Emeterio
Montoya, pequeño y moreno, se mostraba casi imperceptible sentado entre los dos
guardias civiles. Con las muñecas esposadas entre las piernas miraba, cariacontecido,
su ropa manchada y rota, y las nailas llenas de barro. De repente, y como
hablando para sí mismo, exclamó:
¡Qué
man chorao la fregoneta!
Y luego, ya dirigiéndose a uno de los guardia
civiles, repitió:
¡Mi
sahento, que manrobao la fregoneta! ¡La sebrita!
-Miré
usted –le respondió el interpelado- ni soy sargento ni se nada de su furgoneta.
Cuando lleguemos al cuartelillo pone usted una denuncia.
El
vehículo seguía dando tumbos por el camino rural que discurría entre las
huertas. Con los baches, Emeterio chocaba con uno u otro de los guardias, y los
melones y melocotones que iban en las cajas, se desparramaban por la trasera
del furgón.
Hacía
poco más de dos horas que había comenzado el mal trago por el que ahora estaba
pasando. Todo iba bien, como las otras veces. Habían llegado, él y el Perlita,
a eso de las doce de la noche a la zona de las huertas de la vega. Después de bajar una docena de cajas de madera,
de esas que se emplean para la fruta, dejaron su furgoneta, la cebrita, como la
llamaba Emeterio, aparcada un poco más lejos,
escondida a la entrada de un camino y entre unos matorrales, para no
llamar la atención, y comenzaron a recolectar la fruta que ya estaba casi
madura, llenando las cajas una a una y
dejándolas al amparo de la cuneta. No
llevarían una hora trabajando, cuando escucharon el motor de la furgoneta que
arrancaba, y el sonido de sus ruedas
rechinando en el camino y abandonando a
toda velocidad el lugar. Emeterio quedó como traspuesto, contemplando las luces
traseras que desaparecían en la noche. Casi
al momento, se encendieron unas luces en
una casuca que había al fondo y alguien comenzó a gritar:
-¡Ladrones,
hay ladrones en la huerta del tío Juan!
Otras
voces contestaron a lo lejos y más luces se encendieron.
No
habían pasado cinco minutos desde los primeros gritos cuando por el fondo del
camino vieron como llegaba un coche policial con la sirena puesta. El Perlita anduvo vivo, y pudo escapar por
entre los juncales, pero él se medio cayó en una acequia y le trincaron como a un
principiante. Y con las cajas llenas de fruta a su lado no había nada que
decir. Le quitaron el baldeo, le pusieron las esposas y le metieron en el furgón policial.
El
calabozo del cuartelillo era ya conocido por Emeterio y también sabía, por experiencia, que
hasta la mañana siguiente no prestaría declaración al sargento oficinista del
puesto. Así es que arrebujándose en la vieja
manta militar que encontró sobre el banco, se preparó para pasar lo mejor
posible las horas de noche que quedaban. Hacía frío allá abajo a pesar de no
ser más que principios de septiembre.
No
llevaría más de dos horas durmiendo un sueño, parecido al de los justos, cuando
se despertó con el ruido que hizo al
abrirse la puerta del calabozo, para dar paso a un nuevo inquilino.
-
¡Buena noshe! Escuchó que decía el que entraba, con un marcado acento que le llenó de
satisfacción y tranquilidad. Al menos no era un payo.
-
¡Buena noshe nos de Dio! Y que se lleve pronto a loh picoleto que sólo
quieren buscarnos la ruina.
Río el recién llegado y se sentó a su lado
diciéndole,
-
¿Y por qué estás aquí hermano? ¡Qué tapasao?, que te veo con la lima y
loh jarale roto y manchao.
-
Pue ya ve, questaba a la noshe hasiéndome un huerto con un colega y ya
teníamo la fruta metía en la caha cuando un malaje me choró la fregoneta. En
die minuto teníamo a loh picoleto ensima, que unos cabras que sobaban por allí
se fueron de la muy y dieron el queo. Mi colega salió de naja y se abrió en
cuanto vio la movida, pero a mí me ligó la pasma. Que iban con el bufoso en la
mano y amenazando con darme un buchante loh muy desalmao.
Me choraron la sebrita killo, noventa napos que había pagao y un
peluco de colorao.
-
¿La sebrita le llamah colega?
