Existe una noche al año en que algunos muertos vuelven a vivir; no os riáis, es cierto, yo lo he visto. O por lo menos eso estoy empezando a creer con inquietante certeza.
Aunque han pasado muchos años, casi veinte,
desde aquella horrible experiencia, el recuerdo de lo sucedido permanece tan
vivo en mí, que son pocas las noches en que no despierto, sudando y dando
gritos, sobre mi cama. Lo cierto es que desde entonces ya no soy el mismo. Sólo
el alcohol consigue amortiguar estos recuerdos
que me atormentan y hacen dudar de mi salud mental desde aquella maldita
noche, hace ya tanto tiempo. Dicen los médicos ¡que son unos insoportables ignorantes! que estoy alcoholizado, y que por eso apenas
puedo dormir y padezco horribles pesadillas cuando lo consigo. ¡Tontos
inútiles!, no saben que es precisamente el día en que no bebo lo suficiente,
cuando no consigo pegar ojo.
Siempre, desde que era un niño pequeño, he
buscado la soledad. La gente me hastiaba y repelía; era demasiado vulgar; gritaba, olía mal y, a
menudo, se comportaba de una forma repulsiva, exhibiendo sin pudor sus
apetencias. Por eso yo gustaba de frecuentar lugares escondidos y solitarios,
de perfumes exquisitos, en donde se podía escuchar el subyugante sonido del
silencio, y en los que el ruido de mis propios pasos era un estruendo
horrísono.
El tranquilo murmullo de las regatas umbrías; los
bosques de pinos sombríos y tan espesos que apenas dejan pasar la luz; los
muros de las casas derruidas, musgosos y llenos de helechos; los valles
profundos y escondidos entre perdidas colinas; las callejuelas del casco viejo
de mi ciudad, ennegrecidas por el tiempo y los recuerdos… aquel era el especial
paisaje, lleno de silencios y olores extraños y ensoñadores, de mis paseos solitarios
y secretos.
Ocupé los primeros años de mi juventud,
cuando todavía vivía entre los muros medievales de la vieja ciudad, en aquellos
paseos melancólicos, y en la lectura de libros antiguos y ya casi olvidados,
que me iniciaron en conocimientos perdidos y extraños. Luego, al crecer y
marchar para completar mi formación a una lejana universidad, esa necesidad de
la soledad, ese gusto por lo antiguo y olvidado, no murió en mí, pero quedó, en
gran medida, adormecido.
La universidad y la vida moderna en una gran
capital, con su bullicio y sus prisas, no eran el marco más apropiado para
cultivar unos gustos y aficiones que, para mis condiscípulos, hubieran resultado,
sin lugar a dudas, extravagantes e inquietantes a la vez.
Sin embargo, cuando encontraba tiempo,
gustaba pasear por sitios antiguos; posar mis manos en piedras gastadas por el
roce de miles de manos de distintas generaciones ya desaparecidas; caminar por
calles y caminos hollados desde siglos atrás, y extasiarme ante los mismos
parajes contemplados por ojos muertos hace ya mucho tiempo. Todo lo antiguo, lo
ruinoso, lo olvidado, me atraía con un magnetismo muy especial.
Pero me estoy desviando de lo que quiero
contaros. Ahora, que por fin he decidido enfrentarme a mis pesadillas
nocturnas, ya no me importa que conozcáis todo lo que me sucedió; es más, lo
deseo para poder curarme. Mañana sabré si lo que voy a contaros es un sueño o
una terrible e inquietante realidad.
Ocurrió en uno de aquellos paseos solitarios,
cuando la noche ya lo cubría todo. Era el último plenilunio del año y coincidía
con el solsticio de invierno. En éstas fechas los hombres de hoy celebramos la
Navidad; pero algunos de nosotros tenemos, en lo más profundo de nuestra mente,
los recuerdos ancestrales de otra fiesta
anterior a todo lo que es historia; anterior a lo cristiano y a lo romano.
Fiesta en la que los primitivos druidas, que moraron durante muchos siglos en
éstas tierras, ofrecían a la luna llena cruentos sacrificios humanos para pedir
la fertilidad de campos y animales, junto a la pronta llegada de la primavera.
Impertérrita ante los cambios de los hombres
y de sus costumbres, la luna iluminaba los campos con una claridad fantasmal, y
creaba en aquella colina boscosa, de hayas de grotescas formas, sombras
extrañas que bailaban a mi alrededor. El particular hedor de las profundidades
oscuras y húmedas, con empinadas laderas musgosas y hojas en putrefacción,
intoxicaba mis sentidos.
