jueves, 6 de junio de 2013

Una rubia escurridiza (Relato en dos folios)


El cabreo sordo que llevaba Gálvez desde la muerte del “marchante” se traslucía en su cara y ademanes. Lo mismo daba una olímpica patada a un bote de refresco vacío, en la calle del Pez,  que gruñía los buenos días cuando entraba en la comisaría de la Luna. Y es que todo había sucedido delante de sus narices, y dos semanas después aún no tenía ningún resultado.

Más o menos tenía la certeza de que una rubia alta, de pelo largo y bien vestida, con elevados zapatos de tacón, podía ser la culpable. El cómo estaba claro, más de diez puñaladas repartidas, de manera desordenada, por el pequeño e informe cuerpo del “marchante”; aunque el cuchillo, puñal o navaja trapera que fuera, seguía sin aparecer. El cuándo estaba claro, porque eran dos de sus hombres los que vigilando la casa desde un bar frente al portal, habían visto entrar a la rubia pero no salir.  El por qué se lo barruntaba, aunque tampoco estaba seguro. La vida del “marchante” era asaz complicada, tenía muchos enemigos y cualquiera de su sucios negocios  podía haberle llevado a desangrarse sobre la tupida alfombra de su dormitorio, como un cochino en San Martín.

-¿Qué pasa Gálvez, buscando a la rubia todavía? – Era el imbécil de Marchena, que pegado a la pared de la comisaría, se protegía como podía de la lluvia que seguía cayendo. Echaba humo maloliente de una farias con camiseta y en su cara se dibujaba media sonrisa burlona.

-¡Mejor andar buscando rubias que encontrando mierdas en los Pitufos!- Le contestó en tono desabrido Gálvez.- ¡Que cualquier día te pillas un SIDA de campeón! Y es que Marchena andaba en Salud Pública; de la Cañada Real a los Pitufos y de allí a las Tingladillas. Todo el día con los calorros, la droga y las chutas. Aunque ahora también había búlgaros y rumanos en el negocio,  y estos eran más peligrosos.

El guardia que estaba de plantón en la puerta le saludó de forma impersonal. Debía ser nuevo y aún no le conocía.

Cuando se lo cargaron, hacía ya diez días que vigilaban al “marchante”. Un individuo sesentón, bajito, regordete, viejo conocido de la policía por sus múltiples andanzas y que ahora se decía periodista. Su vida transcurría en esa complicada frontera entre lo peligroso, el delito y los negocietes oscuros con pasta fácil.  El “marchante” no tenía nada que ver con el mundillo del arte, aunque en su tarjeta de visita lo ponía, para darse pisto. Hacía años era habitual de determinados salones de juegos, a dónde iba a ver “posturas” en las mesas de billar. Estaba bien relacionado entre actores y actrices de medio pelo y buscavidas diversos,  y vendía exclusivas a algunas revistas del corazón e infames programas  de televisión. Aunque también hacía otras cosas bastante más lucrativas y que tenían que ver, sin duda alguna, con su desgraciada despedida.

Y era una de estas facetas del “marchante” la que había conseguido llamar la atención de Gálvez y su equipo. Bueno, en realidad el encargo venía de arriba. De muy arriba por lo visto.

-          A ver Gálvez, ante todo discreción. Sé que usted es cuidadoso y por eso le he recomendado para la tarea. No me deje mal -era su jefe directo el que le estaba encargando el trabajo-  aunque por lo que pudo entender el encargo llegaba desde más allá de la DGP, desde el propio Ministerio del Interior.

-          No se preocupe jefe, que él prenda éste no va a poder dar un paso sin que sepamos dónde va y lo que  lleva.

-          Eso está bien, pero además sabe –añadió el jefe con algo de preocupación y es que le gustaban las cosas legales- que hay que sacarle de casa y mantenerle fuera unas horas. Un equipo, no puedo decirle de dónde, van a ir a registrar su vivienda. Tienen que encontrar unas fotos. ¡Hala, al tajo y con cuidado que pintan bastos! –me recomendó al despedirme- cuanto menos sepa usted de todo esto, mejor.

