma de la carne a la parrilla, me acerco sin pensarlo. Un par de maulliditos tenues, de esos de gatita desvalida y hambrienta, siempre me dan un resultado excelente. Mucho más cuando hay chicas. Hasta he conseguido  que me pongan un platillo con trocitos ya cortados, nada de sobras o huesos.

-Ven gatita, ven….bsss, bssss, bssss- me dicen, y yo me acerco a comer con parsimonia y hasta dejo que me acaricien un poco, aunque sin dar excesiva confianza.

No hay nada, ni por los alrededores de la mesa de piedra en la que suelen comer, ni debajo de los bancos. Zapirón o la negrita, mi profunda enemiga, han debido pasar por aquí la noche pasada y han limpiado a conciencia. Tampoco hay suerte con los pajarillos, que están atentos a mis movimientos y no me pierden de vista. Pero sé que en unas semanas, con la llegada de la primavera, templará la temperatura y entonces comenzarán sus arrumacos y revoloteos con las hembras, se despistarán y serán míos. Me relamo los bigotes con sólo imaginarlo.

La casa siguiente es la del músico. Es un hombre mayor, ya canoso, siempre tiene música puesta o toca el violín. Vive con una mujer muy agradable a la que nunca le falta  un trocito de jamón york para darme. Mmmm, jamón york….mi comida preferida…Pero no hay suerte, no se oye nada y eso quiere decir que no están. Dudo un momento en quedarme un rato, veo una manta sobre la silla que hay a la entrada,  me invita a tumbarme con promesas de tibia suavidad; es una terraza soleada y desde la que se divisa todo muy bien. Pero decido seguir la ronda.

Me salto la casa del antipático. Un hombre que siempre está enfadado.  Una vez vi a la mujer, la única persona agradable que hay en esa casa, llorando. El hombre le estaba insultado y amenazando…no sé si le había pegado. Si llego a ser algo más grande le hubiera hecho ver lo que vale una chica… Los niños que tienen, dos peligrosos y uno que aún no anda,  también son odiosos. Siempre que pueden me tiran cosas y aún recuerdo con horror cuando el verano pasado me encontraron desprevenida, dormitando al sol y me enchufaron con la manguera.

-¡Gatito, gatito! –gritaban, mientras veían como salía huyendo, dando bufidos de enfado y toda mojada.

Deslizándome entre la hiedra y el muro de ladrillo me asomo a la casa de Philippe. Es un chico joven, muy agradable al que no le faltan nunca  palabras cariñosas. Pero debe ser vegetariano porque todo lo que tiene para comer es horroroso. Ni siquiera jamón york.

Suelo mirar lo que hace desde una de las ventanas de su garaje. Lo tiene puesto como sala de baile, con espejos, unas barras de madera en los laterales y muchos posters de señoras y señores bailando. Ahí está, con su música y dando saltitos. Lo curioso es que muchas veces, como hoy, está vestido de mujer. Hasta zapatos de tacón lleva. Gira y gira, salta y salta mirándose en los espejos. Nadie le reconocería con su peluca rubia, los labios y ojos pintados y otras cosas que no quiero decir, porque aunque un tanto arisca soy muy pudorosa y determinada cosas me dan un poco de vergüenza.

En un momento dado me ve y me llama.

-¡Tomasa, Tomasa! – sí, soy yo, es el nombre que me pusieron pero no contesto jamás.

Mira que podían haberme puesto algún nombre más lucido, Cleopatra, Lucinda, incluso Terpsícore que me gusta mucho. Pero no, se les ocurrió Tomasa. Y con el nombrecito me quedé, como si fuera de pueblo.

Me exhibo un poco en el poyete de la ventana y salgo con el rabo en periscopio hacia la última casa de ese lado. La del señor triste. También suele estar en el garaje, pero en lugar de sala de baile lo tiene convertido en cuarto de herramientas y trastos. Cuelgan bicis de distintos tamaños de las vigas, hay máquinas para el jardín y un cierto desorden que me gusta. Antes siempre estaba trabajando allí, arreglando cosas, pintando, con la radio puesta, contento. Sus manos grandes, callosas y llenas de grasa y pintura,  me acariciaban y yo me dejaba tranquila. No sé cómo se llama, pero me agrada.

También antes había más personas en la casa. Recuerdo una mujer y unos chicos jóvenes. Recuerdo que había fines de semana llenos de bullicio con barbacoas y piscina. Pero hace ya tiempo que está solo, que no hay barbacoas y la piscina está llena de un agua verdosa con algas. Tampoco trabaja ya en el garaje taller. A veces está sentado en una silla, debajo de las bicicletas, que siguen colgando de la viga. La cabeza entre las manos y los ojos con lágrimas. Como siempre tiene la puerta abierta, me acerco y me restriego contra sus piernas. Y esas manos que me gustan, me acarician con suavidad y me dicen cosas en voz baja.

Hoy también está la puerta abierta y el hombre triste está dentro. Pero no está sentado. Cuelga de una cuerda al lado de las bicicletas y la silla está caída bajo sus pies. Permanece inmóvil y sus ojos abiertos están llenos de lágrimas.

-Bssssss, bssssss, bsssss….¡Tomasa!, ¡Tomasa!...bssssss, bssssss, bsssss

Me está llamando ese con el que vivo, desde lo alto de la cuesta, desde mi casa. Pero yo ni caso, que a ese nombre ni contesto ni voy a contestar. ¡Y es que no se entera!

Pero de repente se oye la palabra mágica

-Toma, toma, toma…. Jamooonnnn….
Y mi estómago sale disparado cuesta arriba y yo detrás, dando saltos como una gacela.


Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Agosto  2016