-
Eh que iba maqueá como una sebra, a raya negra sobre blanco, muy guapa killo,
hasta pestaña le había pintao a los brillos. ¿Y a ti que tapasao? preguntó el
Emeterio.
Tras una pequeña vacilación el recién llegado le contó su caso.
- ¡E una equivocació tron, un payo que ha disho que le he vendió unos muebles robaos y saquivocao de persona. Que para esos payos todos los calés somos iguales. Hase un rato vino la pestañí a la keliy y paentro... Yo soy piquero, pero cualquiera se lo dise a estoh.
- ¡E una equivocació tron, un payo que ha disho que le he vendió unos muebles robaos y saquivocao de persona. Que para esos payos todos los calés somos iguales. Hase un rato vino la pestañí a la keliy y paentro... Yo soy piquero, pero cualquiera se lo dise a estoh.
-
¿Hase un truja? Y ofreció el
Emeterio un paquete de cigarrillos preguntando a la vez, ¿cómo te llama
killo?
-
¡Soy Ramón, pero me llaman el Sevilla, aunque soy de Graná, de loh jesuline
, añadió para aclarar la procedencia.
-
¡Guardia, guardia! - gritaba Emeterio- a ver si hase el favo de trae
una cobija para el colega, que hase algo de rasca en el truyo y no vamos a
estar lo do liaos con la misma.
Volvió el guardia al poco con otra manta.
-
¡A ver si sos calláis que ya es hora. Y para fumar hace falta pedir
permiso, a ver si sos enteráis ustedes.
Salió cerrando la puerta tras de sí y
quedaron los dos presos solos, con las brasas de los cigarrillos brillando en
la oscuridad.
Se despertaron unas horas después, casi a la
vez, con seguridad por el olor a café
que venía de arriba. Se oían voces que señalaban que comenzaba la actividad en
el cuartelillo.
-
Ya me vendrían bien uno buche de café y unos shurros, dijo Emeterio
riendo. Como los que me trae a la piltra lo domingo la Maruja.
-
Yo prefiero una porrita pero no diría que no a lo shurro, contestó
Ramón.
-
Me despertao con la sebrita en el bolo , viendo los brillos apestañaos
y el bul
también a rayas–dijo Emeterio- mira que si la ha jodio el sungo ese.
Como le pille le vi a enseñá el sufra siete vese. - E hizo ademán el Emeterio de tirar de pincho.
-
No te coma el tarro tron, que seguro que la encuentra bien. Una fregoneta
de sebra se gila pronto - le consolaba Ramón- que no es un roda pa vasilá y la
habrá dejao en cualquier lao.
-
Noventa napos, killo, y un peluco de colorao que cotisé -se lamentaba
Emeterio- con una estampita de la Virgen de los Remedios que me regaló la
Maruja.
Seguían hablando por lo bajines los dos
gitanos cuando se abrió la puerta de arriba y unos pasos descendieron por las
escaleras.
-
A ver vosotros –dijo una voz- os va a llamar el sargento para hacer la
declaración. Si no queréis declarar o queréis un abogado se lo decís arriba.
Se volvió a cerrar la puerta. Y los dos
gitanos se miraron con el profundo conocimiento que marca la experiencia.
-
Por uno cuanto melone no me vái a dar ningún disgusto. La trena será
pa otro día –dijo Emeterio, añadiendo –seguro que ya están la Maruja y el
Perlita arriba con un buga pa ir a la keli y poé makeame un poco.
A vé luego por donde empieso yo a busca la sebrita…¡Mala muerte tenga el
choro ese!
El Ramón no dijo nada y tan sólo asintió a
las palabras que escuchaba, como dándole la razón para animarle.
Al poco se volvió a abrir la puerta y bajaron
un cabo con unos papeles y dos números de escolta.
-
Venga –dijo- que suba el de la furgoneta que el sargento le va a tomar
declaración.
-
Matocao a mi primero - dijo Emeterio, subiendo las escaleras con
decisión.
Pero el cabo, que ya le conocía de otras
ocasiones, le rechazó con la mano diciendo:
-
No hombre no, Emeterio, que a ti te pillamos con los melones. Al que
pillaron con la furgoneta, esa pintada con rayas negras, es al otro,
-
A ver –dijo hojeando los papeles que llevaba- Ramón Vargas, que suba.
Si no se lo impiden se lo lleva por delante
allí mismo.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Septiembre 2013