El
cabreo sordo que llevaba Gálvez desde la muerte del “marchante” se traslucía en
su cara y ademanes. Lo mismo daba una olímpica patada a un bote de refresco
vacío, en la calle del Pez, que gruñía
los buenos días cuando entraba en la comisaría de la Luna. Y es que todo había
sucedido delante de sus narices, y dos semanas después aún no tenía ningún
resultado.
Más o menos
tenía la certeza de que una rubia alta, de pelo largo y bien vestida, con
elevados zapatos de tacón, podía ser la culpable. El cómo estaba claro, más de
diez puñaladas repartidas, de manera desordenada, por el pequeño e informe
cuerpo del “marchante”; aunque el cuchillo, puñal o navaja trapera que fuera,
seguía sin aparecer. El cuándo estaba claro, porque eran dos de sus hombres los
que vigilando la casa desde un bar frente al portal, habían visto entrar a la
rubia pero no salir. El por qué se lo
barruntaba, aunque tampoco estaba seguro. La vida del “marchante” era asaz
complicada, tenía muchos enemigos y cualquiera de su sucios negocios podía haberle llevado a desangrarse sobre la tupida
alfombra de su dormitorio, como un cochino en San Martín.
-¿Qué
pasa Gálvez, buscando a la rubia todavía? – Era el imbécil de Marchena, que
pegado a la pared de la comisaría, se protegía como podía de la lluvia que
seguía cayendo. Echaba humo maloliente de una farias con camiseta y en su cara
se dibujaba media sonrisa burlona.
-¡Mejor
andar buscando rubias que encontrando mierdas en los Pitufos!- Le contestó en
tono desabrido Gálvez.- ¡Que cualquier día te pillas un SIDA de campeón! Y es
que Marchena andaba en Salud Pública; de la Cañada Real a los Pitufos y de allí
a las Tingladillas. Todo el día con los calorros, la droga y las chutas. Aunque
ahora también había búlgaros y rumanos en el negocio, y estos eran más peligrosos.
El
guardia que estaba de plantón en la puerta le saludó de forma impersonal. Debía
ser nuevo y aún no le conocía.
Cuando
se lo cargaron, hacía ya diez días que vigilaban al “marchante”. Un individuo
sesentón, bajito, regordete, viejo conocido de la policía por sus múltiples
andanzas y que ahora se decía periodista. Su vida transcurría en esa complicada
frontera entre lo peligroso, el delito y los negocietes oscuros con pasta fácil. El “marchante” no tenía nada que ver con el
mundillo del arte, aunque en su tarjeta de visita lo ponía, para darse pisto.
Hacía años era habitual de determinados salones de juegos, a dónde iba a ver
“posturas” en las mesas de billar. Estaba bien relacionado entre actores y
actrices de medio pelo y buscavidas diversos, y vendía exclusivas a algunas revistas del
corazón e infames programas de
televisión. Aunque también hacía otras cosas bastante más lucrativas y que
tenían que ver, sin duda alguna, con su desgraciada despedida.
Y era
una de estas facetas del “marchante” la que había conseguido llamar la atención
de Gálvez y su equipo. Bueno, en realidad el encargo venía de arriba. De muy
arriba por lo visto.
-
A ver Gálvez, ante todo discreción. Sé que usted es cuidadoso y por
eso le he recomendado para la tarea. No me deje mal -era su jefe directo el que
le estaba encargando el trabajo- aunque
por lo que pudo entender el encargo llegaba desde más allá de la DGP, desde el
propio Ministerio del Interior.
-
No se preocupe jefe, que él prenda éste no va a poder dar un paso sin que
sepamos dónde va y lo que lleva.
-
Eso está bien, pero además sabe –añadió el jefe con algo de
preocupación y es que le gustaban las cosas legales- que hay que sacarle de
casa y mantenerle fuera unas horas. Un equipo, no puedo decirle de dónde, van a
ir a registrar su vivienda. Tienen que encontrar unas fotos. ¡Hala, al tajo y
con cuidado que pintan bastos! –me recomendó al despedirme- cuanto menos sepa
usted de todo esto, mejor.
