miércoles, 29 de febrero de 2012

La sonrisa de Arlequín (Relato en dos folios)




La pequeña daga florentina, fina como un estilete, brillaba en su estuche de madera. Nunca se imaginó que llegaría un día en que fuera a utilizarla. La habían comprado en un pequeño brocante, en Lyon, en un viaje que el matrimonio realizó, cuando aún estaban enamorados.

-Es un arma de mujer del siglo XVI– dijo el marchante- y es antigua de verdad, añadió.

-Espero que no la utilices conmigo si me porto mal. –bromeó Alberto.

 Arma femenina por excelencia; las mujeres de la época la solían llevar como adorno en el pelo o escondida entre las ropas. La mano de Elena no temblaba cuando empuñó la daga; había tomado una decisión y nada le impediría llevarla a cabo.

-¿Por qué se había interpuesto aquella mujer en su vida?, se decía Elena. ¿Es que era obligado que los hombres maduros se enamoraran de mujeres jóvenes?

 ¡Nunca lo hubiera pensado de Alberto! Y además, ¡qué vulgaridad!,  enamorarse de su secretaria. Por supuesto que habían sucedido otras infidelidades anteriores, algunas de ellas meros devaneos, que no duraron ni un mes. Pero en ésta ocasión todo era diferente, los viajes, los regalos, los mensajes, los planes…Pensaban humillarla en público, con un divorcio, que sería sonado,  y una gran boda posterior.

¡Por supuesto que sabía todo lo que hacía su marido!

Cuando al poco tiempo de casarse, hacía ya casi treinta años, habían puesto  aquella pequeña empresa, poco más que una idea personal de Elena, ella había ocupado la dirección logística. Al principio como su secretaria, más tarde dirigiendo el departamento de ventas.  No podía ser de otra manera. En aquel mundo de hombres era imposible que tomaran en serio a una directora general. Desde su puesto, con poca visibilidad, impulsó a la empresa a lo que era ahora, una corporación instalada en una docena de países, con más de mil empleados y unas ventas que superaban los  1000 millones de euros.

Y Alberto había subido como la empresa. Su simpatía, buena presencia y encanto personal,  le habían abierto muchas puertas, que luego Elena se encargaba de aprovechar. Siempre desde atrás, en la sombra, protegiendo a su marido más que a sus propios intereses.

Y ahora veía que todo su afán, Alberto, le había traicionado en los únicos sentimientos que valoraba, en su amor y en su lealtad.

Lo sabía todo. ¡Qué tontos son los hombres cuando piensan que pueden engañar a la mujer que les quiere!  Ella controlaba la empresa y sus entresijos, desde los balances y cuentas de resultados, al correo electrónico de su marido y del resto de los empleados cercanos; sobre todo las empleadas que le rodeaban. Era su forma de ser, como la araña que teje su tela y que no tolera que nada cambie el entramado, ni penetre en su territorio.

Así había sabido de sus anteriores flirteos y aventuras; así se había enterado de los planes de la pareja, y de la decisión que había tomado Alberto para acabar con su matrimonio. Dejándola a ella, por supuesto, al margen de todo lo que habían vivido y creado.

Y había decidido tomar medidas.

Aquella noche se celebraba el sábado de Carnaval y Alberto y su nueva amor, Luz se llamaba, habían decidido asistir a la cena y  baile que daba el Hotel Ritz en Madrid, el mejor de la ciudad. Para ello Alberto adelantaría su vuelta del viaje que estaba realizando en Estados Unidos, prevista, en principio, para el domingo. Para disfrazarse habían elegido dos personajes de la Comedia del Arte italiana, Colombina y Arlequín.  Los habían alquilado en unos de las mejores guardarropías de cine de Madrid, en la calle San Bernardo. Una cena de gala, ya disfrazados, el baile en el salón de los espejos y una habitación reservada a nombre de Luz, era lo que ambos habían preparado para la velada.

Todo lo habían previsto y planeado  a través de correos electrónicos, a los que Elena sabía como acceder. No en vano había realizado unos completos cursos informáticos,  para estar al día de las nuevas tecnologías y saber lo que convenía para la empresa.

Y sin pensarlo mucho decidió adquirir otro traje de Arlequín, en el mismo lugar en que ya habían alquilado los suyos  la “feliz pareja”. Suponía, con mucha razón, que serían trajes muy similares, sino idénticos. Su figura, bastante hombruna, y su constitución fuerte, y tan similar a la de su marido, que podían intercambiar los trajes de buceo y de esquí,  le facilitaría mucho la sustitución que planeaba.

Había averiguado también la hora a la que Alberto llegaría a Madrid. Desde el aeropuerto hasta San Bernardo, para recoger y ajustarse el disfraz,  y vuelta hasta el Ritz, podían ser dos horas. Allí estaría ya la bella Colombina, esperándole en la habitación, dispuesta para la cena y el baile.

-Sí -dijo la azafata- el vuelo de Chicago acaba de tomar tierra.

En ese momento, Elena, ya disfrazada de Arlequín,  con una máscara veneciana en su cara y llevando una pequeña bolsa, con un disfraz de payaso en su interior, cogió el metro hasta el hotel. Ya era de noche; sábado de Carnaval; la ciudad bullía de alegres mascaradas. Nadie se fijó en ella, y tan sólo escuchó algunos comentarios en el metro.

-Fíjate que bien conseguido el disfraz –dijeron en la acera del hotel.

Ningún problema en la puerta, aunque se tropezó con el portero adrede. Ascensor, habitación 311, toc, toc,toc.

-Alberto ¡qué sorpresa! No imaginaba que vendrías ya disfrazado…

Cerrando la puerta tras de sí, Arlequín hundió su daga una y otra vez en el cuerpo de la pequeña  Colombina. Tras comprobar la muerte de la mujer, cambió su disfraz por el del payaso, recogió la daga y con el sanguinolento disfraz de Arlequín en la bolsa, salió sin más de la habitación, dejándo la puerta levemente entornada.

 Y tras la máscara, sonreía al ver la cara de sorpresa de Colombina, que se veía acuchillada y muerta por quien creía que era su amor.

Eduardo Lizarraga/Febrero 2012