No puede, sin embargo, achacárseme toda la
culpa de lo sucedido; también mi coche, ya viejo y que aprovechaba cualquier
oportunidad para averiarse y dejarme inerme ante las circunstancias, tuvo su
parte de responsabilidad. Había subido con él, como en muchas otras ocasiones,
a las dos o tres horas de obscurecido, hasta un altozano que hay algo más allá de la Peña de Aldabe. Desde
allí podía verse toda la bahía, enmarcada, como en una postal para turistas,
por las luces titilantes de los tres pueblos que duermen a sus orillas. El
estuario, bañado en plata por efecto de la luna, se prolongaba en el río, que,
desde siempre, había servido de frontera entre las dos naciones. Los rayos de
la luna, en su perpetua y perdida lucha contra la obscuridad, se difuminaban en lo
más intrincado de las faldas del monte, marcando apenas el tortuoso camino de Navarra.
Ensimismado en aquel hermosísimo paisaje, el
tiempo pasó casi sin darme cuenta. Cuando decidí volver a casa faltaba poco
para la medianoche y mi coche, siguiendo un comportamiento que se estaba
haciendo irritantemente habitual, decidió no arrancar. La llave giraba y
giraba, pero el motor no hacía ningún intento de ponerse en marcha, estaba como
muerto. Ni las imprecaciones más o menos gruesas, ni la consabida patada en la
rueda, lograron nada. Sucesivos intentos sólo lograron agotar la batería. Conocedor
de mi absoluta ignorancia de las cuestiones mecánicas, desistí de levantar el
capó e intentar averiguar lo que sucedía.
Abandonando en el camino mi vehículo, con paso resignado, pero vivo –no
tenía otra alternativa- comencé a recorrer los cuatro o cinco kilómetros que me
separaban de Irún, y que salvo un pequeño repecho preliminar, eran todos de
bajada. Ya volvería a recoger el maldito trasto al día siguiente, pensaba.
Apenas llevaba quince minutos andando y
estaba ya cerca de la Peña de Aldabe, cuando me pareció percibir un murmullo de
voces no muy lejanas. Sorprendido, porque no es lo habitual encontrar a
personas en el monte a esas horas de la noche, y menos en aquellas fechas, pero aliviado a la vez,
porque suponía que, quienesquiera que fuesen, podrían acercarme hasta el pueblo
y ahorrarme la caminata, -lo cierto es que nunca he sido deportista y cualquier
ejercicio me cansa y aburre- doblé el recodo del camino que me llevaba hasta la
ermita, blanca y solitaria.
En la campa que llaman de Pokopandegi, y que
me separaba de los primeros árboles, ardían un buen número de hogueras,
alrededor de las cuales se adivinaban, más que se veían, las siluetas de toda
una multitud. Extrañado, pues no recordaba ninguna fiesta ni reunión en aquel
monte por esas fechas, quedé parado en mitad del camino. Estaba a punto de
darme la vuelta y volver sobre mis pasos para bajar por otro lado, pues nunca
me ha gustado inmiscuirme en los asuntos ajenos –si hubiera hecho caso a ese
primer impulso de volverme atrás, me hubiera ahorrado todas las pesadillas que
tengo desde entonces, y tal vez, sólo tal vez, hubiera llegado a la tranquila
vejez-, cuando en aquel preciso momento un grupo de hombres que bajaban en silencio desde una colina
cercana, pasaron a mi lado. Uno de ellos paró junto a mí, y tomándome por el
brazo me arrastró, sin decirme nada, hacia la cercana campa iluminada por la
luz de las hogueras. No pude resistirme, su mano enguantada me oprimía con la
fuerza de una tenaza y yo tan sólo pude dejarme llevar.
Cuando al salir de la zona de sombra, nos
alcanzó la cálida luz de la luna, y vislumbré a mi compañero, comprendí, con un
estremecimiento, que aquella era una
reunión muy extraña. Llevaba una guerrera que debió ser blanca, aunque estaba
bastante sucia, adornada con alamares azules;
una boina roja, bien puesta, hasta con un cierto aire pretencioso, cubría
su cabeza; con la mano izquierda sostenía un curvado sable que colgaba de su
talabarte. Pantalones oscuros, que podían ser azules, y botas altas negras, con tintineantes
espuelas, completaban su indumentaria. Una terrible herida de bala, de la que
no manaba sangre, perforaba su cuello, y los ojos, lo único visible de su cara,
oculta por una espesa barba rubia, estaban vacíos de toda expresión. Parecía un
temible guerrero antiguo, escapado de las páginas de cualquier libro de
historia.
