miércoles, 15 de agosto de 2012

Solsticio de invierno (Relato para las vacaciones)




Existe una noche al año en que algunos muertos vuelven a vivir; no os riáis, es cierto, yo lo he visto. O por lo menos eso estoy empezando a creer  con inquietante certeza.

Aunque han pasado muchos años, casi veinte, desde aquella horrible experiencia, el recuerdo de lo sucedido permanece tan vivo en mí, que son pocas las noches en que no despierto, sudando y dando gritos, sobre mi cama. Lo cierto es que desde entonces ya no soy el mismo. Sólo el alcohol consigue amortiguar estos recuerdos  que me atormentan y hacen dudar de mi salud mental desde aquella maldita noche, hace ya tanto tiempo. Dicen los médicos ¡que son unos  insoportables ignorantes!  que estoy alcoholizado, y que por eso apenas puedo dormir y padezco horribles pesadillas cuando lo consigo. ¡Tontos inútiles!, no saben que es precisamente el día en que no bebo lo suficiente, cuando no consigo pegar ojo.

Siempre, desde que era un niño pequeño, he buscado la soledad. La gente me hastiaba y repelía;  era demasiado vulgar; gritaba, olía mal y, a menudo, se comportaba de una forma repulsiva, exhibiendo sin pudor sus apetencias. Por eso yo gustaba de frecuentar lugares escondidos y solitarios, de perfumes exquisitos, en donde se podía escuchar el subyugante sonido del silencio, y en los que el ruido de mis propios pasos era un estruendo horrísono.

El  tranquilo murmullo de las regatas umbrías; los bosques de pinos sombríos y tan espesos que apenas dejan pasar la luz; los muros de las casas derruidas, musgosos y llenos de helechos; los valles profundos y escondidos entre perdidas colinas; las callejuelas del casco viejo de mi ciudad, ennegrecidas por el tiempo y los recuerdos… aquel era el especial paisaje, lleno de silencios y olores extraños y ensoñadores, de mis paseos solitarios y secretos.

Ocupé los primeros años de mi juventud, cuando todavía vivía entre los muros medievales de la vieja ciudad, en aquellos paseos melancólicos, y en la lectura de libros antiguos y ya casi olvidados, que me iniciaron en conocimientos perdidos y extraños. Luego, al crecer y marchar para completar mi formación a una lejana universidad, esa necesidad de la soledad, ese gusto por lo antiguo y olvidado, no murió en mí, pero quedó, en gran medida, adormecido.

La universidad y la vida moderna en una gran capital, con su bullicio y sus prisas, no eran el marco más apropiado para cultivar unos gustos y aficiones que, para mis condiscípulos, hubieran resultado, sin lugar a dudas, extravagantes e inquietantes a la vez.

Sin embargo, cuando encontraba tiempo, gustaba pasear por sitios antiguos; posar mis manos en piedras gastadas por el roce de miles de manos de distintas generaciones ya desaparecidas; caminar por calles y caminos hollados desde siglos atrás, y extasiarme ante los mismos parajes contemplados por ojos muertos hace ya mucho tiempo. Todo lo antiguo, lo ruinoso, lo olvidado, me atraía con un magnetismo muy especial.

Pero me estoy desviando de lo que quiero contaros. Ahora, que por fin he decidido enfrentarme a mis pesadillas nocturnas, ya no me importa que conozcáis todo lo que me sucedió; es más, lo deseo para poder curarme. Mañana sabré si lo que voy a contaros es un sueño o una terrible e inquietante realidad.

Ocurrió en uno de aquellos paseos solitarios, cuando la noche ya lo cubría todo. Era el último plenilunio del año y coincidía con el solsticio de invierno. En éstas fechas los hombres de hoy celebramos la Navidad; pero algunos de nosotros tenemos, en lo más profundo de nuestra mente, los recuerdos ancestrales  de otra fiesta anterior a todo lo que es historia; anterior a lo cristiano y a lo romano. Fiesta en la que los primitivos druidas, que moraron durante muchos siglos en éstas tierras, ofrecían a la luna llena cruentos sacrificios humanos para pedir la fertilidad de campos y animales, junto a la pronta llegada de la primavera.

Impertérrita ante los cambios de los hombres y de sus costumbres, la luna iluminaba los campos con una claridad fantasmal, y creaba en aquella colina boscosa, de hayas de grotescas formas, sombras extrañas que bailaban a mi alrededor. El particular hedor de las profundidades oscuras y húmedas, con empinadas laderas musgosas y hojas en putrefacción, intoxicaba mis sentidos.

No puede, sin embargo, achacárseme toda la culpa de lo sucedido; también mi coche, ya viejo y que aprovechaba cualquier oportunidad para averiarse y dejarme inerme ante las circunstancias, tuvo su parte de responsabilidad. Había subido con él, como en muchas otras ocasiones, a las dos o tres horas de obscurecido, hasta un altozano que hay  algo más allá de la Peña de Aldabe. Desde allí podía verse toda la bahía, enmarcada, como en una postal para turistas, por las luces titilantes de los tres pueblos que duermen a sus orillas. El estuario, bañado en plata por efecto de la luna, se prolongaba en el río, que, desde siempre, había servido de frontera entre las dos naciones. Los rayos de la luna,  en su perpetua y perdida  lucha contra la obscuridad, se difuminaban en lo más intrincado de las faldas del monte, marcando apenas el tortuoso camino de Navarra.

Ensimismado en aquel hermosísimo paisaje, el tiempo pasó casi sin darme cuenta. Cuando decidí volver a casa faltaba poco para la medianoche y mi coche, siguiendo un comportamiento que se estaba haciendo irritantemente habitual, decidió no arrancar. La llave giraba y giraba, pero el motor no hacía ningún intento de ponerse en marcha, estaba como muerto. Ni las imprecaciones más o menos gruesas, ni la consabida patada en la rueda, lograron nada. Sucesivos intentos sólo lograron agotar la batería. Conocedor de mi absoluta ignorancia de las cuestiones mecánicas, desistí de levantar el capó e intentar averiguar lo que sucedía.  Abandonando en el camino mi vehículo, con paso resignado, pero vivo –no tenía otra alternativa- comencé a recorrer los cuatro o cinco kilómetros que me separaban de Irún, y que salvo un pequeño repecho preliminar, eran todos de bajada. Ya volvería a recoger el maldito trasto al día siguiente, pensaba.

Apenas llevaba quince minutos andando y estaba ya cerca de la Peña de Aldabe, cuando me pareció percibir un murmullo de voces no muy lejanas. Sorprendido, porque no es lo habitual encontrar a personas en el monte a esas horas de la noche, y menos  en aquellas fechas, pero aliviado a la vez, porque suponía que, quienesquiera que fuesen, podrían acercarme hasta el pueblo y ahorrarme la caminata, -lo cierto es que nunca he sido deportista y cualquier ejercicio me cansa y aburre- doblé el recodo del camino que me llevaba hasta la ermita, blanca y solitaria.

En la campa que llaman de Pokopandegi, y que me separaba de los primeros árboles, ardían un buen número de hogueras, alrededor de las cuales se adivinaban, más que se veían, las siluetas de toda una multitud. Extrañado, pues no recordaba ninguna fiesta ni reunión en aquel monte por esas fechas, quedé parado en mitad del camino. Estaba a punto de darme la vuelta y volver sobre mis pasos para bajar por otro lado, pues nunca me ha gustado inmiscuirme en los asuntos ajenos –si hubiera hecho caso a ese primer impulso de volverme atrás, me hubiera ahorrado todas las pesadillas que tengo desde entonces, y tal vez, sólo tal vez, hubiera llegado a la tranquila vejez-, cuando en aquel preciso momento un grupo de hombres  que bajaban en silencio desde una colina cercana, pasaron a mi lado. Uno de ellos paró junto a mí, y tomándome por el brazo me arrastró, sin decirme nada, hacia la cercana campa iluminada por la luz de las hogueras. No pude resistirme, su mano enguantada me oprimía con la fuerza de una tenaza y yo tan sólo pude dejarme llevar. 

