Agazapado
tras la esquina, tan sólo unos pequeños remolinos en el polvo de la calle
denotaban su presencia. Aquel sitio, junto
con el callejón que daba al mercado, era uno de sus habituales puntos de observación y
espera. Miraba con atención un portal que tenía al otro lado de la calle. Un
portal amplio y antiguo, de una casa grande, con dos plantas y azotea, que se
notaba un tanto desfasada en aquel entorno de edificios más modernos del paseo
de los Olmos. Un leve movimiento tras los visillos de la planta alta le puso en
alerta. Una cara larga y arrugada se destacó en el marco de la ventana, miraba
con detenimiento la calle y enseguida se retiró de la vista.
Al poco
rato se abrió la puerta que daba a la acera y una mujer menuda, vestida un
tanto a la antigua, con un traje malva y un gran sombrero a juego, sobre su larga melena rubia, salió a la calle.
Dejó que se confiara, que avanzara unos cuantos metros, que atravesara la
primera calle por el paso cebra y entonces se lanzó hacia ella. Sin duda alguna
le oyó llegar, unos agudos silbidos a los que seguía una polvareda delataron su
presencia. Pero daba igual, mucho tendría que correr la señorita Acosta si
quería evitarle, porque en aquel tramo de calle no había ningún comercio en el
que refugiarse. Cogiéndola por detrás le
subió un poco la falda, pero antes que pudiera llevárselo la mujer había
protegido el sombrero con su mano derecha y farfullando denuestos, mientras sus
crenchas rubias volaban de un lado a otro, avanzó dando saltitos para protegerse dentro del
mercado, Allí estaría a salvo.
-
¡Maldito viento! –masculló la señorita- y eso que parecía que el tiempo estaba calmado.
-
¡Maldita sea, qué rápida ha sido! -dijo el viento para sus adentros,
mientras salía volando entre las copas de los árboles- hoy tampoco me llevo el
sombrero.
Muchos
años duraba aquella pugna entre la señorita Acosta y el viento. En concreto
desde aquella soleada mañana de mayo en que la señorita se quedó para siempre
en eso, en señorita. Con todo el festejo
dispuesto en el antiguo jardín de la casa, las sillas con los invitados, el
cura con su altar en el templete, adornado con flores blancas y colgaduras, el cóctel servido sobre amplias mesas a un
costado, bajo la arboleda, el servicio vestido de negro, con pulcritud, atento
y esperando, los padres, los familiares, los amigos…la novia rubia, radiante…estaba
todo esperando a un novio que ni llegó, ni se volvería a saber nada más de él.
Y la espera se hacía cada vez más tensa, los
murmullos crecían y los traseros de muchos de aquellos invitados se removían
inquietos en sus asientos, mientras el
estómago les hacía gorgoritos por el hambre y la vista del festín que les
esperaba. Y entonces, sin avisar, sin que se le esperase, con mucho sigilo y si
mover ni una hoja antes, hizo su aparición. Del primer soplido se llevo las
colgaduras del templete y el ramo que la temblorosa novia sujetaba entre las manos. Y
antes de que pudieran protegerlos se hizo con alguno de los sombreros de las
invitadas que, amplios y vaporosos, volaban con maestría. Su amiga la lluvia
llegó de su mano. Fue la desbandada. Ni los platos llenos, ni las botellas
fresquitas a la sombra pudieron contenerlos. Empujados por las señoras, que no
veían el momento de ponerse a comentar lo sucedido, todos los asistentes
desaparecieron en pocos minutos. Quedó
tan sólo la familia y la señorita Acosta que, llorosa y avergonzada, corrió a casa, a refugiarse de aquel viento
traicionero que parecía querer burlarse también de ella.
Desde
entonces su animadversión fue creciendo con los años, en paralelo con la
amargura del carácter de la mujer. A
Eolo le hacían gracia los reniegos y denuestos de la señorita Acosta y para obtenerlos
se ocupaba en molestarla todo lo posible. Si tendía en la azotea se encargaba
de llevar polvo hasta la ropa tendida;
si salía del mercado se dedicaba a enredarle los dorados bucles que eran
uno de los orgullos de la solterona. Se entretenía en golpear las contraventanas y en meter el humo que
salía de la chimenea, por el tiro hacia las habitaciones; si encontraba la
puerta del portal abierta metía dentro hojas o papeles, rompía cristales de las
ventanas de la fachada e incluso se
llevó, en un invierno que estaba fuerte,
la antena de la televisión y más de una docena de tejas.
Tampoco
la dejaba tranquila por la noche, cuando dentro de casa cosía o escuchaba
música en el anticuado tocadiscos. Aullaba por los agujeros de las chimeneas,
gemía contra las paredes y emitía todo tipo de silbidos desde las alturas.
Parecía querer decirle que no la olvidaba.
-
¡Aquí estoy! siseaba
-
Te espero para cuando salgas –añadía.
La
señorita Acosta se fue quedando sola, con el viento como única compañía.
Primero fueron sus padres, ya ancianos, los que la dejaron y luego la vieja
criada que la cuidaba desde niña. No hubo manera de poder sustituirla. Y es que
la señorita tenía su carácter y muchas rarezas.
Desfilaron
multitud de candidatas por la casa del paseo de los Olmos. Unas duraron más y
otras menos; alguna hubo que se fue a las pocas horas de entrar. Y es que el
servicio allí no era nada fácil. Conforme la fámula de turno iba limpiando,
detrás marchaba la señorita Acosta, como perro perdiguero siguiendo un rastro. Había
polvo aquí o por allí, motas que su exagerada visión convertía en manchurrones,
desorden bíblico en la cocina…y para qué hablar de la ropa.
-
Tiéndala de las puntas –ordenaba la señorita
-
¡Que se eterniza en la azotea! gritaba, si la veía demasiado tiempo
tendida
-
¡Dóblela como Dios manda! Y nadie sabía muy bien cuál era ese mandato
De la
plancha no se puede hablar, porque ninguna consiguió llegar hasta ese momento crucial de las labores domésticas. El
caso es que entre unas cosas y otras, Acosta quedo sola y así siguió durante muchos
años. Espiando por las mañanas desde la ventana, por si aparecía el viento
traicionero que le recordaba el nefasto día de su boda.
Con la
llegada del invierno el viento se fortalecía y la señorita salía lo menos
posible. Una mañana en la que el sol calentaba de forma tenue el paseo y
después de mirar y remirar desde la ventana, por si veía algo moverse que demostrara
la presencia del viejo enemigo, Acosta
se decidió a salir. Parecía no haber peligro. Un complicado sombrero gris
destacaba sobre sus rubios cabellos y un
elegante paraguas malva –era el color favorito de la señorita- parecía poder
defenderla de lo que pudiera acontecer.
Estaba
esperándola. Llevaba unos días aguardando
ese momento, su momento. Antes de que se diera cuenta, antes de que llegara
siquiera al paso cebra, la alcanzó de pleno. De un fuerte manotazo le arrebató
el sombrero que voló por encima de la carretera. Y para regocijo de propios y
extraños, que los había por el paseo, pegada al sombrero, cogida con unos
largos alfileres, iba la larga cabellera rubia de la señorita Acosta, que
paralizada en la acera contemplaba cómo el viento se llevaba su último orgullo.
Eduardo
Lizarraga
Enero
de 2014 Manzanares el Real