Conforme nos aproximábamos a las hogueras
observé que, saliendo del bosque, llegando por distintos caminos, o surgiendo
desde cualquier matorral, todo un ejército de hombres se acercaba. Vestidos con
extraños y anticuados uniformes, llevando armas de todos los tiempos, y con la
misma expresión ausente de mi acompañante, aunque con paso decidido, se
dirigían, igual que nosotros, hacia las ya cercanas hogueras.
El murmullo había subido de tono, y ya podían
distinguirse palabras sueltas e incluso frases proferidas por diferentes voces
y en distintos idiomas. Aquellos hombres
hablaban en castellano, euskera, francés, algo parecido al alemán y en otras
lenguas, entre las que me pareció entender únicamente el degradado latín usado
en la Baja Edad Media. Agrupados en corros, separados en pequeños grupos o en
parejas, hablaban, jugaban, bebían y reían sin prestarnos ninguna atención. De
vez en cuando algún hombre, de los que llegaban por los caminos, se incorporaba
a alguno de aquellos corros donde era saludado con familiaridad.
Siempre arrastrado por mi mudo guía, si es
que puede llamársele así, nos dirigimos hacia un grupo que se encontraba al borde
unos espesos zarzales. Creo recordar haber visto, cercano a ese lugar, un
puesto de cazadores, de los que se sortean en el pueblo durante la época de
pasa de las palomas.
Cuando llegamos hablaban entre ellos y
saludaron a mi acompañante con amistosos golpes en la espalda, dándole el
nombre de Miguel; en mí apenas repararon.
Todos vestían de forma similar y también sus
uniformes estaban sucios y cubiertos de sangre. Parecían no prestar atención a
sus horrorosas heridas, por lo que deduje que todo se trataba de una extraña
mascarada de carnaval celebrada a destiempo. Pero no entendía su objeto. Harto
ya de aquello, inquirí a mi comparsa, que seguía sin soltarme el brazo, para
que me explicara el significado de aquello.
Por primera vez escuché su voz, y lo que dijo
me llenó de incertidumbre y zozobra.
-
Todo lo que está viendo ante sus ojos no existe, es una mera fantasía
ya que todos estamos muertos, y si usted puede vernos es porque una parte de
usted permanecerá para siempre con nosotros.
Aquellas palabras que me dirigió, con un tono
profundo y el acento de alguien a quien le cuesta hablar, presentaban ciertas
inusuales particularidades en vocabulario, pronunciación y forma de ser
empleadas, que diferían con el habla normal en aquel año de 1975 y que me
intranquilizaron profundamente.
-
Alrededor de estas hogueras, -continuó sin un parpadeo- están todos
los hombres que han muerto en éste monte de muerte violenta, y que una vez,
cada más o menos veinte años, cuando el plenilunio coincide con el solsticio de
invierno, se reúnen en ésta misma campa para recordar aquella violencia que nos
condenó para toda la eternidad. A veces vienen nuevos hombres muertos y nos
cuentan los motivos por los que están aquí. La última vez fue hace veinte años.
Resulta curioso comprobar que cada que cada vez llegan más destrozados y con
unas armas muy complicadas. Yo morí hace más de un siglo, era un hermoso día de
otoño y recuerdo que aquella noche había quedado para bailar con una mujer muy
hermosa. Un soldado liberal, del regimiento de Asturias, me mató, un poco más
allá de aquel montecillo del fondo –su mano enfundada en un guante blanco, me
indicaba la zona de Iturriarte, poco más o menos donde había dejado mi coche
unas horas antes- conmigo murieron también, –continuó, dirigiendo una mirada a
su alrededor- estos amigos que ves a mi lado. Es agradable volver a estar con
los compañeros del escuadrón. También está por aquí Pepe, el soldado que me
mató; un madrileño con mucha gracia y al que luego iremos a buscar. Recibió un
sablazo que le dio Otazu, el cabo furriel del escuadrón, que galopaba detrás de
mí, y cayó muerto a pocos pasos de mi cuerpo.