Cuando al salir de la zona de sombra, nos alcanzó la cálida luz de la luna, y vislumbré a mi compañero, comprendí, con un estremecimiento,  que aquella era una reunión muy extraña. Llevaba una guerrera que debió ser blanca, aunque estaba bastante sucia, adornada con alamares azules;  una boina roja, bien puesta, hasta con un cierto aire pretencioso, cubría su cabeza; con la mano izquierda sostenía un curvado sable que colgaba de su talabarte. Pantalones oscuros, que podían ser azules,  y botas altas negras, con tintineantes espuelas, completaban su indumentaria. Una terrible herida de bala, de la que no manaba sangre, perforaba su cuello, y los ojos, lo único visible de su cara, oculta por una espesa barba rubia, estaban vacíos de toda expresión. Parecía un temible guerrero antiguo, escapado de las páginas de cualquier libro de historia.

Conforme nos aproximábamos a las hogueras observé que, saliendo del bosque, llegando por distintos caminos, o surgiendo desde cualquier matorral, todo un ejército de hombres se acercaba. Vestidos con extraños y anticuados uniformes, llevando armas de todos los tiempos, y con la misma expresión ausente de mi acompañante, aunque con paso decidido, se dirigían, igual que nosotros, hacia las ya cercanas hogueras.

El murmullo había subido de tono, y ya podían distinguirse palabras sueltas e incluso frases proferidas por diferentes voces y en distintos idiomas.  Aquellos hombres hablaban en castellano, euskera, francés, algo parecido al alemán y en otras lenguas, entre las que me pareció entender únicamente el degradado latín usado en la Baja Edad Media. Agrupados en corros, separados en pequeños grupos o en parejas, hablaban, jugaban, bebían y reían sin prestarnos ninguna atención. De vez en cuando algún hombre, de los que llegaban por los caminos, se incorporaba a alguno de aquellos corros donde era saludado con familiaridad.

Siempre arrastrado por mi mudo guía, si es que puede llamársele así, nos dirigimos hacia un grupo que se encontraba al borde unos espesos zarzales. Creo recordar haber visto, cercano a ese lugar, un puesto de cazadores, de los que se sortean en el pueblo durante la época de pasa de las palomas.

Cuando llegamos hablaban entre ellos y saludaron a mi acompañante con amistosos golpes en la espalda, dándole el nombre de Miguel; en mí apenas repararon.

Todos vestían de forma similar y también sus uniformes estaban sucios y cubiertos de sangre. Parecían no prestar atención a sus horrorosas heridas, por lo que deduje que todo se trataba de una extraña mascarada de carnaval celebrada a destiempo. Pero no entendía su objeto. Harto ya de aquello, inquirí a mi comparsa, que seguía sin soltarme el brazo, para que me explicara el significado de aquello.

Por primera vez escuché su voz, y lo que dijo me llenó de incertidumbre y zozobra.

-          Todo lo que está viendo ante sus ojos no existe, es una mera fantasía ya que todos estamos muertos, y si usted puede vernos es porque una parte de usted permanecerá para siempre con nosotros.

Aquellas palabras que me dirigió, con un tono profundo y el acento de alguien a quien le cuesta hablar, presentaban ciertas inusuales particularidades en vocabulario, pronunciación y forma de ser empleadas, que diferían con el habla normal en aquel año de 1975 y que me intranquilizaron profundamente.

-          Alrededor de estas hogueras, -continuó sin un parpadeo- están todos los hombres que han muerto en éste monte de muerte violenta, y que una vez, cada más o menos veinte años, cuando el plenilunio coincide con el solsticio de invierno, se reúnen en ésta misma campa para recordar aquella violencia que nos condenó para toda la eternidad. A veces vienen nuevos hombres muertos y nos cuentan los motivos por los que están aquí. La última vez fue hace veinte años. Resulta curioso comprobar que cada que cada vez llegan más destrozados y con unas armas muy complicadas. Yo morí hace más de un siglo, era un hermoso día de otoño y recuerdo que aquella noche había quedado para bailar con una mujer muy hermosa. Un soldado liberal, del regimiento de Asturias, me mató, un poco más allá de aquel montecillo del fondo –su mano enfundada en un guante blanco, me indicaba la zona de Iturriarte, poco más o menos donde había dejado mi coche unas horas antes- conmigo murieron también, –continuó, dirigiendo una mirada a su alrededor- estos amigos que ves a mi lado. Es agradable volver a estar con los compañeros del escuadrón. También está por aquí Pepe, el soldado que me mató; un madrileño con mucha gracia y al que luego iremos a buscar. Recibió un sablazo que le dio Otazu, el cabo furriel del escuadrón, que galopaba detrás de mí, y cayó muerto a pocos pasos de mi cuerpo.

Yo no sabía qué pensar, era imposible creer aquello que estaba sucediéndome. Recobrando de forma momentánea la cordura volví a pensar en una broma. Pero parecía todo tan serio…al fin comprendí que tenía que ser un sueño; un sueño realmente lúcido. Debía haber llegado a casa, e influenciado por el paseo nocturno tenía ahora una pesadilla. A veces sucede que el tiempo y el espacio desaparecen, y los ecos del pasado, despertados por alguna lectura o vivencia extraña, abren las puertas de nuestra inconsciencia.

Alrededor nuestro los hombres habían dejado de afluir. Cercanos a nosotros se encontraba un grupo de coraceros franceses, celebrando con grandes risotadas la llegada de uno de ellos al que faltaba una pierna, y que por eso –explicaba entre protestas- llegaba el último. Según pude entender se la había arrancado una bala de cañón.

Me pasaron una cantimplora, de las que llaman francesas y que destacan por su tamaño; bebí un largo trago. Era un aguardiente muy fuerte  que me abrasó la garganta haciéndome toser. Hubo algunas risas y al poco Miguel, tomándome de nuevo del brazo, me dijo:

-          Venga usted conmigo, que le voy a presentar a otros compañeros de velada.

Decidido a aprovechar al máximo aquella oportunidad de vivir un sueño tan real, no me hice  repetir dos veces la invitación, y andando a su par subí, por la resbaladiza colina, hacia otro grupo de hogueras.

Para ese momento había ya muchos hombres, con uniformes de todas las épocas y ejércitos, paseando de un lado a otro y saludándose como viejos conocidos. Coraceros y granaderos franceses, procedentes del ejército napoleónico, se mezclaban con húsares, cazadores y ulanos. Hombres con cotas de malla y petos de acero, con morriones altos, como los de los Tercios españoles del  siglo  XVI, que vemos en los grabados y pinturas, y que provenían  sin duda de la batalla de 1522, parecían los más animados. Unos piqueros suizos, armados de largas lanzas que sostenían entre las manos, hablaban en una lengua que me recordaba al actual alemán.  Se veían representantes de nuestra guerra civil, entremezclados por aquí y por allí; algunas guerreras caqui y boinas rojas de requetés navarros, mezclados con anarquistas de correajes pardos sobre grasientos monos azules y boinas negras; un grupo de legionarios, con uniformes verdosos y gorros con borla roja, estaban sentados en corro jugando al giley con gran algazara.  Muertos, en alguna olvidada batalla de la época prerromana, había unos hombres vestidos con una tabardos bastos de color negruzco, armados con arcos y espadas cortas. Su idioma era incomprensible; sus cabellos, largos y enmarañados, estaban sujetos por una tira de cuero; tenían una apariencia salvaje y primitiva.

-          Son celtas –me susurró Miguel- no son muy amigables, tal vez porque como son los más antiguos aquí, nos tienen al resto por advenedizos y además se obstinan en hablar una lengua que no entiende nadie. Más enfadados teníamos que estar nosotros con ellos –continuó Miguel-  por ser los culpables de que todos estemos en esta situación.

Antes de que pudiera preguntarle la razón de aquella extraña afirmación, quedé sorprendido al ver algunos legionarios romanos, muy parecidos en sus ropas y ademanes, aunque algo más abrigados, a los que vemos en las películas. Compartían su hoguera con unos guerreros visigodos departiendo, sin muchos problemas, en latín.

Desde la base de la colina que baja hacia el río llegaba un numeroso grupo de hombres de diferentes épocas y guerras, mojados, y con las corazas y armas llenas de verdín y oxidadas.

-          Son los que se ahogaron en el río –aclaró Miguel, que vio mi gesto de extrañeza- en todas las batallas siempre ha habido algunos, y como tienen que subir hasta aquí, son los últimos que llegan.

