miércoles, 20 de junio de 2012

Unas cartas de antaño (Relato en dos folios)


El repiqueteo de la campanilla, al entrar en el establecimiento, alegró el ánimo de Salvador; algo le decía que ésta vez sí, que en esta ocasión había dado con lo que llevaba tanto tiempo buscando. López, el viejo anticuario de la calle del Prado, salió a recibirle con una amplia sonrisa. Y mientras le daba la mano, calculaba la suma que pediría.

-          Encantado de conocerle señor Mendoza, nuestro común amigo Cruz me ha hablado mucho y muy bien de usted.

-          El placer es mío señor López. Cruz también me ha hablado de usted y me recomendó encarecidamente sus servicios. Y creo que al parecer de forma no gratuita.

Cruz era un anticuario de San Sebastián, de conocido prestigio y del que Salvador era uno de sus mejores clientes. Como es costumbre en el gremio, los “encargos especiales” se reparten, al igual que las comisiones. Hacía tiempo que Salvador buscaba una pieza muy particular y Cruz había puesto en marcha toda su red de contactos.

-          Está en la trastienda, me ha costado mucho conseguirlo –aseguró el anticuario.

La trastienda no era más que un inmenso batiburrillo de cosas, con un penetrante olor a betún de Judea y a barniz. Pero allí, pegado a una pared del fondo y con una estudiada luz indirecta alumbrándolo, estaba lo que el señor Mendoza venía buscando: un escritorio italiano del XVIII, con incrustaciones de marfil y piedras duras.

Salvador se acercó hasta el mueble, y pasando con delicadeza la mano a lo largo de su extremo superior, abrió el cierre y bajó la tapa que hacía de mesa de escritura. Los dorados de la marquetería brillaban con serenidad, destacando sobre la negra madera de ébano. Innumerables cajones, franqueados por columnas salomónicas, y tiradores con cabezas de león, se asomaron a unos ojos emocionados, que se estaban llenando de lágrimas.

                -¿Qué le parece? preguntó López, frotándose las manos de puro nerviosismo.

- Es el escritorio que estaba buscando, no hay duda. Ya me dirá el precio y cuándo lo pueden llevar a mi casa.

Y echando mano de la chequera, Salvador acompañó al feliz anticuario hasta su despacho, para cerrar la operación. Ni tan siquiera se tomó el excelente Oporto con que López obsequiaba a sus clientes tras una buena venta. Se ahogaba allí dentro, necesitaba salir al exterior para poder gritar, dar saltos, reír… Por fin, después de tantos años de búsqueda, lo había encontrado.

A los dos días el escritorio estaba en casa del señor Mendoza y había vuelto a su ubicación original, a la habitación que fuera de su madre, con un cuadro y una mesilla de noche que había conseguido recuperar también. Habían pasado casi cuarenta años desde que su padre lo vendiera, junto con todo el mobiliario que había en la estancia, a los pocos días de la muerte de su madre.

Nunca había entendido el alejamiento de su progenitor, la distancia que siempre le mantuvo, y que tras quedar huérfano de madre, con apenas doce años, se acentuó hasta el destierro. Como tal consideraba, que desde esa edad, se le mandara a vivir con unos lejanos parientes de San Sebastián. Allí estudió y se casó, y hasta enviudó hacía ya unos años. Todo ello sin tener apenas trato con su padre, salvo el día de su cumpleaños, en que éste se acercaba desde Madrid, comían juntos y luego marchaba, sin muchas palabras por el medio. Cuando le comunicaron su muerte, hacía poco más de dos años, no pudo especificar muy bien el sentimiento que le inundó; desde luego no era dolor, como sintió el día de la muerte de su madre. De ella sí que recordaba cosas; la veía delante de ese escritorio que acababa de recuperar, escribiendo cartas, jugando con él, llorando a veces…

Se veía así mismo, sentado a los pies de su madre, abriendo los cajones del escritorio y escondiendo en ellos los animalitos del zoo que le habían regalado por Navidad. ¡Cuántos recuerdos!

Había vuelto a Madrid, a ocupar la casa familiar, un caserón de tres plantas en la calle Ruiz de Alarcón. La recordaba bien y estaba casi igual, si se exceptúa que la habitación que fuera de su madre estaba vacía. Modernizó la vivienda, contrató servicio y se dedicó a buscar los muebles que recordaba y que ya no estaban. Sobre todo aquel escritorio de sus juegos infantiles.

Ahora ya lo tenía, instalado en su habitación, con la tapa abierta y dejando ver su interior de negros y dorados; le parecía ver a su madre sentada delante, siempre escribiendo cartas.

Debió ser la sugestión del hallazgo, o el dormirse viéndolo enfrente, pero aquella noche soñó con los años felices de su niñez; soñó con sus animalitos del zoo y sus juegos en los cajones del escritorio, con las lágrimas de su madre y con el escondite que le mostrara.

Se despertó, con el sueño fresco aún en la mente y sin dudarlo, se dirigió al escritorio. Giró una de aquellas columnas salomónicas, y al presionarla, se abrió un compartimento secreto bajo uno de los cajones. Dentro encontró un pequeño león de plomo y una jirafa, pero también un paquetito de cartas atadas con una cinta azul.

Estaban dirigidas a un apartado de correos de Madrid, señalando “Para Clara”, que era el nombre de su madre; y en el remite tan sólo ponía S.Z.; pero los sellos de las cartas indicaban que habían llegado desde distintos países hispanoamericanos. Un cierto pudor le impedía leer las cartas, pero decidido, tomó una al azar.

Unos lo llaman destino, otros casualidad, pero una de las frases de aquella carta, dirigida a su madre más de cincuenta años atrás, le obligó a ordenarlas y leerlas todas.

-          Creo, que ponerle ni nombre a nuestro hijo, es algo que tu marido nunca te perdonará si algún día llegara a enterarse.

Y en otra:

-          Sabes que siempre os estaré esperando.

La última carta estaba fechada en Ciudad de Méjico, pocos días antes de la muerte de su madre. No había dirección, pero Salvador comprendió que el escritorio italiano tan sólo había sido el inicio de su búsqueda.