Yo no sabía qué pensar, era imposible creer
aquello que estaba sucediéndome. Recobrando de forma momentánea la cordura
volví a pensar en una broma. Pero parecía todo tan serio…al fin comprendí que
tenía que ser un sueño; un sueño realmente lúcido. Debía haber llegado a casa,
e influenciado por el paseo nocturno tenía ahora una pesadilla. A veces sucede
que el tiempo y el espacio desaparecen, y los ecos del pasado, despertados por
alguna lectura o vivencia extraña, abren las puertas de nuestra inconsciencia.
Alrededor nuestro los hombres habían dejado
de afluir. Cercanos a nosotros se encontraba un grupo de coraceros franceses,
celebrando con grandes risotadas la llegada de uno de ellos al que faltaba una
pierna, y que por eso –explicaba entre protestas- llegaba el último. Según pude
entender se la había arrancado una bala de cañón.
Me pasaron una cantimplora, de las que llaman
francesas y que destacan por su tamaño; bebí un largo trago. Era un aguardiente
muy fuerte que me abrasó la garganta
haciéndome toser. Hubo algunas risas y al poco Miguel, tomándome de nuevo del
brazo, me dijo:
-
Venga usted conmigo, que le voy a presentar a otros compañeros de
velada.
Decidido a aprovechar al máximo aquella
oportunidad de vivir un sueño tan real, no me hice repetir dos veces la invitación, y andando a
su par subí, por la resbaladiza colina, hacia otro grupo de hogueras.
Para ese momento había ya muchos hombres, con
uniformes de todas las épocas y ejércitos, paseando de un lado a otro y
saludándose como viejos conocidos. Coraceros y granaderos franceses,
procedentes del ejército napoleónico, se mezclaban con húsares, cazadores y
ulanos. Hombres con cotas de malla y petos de acero, con morriones altos, como
los de los Tercios españoles del siglo XVI, que vemos en los grabados y pinturas, y
que provenían sin duda de la batalla de
1522, parecían los más animados. Unos piqueros suizos, armados de largas lanzas
que sostenían entre las manos, hablaban en una lengua que me recordaba al
actual alemán. Se veían representantes
de nuestra guerra civil, entremezclados por aquí y por allí; algunas guerreras
caqui y boinas rojas de requetés navarros, mezclados con anarquistas de
correajes pardos sobre grasientos monos azules y boinas negras; un grupo de
legionarios, con uniformes verdosos y gorros con borla roja, estaban sentados
en corro jugando al giley con gran algazara. Muertos, en alguna olvidada batalla de la
época prerromana, había unos hombres vestidos con una tabardos bastos de color
negruzco, armados con arcos y espadas cortas. Su idioma era incomprensible; sus
cabellos, largos y enmarañados, estaban sujetos por una tira de cuero; tenían
una apariencia salvaje y primitiva.
-
Son celtas –me susurró Miguel- no son muy amigables, tal vez porque
como son los más antiguos aquí, nos tienen al resto por advenedizos y además se
obstinan en hablar una lengua que no entiende nadie. Más enfadados teníamos que
estar nosotros con ellos –continuó Miguel-
por ser los culpables de que todos estemos en esta situación.
Antes de que pudiera preguntarle
la razón de aquella extraña afirmación, quedé sorprendido al ver algunos
legionarios romanos, muy parecidos en sus ropas y ademanes, aunque algo más
abrigados, a los que vemos en las películas. Compartían su hoguera con unos
guerreros visigodos departiendo, sin muchos problemas, en latín.
Desde la base de la colina que
baja hacia el río llegaba un numeroso grupo de hombres de diferentes épocas y
guerras, mojados, y con las corazas y armas llenas de verdín y oxidadas.
-
Son los que se ahogaron en el río –aclaró Miguel, que vio mi gesto de
extrañeza- en todas las batallas siempre ha habido algunos, y como tienen que
subir hasta aquí, son los últimos que llegan.
Muchos de ellos son suizos,
muertos al intentar atravesar el Bidasoa desde Gazteluzar. Como no tiraron nada
–por no dejar aquello sucio, dicen ellos, aunque otros creemos que no tiran
nada por avariciosos- se ahogaron por el
peso de sus armas y ropas. Aunque parece que ya se van acostumbrando, Sancho de
Artzu, uno que está aquí desde 1522, me contó que al principio venían muy avergonzados
por llegar los últimos y tarde; además, como llegan tan sucios…
En la parte alta de la colina, apartados del
resto, se veían seis o siete hombres que hablaban, muy estirados y con afectación. La distancia, y el bajo
tono con el que hablaban, me impedían escuchar su conversación. Le pregunté a
Miguel y éste, en tono despreciativo, me respondió:
-
Son los ingleses; son pocos, ¿sabe usted? porque la mayoría se
quedaron atrás, saqueando y violando en san Sebastián tras el incendio. A pesar
de que están aquí desde 1813 solamente hablan inglés y hacen como que tampoco
entienden nada más. Nunca tratan con nadie. Por favor, haga como si no los
viera –me aconsejó, pasándome de nuevo la cantimplora.