Muchos de ellos son suizos, muertos al intentar atravesar el Bidasoa desde Gazteluzar. Como no tiraron nada –por no dejar aquello sucio, dicen ellos, aunque otros creemos que no tiran nada por avariciosos-  se ahogaron por el peso de sus armas y ropas. Aunque parece que ya se van acostumbrando, Sancho de Artzu, uno que está aquí desde 1522, me contó que al principio venían muy avergonzados por llegar los últimos y tarde; además, como llegan tan sucios…

En la parte alta de la colina, apartados del resto, se veían seis o siete hombres que hablaban, muy estirados  y con afectación. La distancia, y el bajo tono con el que hablaban, me impedían escuchar su conversación. Le pregunté a Miguel y éste, en tono despreciativo, me respondió:

-          Son los ingleses; son pocos, ¿sabe usted? porque la mayoría se quedaron atrás, saqueando y violando en san Sebastián tras el incendio. A pesar de que están aquí desde 1813 solamente hablan inglés y hacen como que tampoco entienden nada más. Nunca tratan con nadie. Por favor, haga como si no los viera –me aconsejó, pasándome de nuevo la cantimplora.

Volví a beber y esta vez ya no me atraganté; el líquido, fuerte y caliente, me animó con su valor de 60 grados. Creo que en mi fuero interno me estaba gustando ya este excitante sueño.

-          ¿De dónde sacáis éste aguardiente? –pregunté con no fingido interés a Miguel.

-          ¿Aguardiente? –me contestó con extrañeza mi escolta -¡si es agua de Sorgin Erreka cogida a la medianoche!

Yo no sabía qué decir, si era agua o aguardiente. Pero estaba dispuesto a seguir bebiendo ya que me sentaba tan bien.

Para aquel momento apenas había ya grupos diferenciados; todo era un continuo ir y venir de unos y otros. En un determinado momento Miguel me arrastró hasta un corro de soldados decimonónicos, vestidos de azul oscuro  y quepis colorado, que jugaban a las cartas muy animados.

-          ¡Pepe! –exclamó Miguel con alegría-  vas a perder hasta el fusil con el que me disparaste, ¡sinvergüenza, pedazo  de liberal descreído!

Pepe, que era un soldado pequeño, cetrino,  de cara algo picada de viruelas, y con el pecho cruzado por una ancha herida que parecía de sable y que ensangrentaba el uniforme, se levantó del suelo dando un salto y exclamó:

-          ¡Vasco bruto, meapilas!, y yo que pensaba que ya te habrías ido al cielo con tanto rosario y medalla bendita. Anda, dame un truja que hace cantidad de tiempo que no fumo.

Y se acercó hasta nosotros, con los brazos abiertos,  sonriendo como un niño. No debía tener más de veinte años.

Abrazándose a él, Miguel, que abultaba el doble, lo levantó en vilo, gritando:

-          Pequeñajo retorcido, hereje isabelino, que no te quieren ni en el infierno. Bebe lo que quieras –dijo, ofreciéndole la cantimplora- que tabaco no hay nada. Aunque tal vez…

-          Oiga, ¿usted no tendrá un cigarro para este amigo de Madrid?

Sin decir nada les ofrecí el paquete de Habanos que siempre llevo en el bolsillo.

-          Genial, ¡tabaco de señoritos! –exclamó el madrileño, añadiendo – no fumaba así de finolis desde el  55, cuando vinieron todos aquellos nuevos, tan guapos y bien alimentados. Hasta llevaban tabaco y coñá, parecían ricos. ¡Si es que las guerras ya no son lo que eran! ¿verdad Sevilla? –añadió golpeando en la espalda a un soldado regordete, con aire de simplón, que se encontraba a su lado con una baraja en la mano.

Sentados algo alejados de ellos, cuatro o cinco hombres vestidos de azul claro jugaban con unos dados.

-          Son artilleros; de estos siempre hay pocos  ya que a la menor señal de peligro los oficiales les hacen salir corriendo para no perder los cañones, -me comentó Miguel- con un tono algo despectivo, que denotaba, muy a las claras, la desconfianza con que los soldados de caballería miran a los artilleros.

Sin poder contenerme le pregunté:

-          ¿Cómo es posible que saludes al hombre que te mató, como a un amigo al que no ves hace tiempo?

Miguel me miró sin contestarme enseguida; sus ojos azules, profundos y acerados, se clavaron en los míos y, por primera vez, noté un destello de calor en ellos.

-          La vida es algo que quedó ya muy atrás, y con ella hemos aprendido a dejar todo aquello que nos hizo infelices y que contribuyó a hacer desgraciados a los demás. Sentimientos como el odio, el rencor y la venganza, destruyen a la persona y provocan  guerras, muerte y destrucción. Cuando muera usted desaparecerán todos sus malos sentimientos, que pertenecen al mundo de los vivos y, durante todo el sueño que sigue a la muerte, tendrá tiempo para aprender que el amor y la amistad son los dos valores más sólidos que existen; cuando muera será usted más sabio.

Su actitud, algo más amistosa que la mantenida hasta aquel momento, me animó a preguntarle aquello que me rondaba por la cabeza desde que escuché su extraña afirmación sobre los celtas.

-          ¿A qué se debe que podáis recuperar la vida durante una noche, y que aquellos hombres huraños y de pelos largos tengan la culpa de que estéis aquí?

Su voz tranquila y de tono cálido me contestó sin vacilar.

-          En realidad nosotros no recuperamos la vida, lo que sucede es que una parte de nosotros ha quedado atrapada en estas colinas. Sucedió hace mucho tiempo,  cuando pueblos celtas venidos del norte atravesaron estas montañas; traían con ellos el hierro, inexistente aquí, y los habitantes de las regiones que atravesaban no se les podían oponer. Cuando aquella tribu atravesó el río, por un vado existente al pie de éste monte, los brujos locales, que adoraban a la luna y al sol, intentaron por medio de un sortilegio desanimarlos y que se dieran la vuelta. No lo consiguieron,  y los celtas los mataron a todos aquí mismo; era una fría noche de plenilunio, coincidente con el solsticio de invierno. Una noche mágica en la que cualquier encantamiento tiene más fuerza. No se por qué les salieron mal, a aquellos primitivos sacerdotes paganos, los hechizos para echar a los celtas, pero cuando estaban siendo degollados maldijeron a sus asesinos y a todos aquellos que murieran en este monte, con el odio en el corazón y las armas en la mano. Y aquel embrujo si que les salió bien. Desde entonces, y comenzando por los celtas que murieron en la refriega que siguió a la escabechina de los brujos, cada vez que una batalla llena de sangre estos campos, lo que ha sucedido en muchas ocasiones, a los muertos se les impide el descanso eterno; y siempre que coincide el plenilunio con el solsticio de invierno, nos vemos obligados a volver al lugar donde nos mataron. No sabemos ni cómo ni cuándo acabará esto.

-          ¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? –le pregunté- pensando en todos aquellos cuentos de nuestras abuelas, en que los fantasmas y aparecidos volvían a sus tumbas una vez que el héroe de la historia realizaba alguna buena acción, o hacía decir misa, o alguna pamplina semejante.

-          Sí, -me repuso con un tono sarcástico que me heló el corazón- cuando vuelva usted la próxima vez, acuérdese de  traer más tabaco.

-          -¿Cómo sabes que volveré?-  le pregunté-, pensando que un sueño con segunda parte era algo inaudito.

-          Siempre que alguien nos ve, lo que no ha sucedido muchas veces, vuelve para quedarse con nosotros, y esa vez para siempre; y ahora beba un poco más de agua, que seguro se le ha quedado la boca seca.

Y dando por terminada la conversación me pasó la cantimplora, que parecía no vaciarse nunca.

Conforme avanzaba la noche y se bebía del agua de Sorgin Erreka, el ambiente se distendía y, llegó un momento en que los corros apartados se disolvieron formando un único grupo de personas que hablaban, jugaban, apostaban y gritaban, con vehemencia en una inmensa batahola. El barullo era terrible y aún sabiendo que todo era un sueño y por lo tanto ilógico cualquier razonamiento sobre él, no comprendía cómo ante aquel bullicio no se habían alarmado los habitantes de los caseríos cercanos.

Miguel se despistó en un  determinado momento y yo me encontré hablando con un soldado francés, de infantería de línea, que añoraba mucho su Midí natal.