Dos horas me había tenido en su despacho, a puerta cerrada, explicándome el trabajo con minuciosidad.  Uno de los sustentos económicos del “marchante” era el chantaje; que mezclaba con sus trabajos de proxeneta para uno y otro sexo.  Se movía por la noche madrileña, se enteraba de cosas, buscaba fotos o las hacía, grababa encuentros… Y  luego decidía si vendía la “exclusiva” o si la negociaba con los interesados  por lo directo. Y había encontrado algo grande. Unas fotografías tomadas un par de años atrás,  de un conocido político conservador, casado y con una modélica y ordenada vida. El “marchante” había decidido hacer caja y se había dirigido al partido del político conservador diciéndoles, con sorna, que quería retirarse.

Y aquí entraba yo. Teníamos que controlar su casa, saber quién iba y venía y sacarle para que otro equipo, más especializado, la registrara, encontrara las fotos y así se acabara el problema, porque de gestionarse mal, aquella situación podía terminar con una elecciones generales anticipadas y “el país no tiene el coño para ruidos”, como había dicho el jefe.

Diez días llevábamos detrás de él como perros de presa. Y se notaba que lo sabía. Pero seguía haciendo una vida normal, entraba, salía, iba a fiestas nocturnas, alternaba aquí y allí… como si no estuviera trajinando el negocio de su vida. El equipo “especializado” registró su casa varias veces. Y no encontró nada. Pensábamos comenzar a buscar entre su entorno cuando le asesinaron.

Fue una mañana que llovía a cubos; lo cierto es que está siendo una de las primaveras más lluviosas que conozco. Estaban Luján y Jimeno de vigilancia. El “marchante” había salido la noche anterior a hacer un recorrido por sus garitos habituales. Había vuelto tarde y cargado, y  sabíamos que hasta mediodía del domingo no se levantaría. No es una vivienda con muchos vecinos ya que hay varias oficinas y salvo una rubia alta que entró en el portal, pasadas las diez de la mañana,  todos los que entraron o salieron eran personas habituales del inmueble.

Pasadas las doce llegó un coche de la policía nacional con las luces encendidas. Una vecina había llamado diciendo que había oído una pelea y gritos en casa del marchante, luego nada más. Tuvimos que echar la puerta abajo pues nadie nos abría. Por supuesto que estaba muerto y habían hecho una verdadera sarracina con él. La vecina, que desde que escuchó los primeros ruidos no se había despegado de la mirilla, nos aseguró que la mujer rubia y alta, con abrigo de piel largo, zapatos  oscuros de tacón y buena pinta ¡lo que da de sí una mirilla bien aprovechada!  había salido poco después de las once. Pero por el portal no había salido, y podía fiarme de Luján, que para esto de las vigilancias es muy concienzudo.

Revisamos la casa con minuciosidad, interrogamos a los vecinos, comprobamos su teléfono, controlamos a amigos y faranduleros…no encontramos nada que nos pudiera servir. Ni rastro de las fotos ni de la rubia. Y así hasta hoy.

Me llamó Peñalba, un amigo que tengo en Servicios Generales, una especie de cajón de sastre que se ocupan un poco de todo y coordinan con otros cuerpos, Guardia Civil, Bomberos, Policía Local, Ambulancias… Aquella mañana habían llamado a los bomberos desde el  inmueble donde había muerto el “marchante”; tenían casi 30 cms de agua en el garaje de la casa. Una maleta de esas medianas,  algo mayor que las que llaman de fin de semana, había atascado la alcantarilla principal. En su interior había un abrigo de pieles barato, de esos de los chinos, unos zapatos negros de tacón, una peluca de melena rubia y una navaja albaceteña de siete muelles al menos. ¡Acababa de aparecer la rubia! Y un sobre, con unas fotografías, mojadas pero visibles. Y a pesar de lo que me había comentado mi jefe, y de mi  conocida discreción lo abrí y las contemplé con detenimiento.

No me extrañó que el partido conservador estuviera preocupado. Se veía muy bien a su líder, al que se reconocía en varios primeros planos, aunque no llevaba ni traje ni corbata, ni tampoco alguna otra ropa encima. Lo mismo que el maromo que le acompañaba; ambos en unas posturas más que cariñosas, que no daban lugar a ninguna duda del rol al que jugaba cada uno.

 

Eduardo Lizarraga

Hondarribia, junio de 2013.