Volví a beber y esta vez ya no me atraganté;
el líquido, fuerte y caliente, me animó con su valor de 60 grados. Creo que en
mi fuero interno me estaba gustando ya este excitante sueño.
-
¿De dónde sacáis éste aguardiente? –pregunté con no fingido interés a
Miguel.
-
¿Aguardiente? –me contestó con extrañeza mi escolta -¡si es agua de
Sorgin Erreka cogida a la medianoche!
Yo no sabía qué decir, si era agua o
aguardiente. Pero estaba dispuesto a seguir bebiendo ya que me sentaba tan
bien.
Para aquel momento apenas había ya grupos
diferenciados; todo era un continuo ir y venir de unos y otros. En un
determinado momento Miguel me arrastró hasta un corro de soldados decimonónicos,
vestidos de azul oscuro y quepis
colorado, que jugaban a las cartas muy animados.
-
¡Pepe! –exclamó Miguel con alegría-
vas a perder hasta el fusil con el que me disparaste, ¡sinvergüenza,
pedazo de liberal descreído!
Pepe, que era un soldado pequeño, cetrino, de cara algo picada de viruelas, y con el
pecho cruzado por una ancha herida que parecía de sable y que ensangrentaba el
uniforme, se levantó del suelo dando un salto y exclamó:
-
¡Vasco bruto, meapilas!, y yo que pensaba que ya te habrías ido al
cielo con tanto rosario y medalla bendita. Anda, dame un truja que hace
cantidad de tiempo que no fumo.
Y se acercó hasta nosotros, con los brazos
abiertos, sonriendo como un niño. No
debía tener más de veinte años.
Abrazándose a él, Miguel, que abultaba el
doble, lo levantó en vilo, gritando:
-
Pequeñajo retorcido, hereje isabelino, que no te quieren ni en el
infierno. Bebe lo que quieras –dijo, ofreciéndole la cantimplora- que tabaco no
hay nada. Aunque tal vez…
-
Oiga, ¿usted no tendrá un cigarro para este amigo de Madrid?
Sin decir nada les ofrecí el paquete de Habanos
que siempre llevo en el bolsillo.
-
Genial, ¡tabaco de señoritos! –exclamó el madrileño, añadiendo – no
fumaba así de finolis desde el 55,
cuando vinieron todos aquellos nuevos, tan guapos y bien alimentados. Hasta
llevaban tabaco y coñá, parecían ricos. ¡Si es que las guerras ya no son lo que
eran! ¿verdad Sevilla? –añadió golpeando en la espalda a un soldado regordete,
con aire de simplón, que se encontraba a su lado con una baraja en la mano.
Sentados algo alejados de ellos, cuatro o
cinco hombres vestidos de azul claro jugaban con unos dados.
-
Son artilleros; de estos siempre hay pocos ya que a la menor señal de peligro los
oficiales les hacen salir corriendo para no perder los cañones, -me comentó
Miguel- con un tono algo despectivo, que denotaba, muy a las claras, la
desconfianza con que los soldados de caballería miran a los artilleros.
Sin poder contenerme le pregunté:
-
¿Cómo es posible que saludes al hombre que te mató, como a un amigo al
que no ves hace tiempo?
Miguel me miró sin contestarme enseguida; sus
ojos azules, profundos y acerados, se clavaron en los míos y, por primera vez,
noté un destello de calor en ellos.
-
La vida es algo que quedó ya muy atrás, y con ella hemos aprendido a
dejar todo aquello que nos hizo infelices y que contribuyó a hacer desgraciados
a los demás. Sentimientos como el odio, el rencor y la venganza, destruyen a la
persona y provocan guerras, muerte y
destrucción. Cuando muera usted desaparecerán todos sus malos sentimientos, que
pertenecen al mundo de los vivos y, durante todo el sueño que sigue a la
muerte, tendrá tiempo para aprender que el amor y la amistad son los dos
valores más sólidos que existen; cuando muera será usted más sabio.
Su actitud, algo más amistosa que la
mantenida hasta aquel momento, me animó a preguntarle aquello que me rondaba
por la cabeza desde que escuché su extraña afirmación sobre los celtas.