-          Aquí casi siempre llueve, hace frío y la humedad te penetra en los huesos –se lamentaba el joven, que no tendría más de 18 años.

Yo debía haber bebido mucho, pues ya encontraba de lo más natural hablar con los muertos y que éstos se quejaran del frío y la humedad.

En realidad yo seguía creyendo “en el sueño de lucidez anormal”. Y este convencimiento fue, sin duda,  el que me indujo a intentar aprovechar aquella ficción, divirtiéndome y viviéndola al máximo. Así, jugué con unos soldados franceses a los dados, y hasta gané. Luego perdí con unos vecinos de Irún, muertos en las escaramuzas de  1522, y a los que pregunté, con curiosidad, sobre diversos detalles de la ciudad en aquella época. Se jugaba con dinero y no me sorprendió comprobar que mis pesetas de 1975 eran tan válidas como los maravedíes y escudos del siglo XVI, o los sestercios romanos.

Al rato volví a encontrar a Miguel, enredado en una discusión sobre caballos y arreos con un ulano napoleónico.

-          No se puede hablar de caballos con ésta gente –se lamentaba al volver conmigo-  siempre se termina alzando la voz; todo lo suyo es mejor,  ellos saben más que nadie y sus caballos son “la crème de la crème”. En realidad creo que piensan como equinos  y no precisamente del género que ellos quisieran.

Volvimos a beber y a hablar, a jugar y a beber…en un momento dado unas risas femeninas despertaron mi atención,  ya que hasta el momento había visto sólo a hombres.

-          ¿Es que hay mujeres también? -le pregunté a mi acompañante.

-          Sí –me contestó Miguel- hay unas cuantas de distintos tiempos. Estas que está escuchando usted, en concreto, son algunas de las rameras que acompañaban el batallón de Pepe. Venían desde Madrid y el día antes de la batalla, cuando envolvimos su retaguardia y nos hicimos con los bastimentos y los cañones,  lucharon como los hombres, muy valientes. A las que quedaron vivas las escondimos en una carreta, pero las encontró Oronoz, nuestro capitán, y el chantre las hizo fusilar al momento, para que no pervirtieran la moral de los soldados.  ¡Una lástima!  Ya me hubiera gustado a mí ser pervertido, sobre todo por “la moñitos” un monumento de mujer, que si encuentro te presentaré. Las fusilaron en una tapia cercana a la ermita; yo no quise estar, no me gusta ver morir a nadie,  y menos a una mujer.

Apoyados en el tronco de un árbol volvimos a beber de aquella cantimplora inagotable; la luz de la luna nos alcanzaba atravesando las desnudas ramas; algún búho ululó a lo lejos; una extraña serenidad me inundaba y cerré un momento los ojos…

Los dueños del bar que existe en lo alto del monte me encontraron aquella mañana; vagaba por el campo, empapado por la lluvia que caía de forma copiosa desde el amanecer, sin acordarme de por qué estaba allí, ni de dónde vivía o cuál era mi nombre; hallaron mi coche, sin batería y abierto, a poco más de un kilómetro de allí; estaba en una carretera que lleva hasta la cruz que corona la peña de Aldabe.

Estuve casi seis meses recluido en una clínica, siguiendo un complicado y costoso tratamiento. Los médicos, que no lograron encontrar ningún trastorno visible, afirmaron que el frío y la excitación que sufrí aquella noche, perdido en el monte, me produjeron un shock nervioso con pérdida parcial de memoria. Al cabo de aquel tiempo, y aparentemente restablecido, volví a mi casa en la ciudad.

Las pesadillas comenzaron al año de haber salido de la clínica; al principio eran unas visiones inconexas y poco definidas, pero que me producían un pánico manifiesto y extremo. Con el tiempo  el sueño, que era siempre el mismo, se hizo diáfano y comprensible, como si se tratara de una película. Siempre en el mismo orden, las mismas frases y situaciones, las mismas personas. Los médicos no sabían qué pensar; con los somníferos descansaba relativamente bien, pero estaba claro que no podía seguir tomando drogas toda la vida. Llegué hasta el hipnotismo para intentar eliminar las causas de aquella pesadilla.

Todo fue inútil; además estaba lo de la moneda. Cuando me recogieron en el campo, aquella lejana mañana de invierno de hace veinte años y, ante el estado de imbecilidad en el que me encontraba sumido, registraron mis bolsillos para buscar la documentación; dentro de mi cartera encontraron una curiosa moneda romana de la época de Augusto. Yo no supe explicar cómo había llegado allí y, achacándolo a mi pérdida de memoria lo olvidé, como un detalle curioso, pero sin importancia. Hasta que empezaron las pesadillas. A partir de aquel momento me fui dando cuenta de lo que aquella pequeña moneda de plata podía significar. Fue entonces cuando comencé a beber, no quería soñar y saber por qué estaba aquella moneda romana en mi cartera.

Por supuesto que volví al monte varias veces, con la intención de comprobar si mi mente reaccionaba viendo en la realidad todos aquellos sitios con los que soñaba al dormir. Pero no fue así. Los lugares eran los mismos; los árboles, las campas, los caminos, las piedras…pero por allí no había nada más, ni personas, salvo ocasionales paseantes, ni cosas que me hicieran reaccionar.

Me prometí no volver a contar a nadie más el sueño, e intentar olvidarlo, aunque fuera agarrado a la botella. Todas las personas tienen recuerdos que desearían suprimir de su mente, creer que no son ciertos, borrarlos de la existencia. Pero ahora me he visto obligado a escribirlo y espero que, a pesar de la niebla alcohólica que inunda mi memoria, lo haga de forma fidedigna.  Lo he soñado tantas veces que no creo tener ningún problema. Noche tras noche he vuelto a ver a Miguel, a Pepe, a Jean Jacques, el soldado francés del Midi; a los piqueros suizos, a los coraceros franceses y a los introvertidos celtas.

Es cierto que mientras que la mayoría de nuestros sueños no son más que vagos y fantásticos reflejos de situaciones vividas, existen otros que escapan a esta norma, sugiriendo posibles visiones de una existencia mental tan importante como la vida física, pero separada de ésta por una barrera infranqueable o casi infranqueable. A veces, cuando soñamos, perdemos la conciencia que nos ata a lo terreno y pasamos a una vida diferente e incorpórea, de la que únicamente permanecen, al despertar, los recuerdos más ligeros y confusos. Profundizando en esos recuerdos que, generalmente, son escasos y vagos, podemos deducir que en lo onírico, la vida, los sentidos y el tiempo no son necesariamente como los conocemos.

Como podéis comprobar he aprendido muchos de los sueños en estos años; he hablado con médicos, con psicoanalistas, hipnotizadores… charlatanes todos, y tal vez para nada.

Aún no he conseguido  saber si tan solo fue un sueño o una terrible realidad, pero estoy dispuesto a comprobarlo, porque ya no puedo continuar resistiendo la tortura en que se ha convertido mi vida. Mañana volverá a coincidir el solsticio de invierno con el plenilunio y volveré a subir al monte. Creo que es la única forma de no volverme loco. Desde que concebí esta idea, hace ya casi un año, he conseguido poner en orden todos mis pensamientos y estar mucho más tranquilo, al menos en apariencia. Los médicos creen que me he curado ya del todo y mis amigos y familia no pueden disimular su alegría, empañada tan sólo por mi afición al alcohol.

Sé que está bien lo que voy a hacer; es preciso enfrentarse a nuestros terrores y entonces éstos desaparecen. Por lo menos eso espero. Así podré volver a dormir tranquilo, sin necesidad de beber.

Es cierto que, a veces, tengo miedo de que la realidad sea otra. Me aterroriza pensar que, cuando mañana por la noche la luz de la luna me encuentre en las campas de Pokopandegi aparezcan, desde detrás de los árboles, viniendo por los caminos o bajando las resbaladizas laderas, los mismos soldados antiguos de mi sueño. No quiero ver a los legionarios franquistas enterrados en Illargi Argia.  No quiero encontrarme con Miguel y convencerme de que todo lo soñado, y que yo os he escrito es cierto, o de que estoy verdaderamente perturbado y sin solución, lo que tal vez sea menos inquietante para todos.

