El repiqueteo de la campanilla, al entrar en
el establecimiento, alegró el ánimo de Salvador; algo le decía que ésta vez sí,
que en esta ocasión había dado con lo que llevaba tanto tiempo buscando. López,
el viejo anticuario de la calle del Prado, salió a recibirle con una amplia
sonrisa. Y mientras le daba la mano, calculaba la suma que pediría.
-
Encantado de conocerle señor Mendoza, nuestro común amigo Cruz me ha
hablado mucho y muy bien de usted.
-
El placer es mío señor López. Cruz también me ha hablado de usted y me
recomendó encarecidamente sus servicios. Y creo que al parecer de forma no
gratuita.
Cruz era un anticuario de San Sebastián, de
conocido prestigio y del que Salvador era uno de sus mejores clientes. Como es
costumbre en el gremio, los “encargos especiales” se reparten, al igual que las
comisiones. Hacía tiempo que Salvador buscaba una pieza muy particular y Cruz
había puesto en marcha toda su red de contactos.
-
Está en la trastienda, me ha costado mucho conseguirlo –aseguró el
anticuario.
La trastienda no era más que un inmenso
batiburrillo de cosas, con un penetrante olor a betún de Judea y a barniz. Pero
allí, pegado a una pared del fondo y con una estudiada luz indirecta
alumbrándolo, estaba lo que el señor Mendoza venía buscando: un escritorio
italiano del XVIII, con incrustaciones de marfil y piedras duras.
Salvador se acercó hasta el mueble, y pasando
con delicadeza la mano a lo largo de su extremo superior, abrió el cierre y
bajó la tapa que hacía de mesa de escritura. Los dorados de la marquetería
brillaban con serenidad, destacando sobre la negra madera de ébano.
Innumerables cajones, franqueados por columnas salomónicas, y tiradores con
cabezas de león, se asomaron a unos ojos emocionados, que se estaban llenando
de lágrimas.
-¿Qué
le parece? preguntó López, frotándose las manos de puro nerviosismo.
- Es el escritorio que estaba
buscando, no hay duda. Ya me dirá el precio y cuándo lo pueden llevar a mi
casa.
Y echando mano de la chequera, Salvador
acompañó al feliz anticuario hasta su despacho, para cerrar la operación. Ni
tan siquiera se tomó el excelente Oporto con que López obsequiaba a sus
clientes tras una buena venta. Se ahogaba allí dentro, necesitaba salir al
exterior para poder gritar, dar saltos, reír… Por fin, después de tantos años
de búsqueda, lo había encontrado.
A los dos días el escritorio estaba en casa
del señor Mendoza y había vuelto a su ubicación original, a la habitación que
fuera de su madre, con un cuadro y una mesilla de noche que había conseguido
recuperar también. Habían pasado casi cuarenta años desde que su padre lo vendiera,
junto con todo el mobiliario que había en la estancia, a los pocos días de la
muerte de su madre.
Nunca había entendido el alejamiento de su
progenitor, la distancia que siempre le mantuvo, y que tras quedar huérfano de
madre, con apenas doce años, se acentuó hasta el destierro. Como tal
consideraba, que desde esa edad, se le mandara a vivir con unos lejanos
parientes de San Sebastián. Allí estudió y se casó, y hasta enviudó hacía ya
unos años. Todo ello sin tener apenas trato con su padre, salvo el día de su
cumpleaños, en que éste se acercaba desde Madrid, comían juntos y luego
marchaba, sin muchas palabras por el medio. Cuando le comunicaron su muerte,
hacía poco más de dos años, no pudo especificar muy bien el sentimiento que le
inundó; desde luego no era dolor, como sintió el día de la muerte de su madre.
De ella sí que recordaba cosas; la veía delante de ese escritorio que acababa
de recuperar, escribiendo cartas, jugando con él, llorando a veces…
Se veía así mismo, sentado a los pies de su
madre, abriendo los cajones del escritorio y escondiendo en ellos los
animalitos del zoo que le habían regalado por Navidad. ¡Cuántos recuerdos!
Había vuelto a Madrid, a ocupar la casa
familiar, un caserón de tres plantas en la calle Ruiz de Alarcón. La recordaba
bien y estaba casi igual, si se exceptúa que la habitación que fuera de su
madre estaba vacía. Modernizó la vivienda, contrató servicio y se dedicó a
buscar los muebles que recordaba y que ya no estaban. Sobre todo aquel
escritorio de sus juegos infantiles.
Ahora ya lo tenía, instalado en su
habitación, con la tapa abierta y dejando ver su interior de negros y dorados;
le parecía ver a su madre sentada delante, siempre escribiendo cartas.
Debió ser la sugestión del hallazgo, o el
dormirse viéndolo enfrente, pero aquella noche soñó con los años felices de su
niñez; soñó con sus animalitos del zoo y sus juegos en los cajones del
escritorio, con las lágrimas de su madre y con el escondite que le mostrara.
Se despertó, con el sueño fresco aún en la
mente y sin dudarlo, se dirigió al escritorio. Giró una de aquellas columnas
salomónicas, y al presionarla, se abrió un compartimento secreto bajo uno de
los cajones. Dentro encontró un pequeño león de plomo y una jirafa, pero
también un paquetito de cartas atadas con una cinta azul.
Estaban dirigidas a un apartado de correos de
Madrid, señalando “Para Clara”, que era el nombre de su madre; y en el remite
tan sólo ponía S.Z.; pero los sellos de las cartas indicaban que habían llegado
desde distintos países hispanoamericanos. Un cierto pudor le impedía leer las
cartas, pero decidido, tomó una al azar.
Unos lo llaman destino, otros casualidad,
pero una de las frases de aquella carta, dirigida a su madre más de cincuenta
años atrás, le obligó a ordenarlas y leerlas todas.
-
Creo, que ponerle ni nombre a nuestro hijo, es algo que tu marido
nunca te perdonará si algún día llegara a enterarse.
Y en otra:
-
Sabes que siempre os estaré esperando.
La última carta estaba fechada en Ciudad de
Méjico, pocos días antes de la muerte de su madre. No había dirección, pero Salvador
comprendió que el escritorio italiano tan sólo había sido el inicio de su
búsqueda.