Dos horas me había tenido en su despacho, a
puerta cerrada, explicándome el trabajo con minuciosidad. Uno de los sustentos económicos del
“marchante” era el chantaje; que mezclaba con sus trabajos de proxeneta para
uno y otro sexo. Se movía por la noche
madrileña, se enteraba de cosas, buscaba fotos o las hacía, grababa encuentros…
Y luego decidía si vendía la “exclusiva”
o si la negociaba con los interesados
por lo directo. Y había encontrado algo grande. Unas fotografías tomadas
un par de años atrás, de un conocido
político conservador, casado y con una modélica y ordenada vida. El “marchante”
había decidido hacer caja y se había dirigido al partido del político
conservador diciéndoles, con sorna, que quería retirarse.
Y aquí entraba yo. Teníamos que controlar su
casa, saber quién iba y venía y sacarle para que otro equipo, más especializado,
la registrara, encontrara las fotos y así se acabara el problema, porque de
gestionarse mal, aquella situación podía terminar con una elecciones generales
anticipadas y “el país no tiene el coño para ruidos”, como había dicho el jefe.
Diez días llevábamos detrás de él como perros
de presa. Y se notaba que lo sabía. Pero seguía haciendo una vida normal,
entraba, salía, iba a fiestas nocturnas, alternaba aquí y allí… como si no
estuviera trajinando el negocio de su vida. El equipo “especializado” registró
su casa varias veces. Y no encontró nada. Pensábamos comenzar a buscar entre su
entorno cuando le asesinaron.
Fue una mañana que llovía a cubos; lo cierto
es que está siendo una de las primaveras más lluviosas que conozco. Estaban
Luján y Jimeno de vigilancia. El “marchante” había salido la noche anterior a
hacer un recorrido por sus garitos habituales. Había vuelto tarde y cargado, y sabíamos que hasta mediodía del domingo no se
levantaría. No es una vivienda con muchos vecinos ya que hay varias oficinas y
salvo una rubia alta que entró en el portal, pasadas las diez de la
mañana, todos los que entraron o
salieron eran personas habituales del inmueble.
Pasadas las doce llegó un coche de la policía
nacional con las luces encendidas. Una vecina había llamado diciendo que había
oído una pelea y gritos en casa del marchante, luego nada más. Tuvimos que
echar la puerta abajo pues nadie nos abría. Por supuesto que estaba muerto y
habían hecho una verdadera sarracina con él. La vecina, que desde que escuchó
los primeros ruidos no se había despegado de la mirilla, nos aseguró que la
mujer rubia y alta, con abrigo de piel largo, zapatos oscuros de tacón y buena pinta ¡lo que da de
sí una mirilla bien aprovechada! había
salido poco después de las once. Pero por el portal no había salido, y podía
fiarme de Luján, que para esto de las vigilancias es muy concienzudo.
Revisamos la casa con minuciosidad,
interrogamos a los vecinos, comprobamos su teléfono, controlamos a amigos y
faranduleros…no encontramos nada que nos pudiera servir. Ni rastro de las fotos
ni de la rubia. Y así hasta hoy.
Me llamó Peñalba, un amigo que tengo en
Servicios Generales, una especie de cajón de sastre que se ocupan un poco de
todo y coordinan con otros cuerpos, Guardia Civil, Bomberos, Policía Local,
Ambulancias… Aquella mañana habían llamado a los bomberos desde el inmueble donde había muerto el “marchante”; tenían
casi 30 cms de agua en el garaje de la casa. Una maleta de esas medianas, algo mayor que las que llaman de fin de
semana, había atascado la alcantarilla principal. En su interior había un
abrigo de pieles barato, de esos de los chinos, unos zapatos negros de tacón,
una peluca de melena rubia y una navaja albaceteña de siete muelles al menos.
¡Acababa de aparecer la rubia! Y un sobre, con unas fotografías, mojadas pero
visibles. Y a pesar de lo que me había comentado mi jefe, y de mi conocida discreción lo abrí y las contemplé
con detenimiento.
No me extrañó que el partido conservador
estuviera preocupado. Se veía muy bien a su líder, al que se reconocía en
varios primeros planos, aunque no llevaba ni traje ni corbata, ni tampoco
alguna otra ropa encima. Lo mismo que el maromo que le acompañaba; ambos en unas
posturas más que cariñosas, que no daban lugar a ninguna duda del rol al que
jugaba cada uno.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, junio de 2013.