Dos días después “El Diario Vasco” en su página de Irún publicaba la siguiente noticia:

Hallado el cadáver de un hombre en el monte San Marcial

Ayer por la mañana, cuando Juan M. Arregi se dirigía con su tractor hacia el bosque de Illargigoikoa, cercano al monte San Marcial, para realizar una saca de árboles, encontró tendido en el camino el cuerpo sin vida de J.I.Z. de 55 años de edad, soltero y vecino de Irún.

Alrededor del cuerpo, que no presentaba señales externas de violencia, se hallaron cinco cartones de tabaco, marca Habanos, vacíos. Las cajetillas y las colillas se encontraron diseminadas por toda la campa en la que no había más huellas que las del fallecido. Como detalle a tener en cuenta y en el que la policía está basando parte de su investigación para intentar esclarecer el caso, es preciso añadir que el muerto tenía en uno de sus bolsillos una amplia muestra de monedas antiguas, entre las que se encontraban algunas medievales y romanas de gran valor, sobre todo por su sorprendente estado de conservación. Se está a la espera de la autopsia para saber si la muerte sobrevino por causas naturales. El fallecido, persona muy conocida en Irún, había sufrido una larga enfermedad mental de la que parecía ya recuperado. La policía sospecha de la existencia de otro grupo de personas junto al fallecido, a las que se está intentando encontrar, ya que considera imposible que una persona pueda fumarse 1000 cigarrillos en una sola noche.



Eduardo Lizarraga

Hondarribia, 20 de agosto de 2012




domingo, 12 de agosto de 2012

Con la marea (Relato para las vacaciones)


Los golpes, blandos y acuosos, resuenan a lo largo de la ribera rompiendo la calma de la mañana. Un hombre, con los pantalones subidos hasta las rodillas y los pies descalzos, hunde una y otra vez su azada en el lodo negro de la orilla. Después de cada golpe, rebusca entre la tierra removida, depositando el producto de su trabajo en un pequeño bote que mantiene a su lado. A sus espaldas el Bidasoa lame, en manso reflujo, las piedras de la isla de los Faisanes, y los juncales de la otra orilla, en Irukanala, se mecen adormecidos con la brisa de la mañana.

Hace ya un buen rato que el amanecer ha encontrado a Joshemi dirigiéndose, a fuerza de remos, hasta la orilla del río, cuando la sirena de la cercana fábrica de cerillas rompe el silencio neblinoso, llamando a los trabajadores a su quehacer diario.

Levantando la cabeza y secándose el sudor de la frente con la manga, Joshemi piensa, a la vez que se echa la boina hacia atrás, en un gesto familiar para los que le conocen.

-          Las ocho ya; enseguida comenzará a subir la marea, será mejor que me de prisa si quiero estar a la punta.

Una ojeada al bote de hojalata le muestra un rojo revoltijo ondulante de zizaris, que se debate entre algunas algas arrancadas a las piedras de la orilla.

-          Muchas no hay, se lamenta en voz alta.

Pero decidido a pesar de todo, sale trabajosamente del agujero en el que se ha ido hundiendo poco a poco y se dirige, con pasos inseguros, a través de la fangosa ribera hacia el camino de piedras que corre paralelo al río.

Tras lavarse los pies, negros por el espeso légamo de la ribera, en un charco dejado por la bajamar, se encamina hacia el pequeño embarcadero donde tiene amarrada la lancha. Una vez soltado el cabo se dirige, sin esfuerzo aparente y ayudado por la marea, hasta el centro del río para aprovechar la corriente. Su rostro anguloso,  bronceado,  curtido por la intemperie y mal afeitado, no refleja emoción alguna, pero sus ojos, oscuros y brillantes se mueven con rapidez, como si algo les preocupase.

Joshemi tiene ya treinta y cinco años y puede decirse que no se le conoce profesión alguna. En 1945, tras terminar la guerra en Europa-de eso hace ya ocho años- volvió a España para ser internado durante tres años en el campo de concentración de Miranda del Ebro. Cuando le dejaron marchar intentó colocarse, como obrero portuario, en el puerto de Pasajes, pero la falta de un fiador y la existencia de una ficha que afirmaba que había luchado “con los del otro lado” –Joshemi había sido gudari y combatido bravamente, a pesar de su juventud, en el cerco de Bilbao- hicieron vanos sus esfuerzos.

Sin  preocuparse demasiado volvió sus ojos hacia la mar, de la que desde pequeño había sabido sacar lo necesario para ir tirando, y con el dinero que le prestó una de sus hermanas, casada con un rico casero de Jaizubía, se hizo con una lancha hermosa y muy marinera, a la que pintó de verde con una raya blanca y puso por nombre Zapatari.

Desde entonces el tiempo ha pasado muy rápido para Joshemi. Toda su riqueza se reduce a una pequeña casa de ladrillo que le dejara su padre al morir, enfoscada en blanco, y levantada en la ribera de Txiplao, la Zapatari y su habilidad como pescador.

La tranquilidad en su vida ha sido absoluta durante todos estos años, lenta y constante, como el discurrir del río. Y sin embargo, Joshemi, que no tiene más rarezas como él mismo reconoce alegremente, que hablar en voz alta consigo mismo cuando está sólo –cuando alguien pasa mucho tiempo en soledad es necesario escuchar alguna voz, justifica riendo-, lleva una temporada preocupado.

Cuando la Zapatari pasa por debajo de los puentes internacionales, Joshemi no hace más que darle vueltas a la conversación que semanas atrás mantuvo con su hermana Junkaltxo, la mayor. La última frase que ella le dijera resonaba con fuerza, una y otra vez, dentro de su cabeza.

-          ¡Si quieres a la Marijoshe tendrás que buscarte un trabajo decente y no andar todo el día por ahí sin hacer nada, como un vago!

Como si pescar no fuera un trabajo decente, se dice Joshemi, mientras espera atento el instante en que la torre rocosa de la iglesia hondarribitarra se asome por encima de la casa de ventanas verdes. En ese momento,  y tras un rápido vistazo a la boya que marca la margen derecha del canal para asegurar la situación, deja caer por la popa una de las piedras que amarrada a un cabo, hace las veces de ancla. Cuando la Zapatari se detiene, arroja otro igual por la proa, para que la marea, a punto de empezar a subir, no gire la embarcación.

Tras ajustar ambos fondeos y quedar satisfecho con la posición de la Zapatari, Joshemi comienza a cebar aparejos y a echarlos por babor y estribor. Pronto empieza a llenar la cesta con berberiñas –no en vano la poza sobre la que se ha fondeado es uno de los mejores txokos que conoce- que tras ser desescamadas por las manos hábiles del pescador, toman el color rojo sangre que las hace distinguirse, sin lugar a dudas, de otros pescados.

Mientras los peces pican, Joshemi sigue dándole  vueltas al problema que se le ha venido encima, casi sin darse cuenta. Todo comenzó unos meses atrás cuando Junkaltxo, que siempre estaba criticando su soltería, -esas no son maneras de que viva un hombre, afirmaba-, le presentó a una amiga suya de Hondarribia, joven viuda que hacía cinco años había perdido a su marido, arrantzale del Beti Gure Ama,  arrastrado por un temporal frente a las costas de Bizkaia. La relación había ido rápida y después de vérseles algunas tardes en los bailes que jueves y domingos se celebraban en la vecina Irún, o paseando por la marina hondarribitarra, comenzó a hablarse de noviazgo y hasta de boda.

Marijoshe, que había enviudado a los dos meses de casada, era una guapa chica, morena y alegre, a la que no habían faltado pretendientes en los últimos tiempos. Pero ella, por alguna razón especial, se había fijado en Joshemi y con la habilidad propia de su sexo y ayudada por Junkal, hermana mayor del novio, no había tardado mucho en conseguir sus propósitos.

Pasadas dos horas de la punta de marea y con la cesta ya casi llenas de berberinas y algunas zabaluas, Joshemi, continuaba dándole vueltas a la misma cuestión. Pronto los peces dejan de picar y el pescador, comprendiendo que el buen momento ha pasado, recoge los aparejos para cambiar de sitio.

-          Hoy que es viernes, ya me haría falta alguna dorada para llevar al asador –exclama pensativo.