-
¿A qué se debe que podáis recuperar la vida durante una noche, y que
aquellos hombres huraños y de pelos largos tengan la culpa de que estéis aquí?
Su voz tranquila y de tono cálido me contestó
sin vacilar.
-
En realidad nosotros no recuperamos la vida, lo que sucede es que una
parte de nosotros ha quedado atrapada en estas colinas. Sucedió hace mucho
tiempo, cuando pueblos celtas venidos
del norte atravesaron estas montañas; traían con ellos el hierro, inexistente
aquí, y los habitantes de las regiones que atravesaban no se les podían oponer.
Cuando aquella tribu atravesó el río, por un vado existente al pie de éste
monte, los brujos locales, que adoraban a la luna y al sol, intentaron por
medio de un sortilegio desanimarlos y que se dieran la vuelta. No lo
consiguieron, y los celtas los mataron a
todos aquí mismo; era una fría noche de plenilunio, coincidente con el
solsticio de invierno. Una noche mágica en la que cualquier encantamiento tiene
más fuerza. No se por qué les salieron mal, a aquellos primitivos sacerdotes
paganos, los hechizos para echar a los celtas, pero cuando estaban siendo
degollados maldijeron a sus asesinos y a todos aquellos que murieran en este
monte, con el odio en el corazón y las armas en la mano. Y aquel embrujo si que
les salió bien. Desde entonces, y comenzando por los celtas que murieron en la
refriega que siguió a la escabechina de los brujos, cada vez que una batalla
llena de sangre estos campos, lo que ha sucedido en muchas ocasiones, a los
muertos se les impide el descanso eterno; y siempre que coincide el plenilunio
con el solsticio de invierno, nos vemos obligados a volver al lugar donde nos
mataron. No sabemos ni cómo ni cuándo acabará esto.
-
¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? –le pregunté- pensando en
todos aquellos cuentos de nuestras abuelas, en que los fantasmas y aparecidos
volvían a sus tumbas una vez que el héroe de la historia realizaba alguna buena
acción, o hacía decir misa, o alguna pamplina semejante.
-
Sí, -me repuso con un tono sarcástico que me heló el corazón- cuando
vuelva usted la próxima vez, acuérdese de traer más tabaco.
-
-¿Cómo sabes que volveré?- le
pregunté-, pensando que un sueño con segunda parte era algo inaudito.
-
Siempre que alguien nos ve, lo que no ha sucedido muchas veces, vuelve
para quedarse con nosotros, y esa vez para siempre; y ahora beba un poco más de
agua, que seguro se le ha quedado la boca seca.
Y dando por terminada la conversación me pasó
la cantimplora, que parecía no vaciarse nunca.
Conforme avanzaba la noche y se bebía del
agua de Sorgin Erreka, el ambiente se distendía y, llegó un momento en que los
corros apartados se disolvieron formando un único grupo de personas que
hablaban, jugaban, apostaban y gritaban, con vehemencia en una inmensa
batahola. El barullo era terrible y aún sabiendo que todo era un sueño y por lo
tanto ilógico cualquier razonamiento sobre él, no comprendía cómo ante aquel
bullicio no se habían alarmado los habitantes de los caseríos cercanos.
Miguel se despistó en un determinado momento y yo me encontré hablando
con un soldado francés, de infantería de línea, que añoraba mucho su Midí
natal.
-
Aquí casi siempre llueve, hace frío y la humedad te penetra en los
huesos –se lamentaba el joven, que no tendría más de 18 años.
Yo debía haber bebido mucho, pues ya
encontraba de lo más natural hablar con los muertos y que éstos se quejaran del
frío y la humedad.
En realidad yo seguía creyendo “en el sueño
de lucidez anormal”. Y este convencimiento fue, sin duda, el que me indujo a intentar aprovechar
aquella ficción, divirtiéndome y viviéndola al máximo. Así, jugué con unos
soldados franceses a los dados, y hasta gané. Luego perdí con unos vecinos de
Irún, muertos en las escaramuzas de 1522,
y a los que pregunté, con curiosidad, sobre diversos detalles de la ciudad en
aquella época. Se jugaba con dinero y no me sorprendió comprobar que mis
pesetas de 1975 eran tan válidas como los maravedíes y escudos del siglo XVI, o
los sestercios romanos.
Al rato volví a encontrar a Miguel, enredado
en una discusión sobre caballos y arreos con un ulano napoleónico.