Y tras recoger los fondeos y situarse cerca de la orilla, pues el flujo se deja sentir con ímpetu, se dirige, no sin esfuerzo, hacia la herriko punta, donde, por la gran abundancia de mejillones, siempre entra alguna buena pieza de las que iba a buscar.

Tras fondear en el lugar que le parece más adecuado, para la hora de marea que lleva, saca, del bolsillo de su amplio pantalón de sarga azul, una boina vieja atada con una goma. De su interior y tras titubear un poco agarra un hermoso karramarro verde y limpio, de esos que abundan entre los canales de Santiago Aurrea y tras quitarle una de las pinzas, con las que el animal intentaba por todos los medios defenderse,  le pone el anzuelo con una técnica ya depurada por la costumbre.  Tras repetir la operación con tres aparejos más, se dispone a esperar sentado en la tosta de proa.

En el horizonte, el monte Jaizkibel se cubre con una negra nube y el viento, hasta ese momento casi imperceptible, comienza a levantar pequeñas ondas en la bahía.

-          Parece que se va a estropear el tiempo, mejor para que esta noche entre la angula – piensa Joshemi.

Unos tirones bruscos en uno de los aparejos le indican que algún pez ha entrado al cebo. Con habilidad y sin apresurarse, pues el pescado debe ser grande, el hombre aguanta los primeros envites  y tras cansar a su presa la lleva hasta la lancha. Una vez cerca y ayudándose de un salabardo saca del agua una dorada de unos tres kilos de peso. Apenas diez minutos después una segunda dorada, algo más pequeña, cae en las manos del pescador.  Para ese momento, la lluvia, fina y persistente, empapa ya la cabeza de Joshemi, y escurriendo por la cara gotea desde su barbilla. A la vez, y a pesar de que la primavera está ya cercana, difumina los contornos de la bahía sumiéndola en el tranquilo letargo de un día invernal.

-          Bueno, ya es bastante por hoy y además tengo que hablar con Patxiku, recuerda el dueño de la Zapatari.

Recoger los aparejos y levantar el fondeo le lleva apenas cinco minutos, tras los que, empuñando los remos se dirige al canal que conduce al Puerto Viejo. Ahora la marea le es favorable y la Zapatari se mueve con agilidad, deslizándose sobre las verdosas aguas de la ría del Bidasoa. La lluvia continúa cayendo con insistencia y algunas gotas que resbalan por el cabello empapado, penetran por el cuello del pescador, mal protegido con una vieja chaqueta de grueso paño azul.

-          Tenía que haber traído el sueste –se riñe a sí mismo Joshemi- ya se veía ayer que hoy podría llover.

El Puerto Viejo, una pequeña bahía resguardada de vientos y temporales, está lleno de barcas amarradas allí por sus dueños para pasar el invierno. Casi un centenar de embarcaciones, parecidas a la Zapatari y pintadas de todos los colores, se balancean agarradas a unos palos clavados en el suelo fangoso. Al fondo, recortándose contra el muro de la fábrica de conservas, tres o cuatro barcos grandes, amarrados entre si, esperan la llegada de la anchoa, con la primavera, para salir a faenar.

El espectáculo, alegre y multicolor en los días de sol, se vuelve melancólico y monocromático con la niebla y la lluvia. Diríase una antigua fotografía en blanco y negro, con los colores ya ajados por el tiempo.

Tras amarrar la embarcación concienzudamente por proa y por popa a sus palos –si amarrar bien, dormir tranquilo, dice siempre- Joshemi alcanza la cercana orilla, por medio de una frágil pasarela confeccionada con viejos tablones. Lleva consigo el cebo sobrante y la cesta con el pescado. Saluda con un breve ademán de la cabeza a Beñardo –hoy no tiene tiempo de hablar- un viejo pescador al que la edad y el reúma ya no dejan salir a la mar y que pasa sus últimos días, con los ojos llenos de salitre y lágrimas, contemplando la bahía en la que ha pasado toda su existencia. Se encamina con paso rápido a casa de Eusebita, la pescatera que le compra la pesca y que paga puntual –aunque con cicatería- todas las semanas.

El barrio de la Magdalena, con sus casa pequeñas en verde, rojo y azul, con balcones de madera adornados con macetas de colores, rezuma agua desde todos sus tejados. Bajo la lluvia, protegiéndose como puede entre los estrechos aleros y evitando los chorros de los canalones, Joshemi llega hasta un oscuro portal; allí, y tras dar unos golpes con el aldabón de la puerta entreabierta, espera en el zaguán. Eusebita, una mujerona ya madura, baja al poco por la estrecha escalera de madera, blanquecina por miles de concienzudos lavados con lejía. Un pesado y usado cesto se balancea en su mano izquierda.

-          ¿Qué tal Joshemi? Y sin esperar respuesta abre la cesta del pescador para coger los peces. Son algo pequeños –se queja Eusebita al ver los peces, como siempre- pero ya haremos. Y mientras habla los va colocando en su cesto.

-          Dale las doradas a Rosario, la del asador, que siempre me pide para el fin de semana, cuando vienen los médicos, esos de san Sebastián, -le aclara Joshemi.

-          Ya veremos –le contesta Eusebita- que con esta lluvia igual no tiene gente. Bueno –prosiguió la pescatera-  el lunes tendré un buen dinero para darte, que esta semana ya has hecho.

-          Sí –afirmó Joshemi- y mejor haré si la angula entra esta noche.

-          Buen tiempo ya tienes, y si la marea acompaña ya sacarás unas pesetas –estima Eusebita- un poco molesta porque las angulas no pasan por sus manos. ¿Irás con Patxiku como la última vez?

-          A buscarle voy ahora –contesta Joshemi ya despidiéndose- bueno, adiós.

-          Hasta luego sí, y buena noche, le deseó Eusebita, con el pescado en la cesta, mientras sube trabajosamente la escalera que se queja con profundos gemidos.

Por la calle Santiago, enfila Joshe Mari hacia la alameda, al otro lado de la ciudad vieja. La muralla, alta y negra, moteada de verde por el musgo y los helechos, no ciñe ya la ciudad como en tiempos pasados. Las guerras, el tiempo y sobre todo las nuevas necesidades urbanísticas, la han hecho desparecer en numerosos tramos, formando ya parte sus piedras de numerosas casas. Cuando pasa por delante de la gigantesca brecha abierta por las minas del duque de Berwick, la lluvia ha parado ya casi por completo. Bordeando el regato, lleno de agua por efecto de la pleamar, llega a su casa –Kaiola Txiki- blanca, pequeña, cubierta con teja roja y con contraventanas verdes y siempre abiertas. Nada más entrar, Kabi, un pequeño gato atigrado, se frota contra sus piernas a la vez que maúlla quedamente.

La cesta queda colgada del techo, a la entrada, y el cebo sobrante y las zabaluas pasan a la fresquera, que se abre bajo una alacena de la cocina. A continuación, Joshemi vuelve a salir para hablar con su amigo Patxiku, que vive a poco más de cincuenta metros, al otro lado de la huerta.

 Allí está el hombre, bregando con la ortzikua bajo la lluvia que vuelve a caer; bajo y fuerte, con el cuello grueso y corto como el de un toro, y la cara enrojecida por el vino y el trabajo, remueve la tierra preparándola para la próxima siembra.

-          Hola Patxiku –le saluda Joshemi- ¿trabajando ya para las vainas?

-          Pues sí, a ver si este año pongo más varas que el pasado quedé corto –le contesta el vecino. Para de seguido preguntar. -¿y esta noche ya habrá angulas?

-          Eso espero, buen tiempo y marea ya tenemos. A las ocho, después de cenar, te vendré a buscar. Y ya hablaremos, que quiero comentarte algo.

-          Hasta las ocho pues, Joshemi. –se despide Patxiku.

Con la luna llena oculta por las nubes y empapados por la fina llovizna, que desde primeras horas de la tarde ha vuelto a caer sin tregua, los dos amigos bogan ya en la Zapatari, apenas dadas las nueve en el reloj de la iglesia de Hondarribia. Con los faroles de petróleo  en la proa y la manga angulera enrollada en sus palos, se dirigen, con la marea ya a favor, río arriba.

Patxiku, el ocasional compañero de Joshemi para todo aquello que le permita ganar unas pesetas, trabaja en Irún, en un almacén de vinos. El escaso dinero que gana con el almacenista y los cinco hijos que le esperan en casa –dos de los siete que tiene ya han decidido ver mundo- le han convertido en un especialista de la chapuza y de los trabajos ocasionales. Lo mismo hace unos remos por encargo, o pinta una fachada que, aunque muy ocasionalmente, hace algo de contrabando, también por encargo –rodamientos, interruptores y cosas de esas- aclara siempre.

Con Joshemi tiene amistad de largo, conoció mucho a su padre y le quiere como a un hermano pequeño. Juntos suelen ir, dependiendo de la temporada, a por angulas, más arriba de los puentes; a echar unas nasas o una treza bajo las faldas de Jaizkibel; o a por el begi-aundi cuando entra en la bahía de Txingudi. Al principio se lo pedía Joshemi, que como no sabe nadar, no le hace mucha gracia salir solo fuera de la ría. Luego ya se fueron acostumbrando a salir juntos y a compartir, tanto el producto de la pesca, como sus  afanes diarios.

Playaundi es una masa negra y difusa, con sus contornos confundidos por la humedad y la noche; un tren pasa, con las luces encendidas y muy despacio, cuando discurren bajo los puentes. Ya les cuesta algo más bogar, pues se han adelantado al agua de la marea y el río baja aún con la fuerza del invierno. Sin embargo, en silencio y empuñando un remo cada uno, pronto pasan de largo el barrio de Santiago, con sus casas oscuras asomadas al río, y llegan a un punto con no mucha profundidad y que les parece idóneo para hacer la primera calada.

Con la Zapatari fondeada a escasos metros de la orilla de Irukanala, frente a Osinbiribil, encienden los faroles y los suspenden, por medio de unas varas, encima del agua, negra y tranquila. Luego, tras desenrollar con sumo cuidado la manga, la sumergen bajo las luces. A lo lejos, las campanas de la iglesia del Junkal dan las diez de la noche. Es aún un poco pronto para que la angula, arrastrada por el flujo de la marea, haya llegado hasta allí. Dos cigarrillos, encendidos con trabajo por la llovizna, y mantenidos secos en el hueco de las manos,  ayudan a pasar el tiempo y animan la conversación, interrumpida un rato largo por el esfuerzo del remo.

-          Oye Patxiku, ¿a ti te gusta trabajar en el almacén? –le pregunta Joshemi repentinamente, con aire preocupado.

Sorprendido por la pregunta, Patxiku mira con atención a su compañero, cuyo rostro apenas se adivina tras la brasa del cigarrillo. Y le contesta a su vez, como es costumbre en él, preguntando.

-          ¿Y por qué dices eso?

-          Es que me ha dicho Junkaltxo que tengo que buscar un trabajo y no andar por ahí haciendo el vago –le explica Joshemi sin extenderse demasiado.

-          Ya –contesta enfadado Patxiku- ¡como si vivieras de la parroquia! ¿y por qué te dice eso Junkaltxo en lugar de preocuparse de lo que tiene que dar de comer al gordo de su marido?

-          Por lo de la Marijoshe –replica Joshemi, pesaroso, como si estuviera confesando algo malo.

-          Pues si que parece que va en serio la cosa ¿no? –pregunta sorprendido Patxiku, y añade con extrañeza –si apenas hace seis meses que os presentó la lianta de tu hermana.

Antes de que puedan seguir con la conversación un movimiento en las aguas, bajo los faroles, atrae su atención. Con cuidado, y cada uno  desde uno de los lados, levantan la manga. En su interior, unos cuantos puñados de angulas se deslizan intentando escapar.

-          Parece que ya están entrando, ¡y aún queda mucha marea! –exclama alegremente Patxiku.

Con mucha delicadeza depositan las angulas en un saco de tela que cuelga por la borda en la amura opuesta. A continuación vuelven a sumergir la manga.

A lo lejos, unos chapoteos en el agua, les indican que algunas lubinas también aprovechan la noche para alimentarse, de angulas o de korrokones.

Joshemi, que tiene ganas de seguir con la conversación interrumpida, vuelve a preguntar a su amigo.

-          ¿Crees que podré encontrar algún trabajo en Irún, de esos que dicen serios y así tener, como todo el mundo, un jornal asegurado?

-          Mira Joshemi, lo que tienes que decidir es si quieres a esa chica lo suficiente para cambiar tu vida del todo. Tener una familia no es fácil, y eso yo te lo puedo asegurar muy bien. Te comprometes para siempre ¿sabes? Y eso no es malo, todo lo contrario, puede ser lo mejor de la vida. Pero es preciso que encuentres una buena compañera para ese viaje que no tiene apeaderos. De lo contrario puede convertirse en lo peor. Y entonces querrás volver a tu vida anterior y eso, por desgracia, ya no será posible. Yo reconozco que Rosa, mi mujer, fue lo mejor que me pudo suceder. Yo casé muy joven, a tu edad ya tenía seis hijos, y el otro, el que fue el último, en camino. Desde que conocí a Rosa se acabaron los bares, los bailes, las peleas… yo fui muy peleón de joven, hasta en Oyarzun me conocían de oídas… Pero cambié, y pasé de ser un txotxolo  a ser un hombre. Tuve mucha suerte, una mujer así no se encuentra todos los días. Veinte años de matrimonio, y no te digo que no tuviéramos nuestras discusiones, que siempre las hay. Rosa tenía mucho carácter y era algo mandona, pero nos quisimos mucho, estábamos muy unidos e íbamos juntos a todas partes. Y bien que lo pagué luego,  desde que Rosa murió me he sentido muy solo algunas veces, y eso que todavía tengo en la casa a cinco hijos, y que, como ya sabes, el jornal no llega, y como siempre tengo que andar haciendo chapucillas, no tengo tiempo para pensar demasiado.

Los dos hombres hablan sentados en las tostas de la Zapatari, uno frente al otro, en voz baja y mirándose con gravedad a la cara, alumbrados apenas por la luz de los faroles.

Joshemi asiente y calla.

Media docena de veces más alzan la manga y las angulas van pasando al saco de tela sumergido en el agua. Al poco de que el reloj de la iglesia diera las doce de la noche deciden cambiar de sitio, llegándose frente al trinquete de Behobia, en unos bajos que hace el río. Allí, bajo el insistente sirimiri deciden  continuar con la pesca y con la conversación.

Patxiku, con los ojos húmedos por la lluvia y por los recuerdos, cuenta muchas cosas a Joshemi. Le habla de todos esos pequeños motivos que forman la vida, de las alegrías, las penas y la esperanza, siempre la esperanza. Con el corazón orgulloso le habla de los hijos, sobre todo de los ausentes, que sin fallar nunca le escriben todos los meses. Y de la chica, la única que tuvieron, Itxaropen le puso Rosa, que nunca perdió la esperanza de tener otra mujer en casa.

-          Ahora anda de novia con un chico de Irún, que estudia en la Salle y quiere ser ingeniero –explica contento Patxiku- Ya sé que algunos me critican por dejarle andar así, ¡tan joven! , dicen.  Pero, digo yo, que la madre ya estaba casada a su edad, y fue feliz. Lo más importante es que a mi me parece que el chico la quiere. ¡Si supieras lo difícil que es ser padre y madre a la vez! Supongo que como para ella tener  a su edad una casa con tantos hombres que cuidar.

Ha dejado de llover; la luna asoma de vez en cuando entre jirones de nubes; en la orilla, entre reflejos de plata ondulantes, dos gabarras duermen acariciadas por el río y la marea. Cada vez son menos las que se ven navegando por el estuario, subiendo y bajando con su carga, por lo general piedras o arena para la construcción. El transporte por carretera las arrincona sin misericordia y algunas de ellas, las más grandes,  ya duermen el sueño eterno en los arenales de Playaundi o en la ría de Amute, mezclando sus maderas, negras por la brea y podridas por los años, con la arena y el barro, con el agua del río que les dio la vida. Es toda una cultura la que muere con ellas. Durante muchos años cumplieron leal y constantemente con su trabajo, trasportando  gente y mercancías por todo el estuario, y río arriba, casi hasta Endarlaza, donde llegaban con las mareas vivas de septiembre. Crearon una profesión, una forma de vivir y una imagen, la del gabarrero con su pértiga. Ahora las prisas y el motor las hacen desaparecer, y sólo la literatura les empieza a prestar atención, la atención que se concede a lo hermoso que desaparece.