-
No se puede hablar de caballos con ésta gente –se lamentaba al volver
conmigo- siempre se termina alzando la
voz; todo lo suyo es mejor, ellos saben
más que nadie y sus caballos son “la crème de la crème”. En realidad creo que
piensan como equinos y no precisamente
del género que ellos quisieran.
Volvimos a beber y a hablar, a jugar y a
beber…en un momento dado unas risas femeninas despertaron mi atención, ya que hasta el momento había visto sólo a
hombres.
-
¿Es que hay mujeres también? -le pregunté a mi acompañante.
-
Sí –me contestó Miguel- hay unas cuantas de distintos tiempos. Estas
que está escuchando usted, en concreto, son algunas de las rameras que
acompañaban el batallón de Pepe. Venían desde Madrid y el día antes de la
batalla, cuando envolvimos su retaguardia y nos hicimos con los bastimentos y
los cañones, lucharon como los hombres,
muy valientes. A las que quedaron vivas las escondimos en una carreta, pero las
encontró Oronoz, nuestro capitán, y el chantre las hizo fusilar al momento,
para que no pervirtieran la moral de los soldados. ¡Una lástima!
Ya me hubiera gustado a mí ser pervertido, sobre todo por “la moñitos”
un monumento de mujer, que si encuentro te presentaré. Las fusilaron en una
tapia cercana a la ermita; yo no quise estar, no me gusta ver morir a
nadie, y menos a una mujer.
Apoyados en el tronco de un árbol volvimos a
beber de aquella cantimplora inagotable; la luz de la luna nos alcanzaba atravesando
las desnudas ramas; algún búho ululó a lo lejos; una extraña serenidad me
inundaba y cerré un momento los ojos…
Los dueños del bar que existe en lo alto del
monte me encontraron aquella mañana; vagaba por el campo, empapado por la
lluvia que caía de forma copiosa desde el amanecer, sin acordarme de por qué
estaba allí, ni de dónde vivía o cuál era mi nombre; hallaron mi coche, sin
batería y abierto, a poco más de un kilómetro de allí; estaba en una carretera
que lleva hasta la cruz que corona la peña de Aldabe.
Estuve casi seis meses recluido en una
clínica, siguiendo un complicado y costoso tratamiento. Los médicos, que no
lograron encontrar ningún trastorno visible, afirmaron que el frío y la
excitación que sufrí aquella noche, perdido en el monte, me produjeron un shock
nervioso con pérdida parcial de memoria. Al cabo de aquel tiempo, y
aparentemente restablecido, volví a mi casa en la ciudad.
Las pesadillas comenzaron al año de haber
salido de la clínica; al principio eran unas visiones inconexas y poco definidas,
pero que me producían un pánico manifiesto y extremo. Con el tiempo el sueño, que era siempre el mismo, se hizo
diáfano y comprensible, como si se tratara de una película. Siempre en el mismo
orden, las mismas frases y situaciones, las mismas personas. Los médicos no
sabían qué pensar; con los somníferos descansaba relativamente bien, pero
estaba claro que no podía seguir tomando drogas toda la vida. Llegué hasta el
hipnotismo para intentar eliminar las causas de aquella pesadilla.
Todo fue inútil; además estaba lo de la
moneda. Cuando me recogieron en el campo, aquella lejana mañana de invierno de
hace veinte años y, ante el estado de imbecilidad en el que me encontraba
sumido, registraron mis bolsillos para buscar la documentación; dentro de mi
cartera encontraron una curiosa moneda romana de la época de Augusto. Yo no
supe explicar cómo había llegado allí y, achacándolo a mi pérdida de memoria lo
olvidé, como un detalle curioso, pero sin importancia. Hasta que empezaron las
pesadillas. A partir de aquel momento me fui dando cuenta de lo que aquella
pequeña moneda de plata podía significar. Fue entonces cuando comencé a beber,
no quería soñar y saber por qué estaba aquella moneda romana en mi cartera.
Por supuesto que volví al monte varias veces,
con la intención de comprobar si mi mente reaccionaba viendo en la realidad
todos aquellos sitios con los que soñaba al dormir. Pero no fue así. Los
lugares eran los mismos; los árboles, las campas, los caminos, las piedras…pero
por allí no había nada más, ni personas, salvo ocasionales paseantes, ni cosas
que me hicieran reaccionar.