El lejano reloj da las campanadas de las dos de la mañana. Por última vez los pescadores deciden cambiar de sitio para aprovechar la pleamar. Luego, aprovechando el reflujo,  se dejarán llevar por el río de vuelta al Puerto Viejo. La pesca ha sido buena,  mejor de lo esperado; el saco de tela está casi lleno y eso compensa con creces las cinco horas de lluvia y frío. Ahora, ambos permanecen silenciosos, ensimismados en sus pensamientos, todos con nombre de mujer.

Bogando con calma, Patxiku y Joshemi llevan la Zapatari hasta uno de los canales que entran en la isla de Santiago Aurrea. Es el lugar preferido por Joshemi en la pleamar. La escasa profundidad del canal, a pesar de la hora de marea, y su estrechez, les obliga a maniobrar con dificultad. Tras llenar de petróleo ambos faroles, que ya comenzaban a flaquear, arrojan la manga de nuevo  y esperan pacientemente a que la angula entre.

Al poco, un perro, de vigilancia en alguna de las bordas donde los casheros guardan los aperos, comienza a ladrar al otro lado de los carrizos, rompiendo el profundo silencio de la noche. Un poco más allá otro le contesta, y en poco tiempo la algarabía es general.

Aquello sólo puede significar que alguien anda por la isla a unas horas poco habituales. Como a las tres de la mañana y en una noche como ésta, sólo pueden ser contrabandistas o carabineros, los dos amigos deciden con un simple gesto que ya es hora de irse. Ninguna de las dos posibilidades les resulta grata. Recogen la manga, apagan los faroles y en silencio, y usando uno de los remos como pértiga, salen del canal. A fuerza de remos ya y manteniéndose lo más posible en el centro de la corriente, descienden hacia el mar. La luna ha vuelto a ocultarse entre las nubes, pero sobre la curva que hace el río, más allá de la calle Santiago, pueden vislumbrarse, algo atenuadas por la niebla marina, las luces del puente fronterizo.

El silencio de la noche sólo se rompe con el leve golpear de los remos en el agua oscura. Al poco de pasar por delante de la garita del carabinero de Playaundi, casi frente a la luz que marca la entrada a Puerto Kaneta, perciben el lejano ruido de un motor que se acerca.

-          Parece el falucho de vigilancia –susurra Patxiku, que no es la primera vez que lo escucha por la noche-  será mejor que peguemos a la Zapatari al casco de esa gabarra para que no nos vean.

Cuidando de no hacer ruido con los remos se acercan a la orilla y dan la vuelta a los restos de una gran gabarra de carga sumergida a medias en el agua. Tras ella, atisban hacia dónde se escucha el ruido del motor, hasta que surgiendo de la negrura, un pequeño falucho, con cuatro o cinco tripulantes pasa ante ellos remontando la corriente del reflujo.

Alejado el peligro, nunca se sabe lo que puede traer un encuentro de estas características,  Patxiku le dice a Joshemi, con un tono socarrón que contrasta con el anterior:

-          Para esos pescar algo, ya tenían que haber estado antes allá arriba, donde las angulas, y no por aquí, paseando como veraneantes de dinero.

-          Pues si nos llegan a ver, unos buenos kilos de angulas ya hubieran pescado, ya, -replica Joshemi que por un momento había temido en quedarse, como poco, sin el producto de su trabajo.

Ya más tranquilos enfilan de nuevo hacia la corriente, y sin ningún otro tropiezo llegan al poco al Puerto Viejo, de dónde habían salido más de seis horas antes.

Tras amarrar la Zapatari a sus palos toman el camino hacia casa, satisfechos por el resultado de la noche, pero no sin que antes Patxiku riñera a Joshemi por el estado en que se encuentra la pasarela.

-          Como no arregles esas tablas cualquier día terminas en el agua, ¡con el miedo que te da!

Las angulas quedan en la bolsa –mejor vivero imposible afirma Joshe Mari- colgando por la borda de la embarcación. Ya se encargará Tomás, uno de los hijos de Patxiku, de recogerlas a mediodía y llevarlas a Ramón, el angulero, un vejete gallego, jubilado forzoso después de la guerra del cuerpo de carabineros, y que a pesar de los años pasados desde que saliera de su Lugo natal, apenas se le entiende nada cuando habla, de cerrado que tiene el acento;  hasta cinco pesetas el kilo paga, y presume así de tener ¡las mejores angulas del Bidasoa!

Al despedirse, en el extremo de la cerca que separa sus viviendas, Patxiku, tomando a Joshemi por el brazo y apretando con fuerza le dice, con el tono grave con el que nos hablan a veces los amigos de verdad:

-          Piénsalo bien y si crees que la quieres de verdad, no lo dudes, adelante. Yo te ayudaré en todo lo que pueda.

Y sin  más palabras, pues ya está todo dicho, ambos amigos se separaron. El cielo se ha limpiado de nubes y la luz de la luna, cálida y maternal, inunda los campos creando con los árboles y setos un cambiante espectáculo de claroscuros, bello y tranquilizador, que induce al sosiego y al sueño.

Han pasado más de dos semanas desde aquella noche de angulas y confidencias. Todos sigue igual, al menos en apariencia, porque Joshemi, que continúa con su vida habitual de pescador en la bahía, no ha dejado de darle vueltas a todo aquello que hablara con Patxiku, y parece que, aunque no ha vuelto a comentar nada más, está encontrando los motivos para tomar una decisión.

Busca a su amigo y habla con él. Al día siguiente, vestido Joshemi con su ropa de los domingos, marchan juntos a Irún para hacer algunas visitas.

El día uno de abril –nunca se le olvidará a Joshemi la fecha- con mareas vivas de cero y la erla pegando con fuerza en todo el arenal, la sirena de la fábrica de cerillas suena con insistencia avisando a Joshemi que ya son las ocho de la mañana. Pero esta vez no hay marea de la que preocuparse, ni fango que limpiarse de los pies antes de ponerse las alpargatas; Joshemi entra, junto con el resto de sus nuevos compañeros, por la puerta de la fábrica, la que linda con la regata de Artía.

Han pasado los años y Joshemi  todas las mañanas, poco antes de que suene la sirena de la fábrica anunciando la hora de comenzar el trabajo, todavía mira con nostalgia el río. Se fija en las mareas que suben y bajan, en el color del agua verdoso o amarronado, en la fuerza de la corriente y recuerda…recuerda cuando él era parte de ese paisaje, que ahora contempla desde una ventana rodeado de embalajes para cajas de cerillas. A veces le inunda una cierta sensación de añoranza por la libertad perdida, por la brisa marina en la cara, por el sabor del salitre en los labios, por el desconocimiento de lo que deparará el día…Pero es tan sólo un momento, luego cuando llega a casa, y encuentra a Marijoshe, que ha engordado un poco.

-          ¡Qué hermosa te estás poniendo! -le piropea Patxiku cuando la ve para hacerle rabiar- ahora si que estás guapa y no como antes de conocer a éste, que parecías el palo de una escoba.

Marijoshe, que ya no se deja aquella trenza negra que tanto gustaba a Joshemi,  -son cosas de soltera le dice entre enfadada y divertida cuando le pregunta por ella-  pero que está más guapa que nunca, sobre todo cuando riñe a los tres pequeños que se pasan  el día corriendo por ahí.

 Marijoshe que hace que todo lo anterior a aquel uno de abril desaparezca como si nunca hubiera existido.

La Zapatari también ha cambiado, ahora tiene un motor Ditter de nueve caballos en crujía, y está mejor cuidada que nunca antes lo estuvo. Incluso tiene un toldo para protegerse durante el invierno. Lo que hace exclamar entre bromas a Marijoshe, cuando vienen Junkaltxo y sus amigas:

-          No se lo que pensar de éste hombre que tengo en casa, cuida a su barca más que a mí.

La vieja lancha, que continúa siendo verde con una raya blanca, se queja de que sale poco, pero ¡qué orgullosa petardea! entre las otras embarcaciones…potom, potom, potom…con su motor nuevo, cuando los domingos sale con Joshemi, y cargada de niños que quieren aprender a pescar.

Eduardo Lizarraga

Hondarribia, 12 de agosto de 2012