Me prometí no volver a contar a nadie más el
sueño, e intentar olvidarlo, aunque fuera agarrado a la botella. Todas las
personas tienen recuerdos que desearían suprimir de su mente, creer que no son
ciertos, borrarlos de la existencia. Pero ahora me he visto obligado a
escribirlo y espero que, a pesar de la niebla alcohólica que inunda mi memoria,
lo haga de forma fidedigna. Lo he soñado
tantas veces que no creo tener ningún problema. Noche tras noche he vuelto a
ver a Miguel, a Pepe, a Jean Jacques, el soldado francés del Midi; a los
piqueros suizos, a los coraceros franceses y a los introvertidos celtas.
Es cierto que mientras que la mayoría de
nuestros sueños no son más que vagos y fantásticos reflejos de situaciones
vividas, existen otros que escapan a esta norma, sugiriendo posibles visiones
de una existencia mental tan importante como la vida física, pero separada de
ésta por una barrera infranqueable o casi infranqueable. A veces, cuando soñamos,
perdemos la conciencia que nos ata a lo terreno y pasamos a una vida diferente
e incorpórea, de la que únicamente permanecen, al despertar, los recuerdos más
ligeros y confusos. Profundizando en esos recuerdos que, generalmente, son
escasos y vagos, podemos deducir que en lo onírico, la vida, los sentidos y el
tiempo no son necesariamente como los conocemos.
Como podéis comprobar he aprendido muchos de
los sueños en estos años; he hablado con médicos, con psicoanalistas,
hipnotizadores… charlatanes todos, y tal vez para nada.
Aún no he conseguido saber si tan solo fue un sueño o una terrible
realidad, pero estoy dispuesto a comprobarlo, porque ya no puedo continuar
resistiendo la tortura en que se ha convertido mi vida. Mañana volverá a coincidir
el solsticio de invierno con el plenilunio y volveré a subir al monte. Creo que
es la única forma de no volverme loco. Desde que concebí esta idea, hace ya
casi un año, he conseguido poner en orden todos mis pensamientos y estar mucho
más tranquilo, al menos en apariencia. Los médicos creen que me he curado ya
del todo y mis amigos y familia no pueden disimular su alegría, empañada tan
sólo por mi afición al alcohol.
Sé que está bien lo que voy a hacer; es
preciso enfrentarse a nuestros terrores y entonces éstos desaparecen. Por lo
menos eso espero. Así podré volver a dormir tranquilo, sin necesidad de beber.
Es cierto que, a veces, tengo miedo de que la
realidad sea otra. Me aterroriza pensar que, cuando mañana por la noche la luz
de la luna me encuentre en las campas de Pokopandegi aparezcan, desde detrás de
los árboles, viniendo por los caminos o bajando las resbaladizas laderas, los
mismos soldados antiguos de mi sueño. No quiero ver a los legionarios
franquistas enterrados en Illargi Argia. No quiero encontrarme con Miguel y convencerme
de que todo lo soñado, y que yo os he escrito es cierto, o de que estoy
verdaderamente perturbado y sin solución, lo que tal vez sea menos inquietante
para todos.
Dos días después “El Diario Vasco” en su
página de Irún publicaba la siguiente noticia:
Hallado el
cadáver de un hombre en el monte San Marcial
Ayer por la
mañana, cuando Juan M. Arregi se dirigía con su tractor hacia el bosque de
Illargigoikoa, cercano al monte San Marcial, para realizar una saca de árboles,
encontró tendido en el camino el cuerpo sin vida de J.I.Z. de 55 años de edad,
soltero y vecino de Irún.
Alrededor del
cuerpo, que no presentaba señales externas de violencia, se hallaron cinco
cartones de tabaco, marca Habanos, vacíos. Las cajetillas y las colillas se
encontraron diseminadas por toda la campa en la que no había más huellas que
las del fallecido. Como detalle a tener en cuenta y en el que la policía está
basando parte de su investigación para intentar esclarecer el caso, es preciso
añadir que el muerto tenía en uno de sus bolsillos una amplia muestra de
monedas antiguas, entre las que se encontraban algunas medievales y romanas de
gran valor, sobre todo por su sorprendente estado de conservación. Se está a la
espera de la autopsia para saber si la muerte sobrevino por causas naturales.
El fallecido, persona muy conocida en Irún, había sufrido una larga enfermedad
mental de la que parecía ya recuperado. La policía sospecha de la existencia de
otro grupo de personas junto al fallecido, a las que se está intentando
encontrar, ya que considera imposible que una persona pueda fumarse 1000
cigarrillos en una sola noche.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, 20 de agosto de 2012