La
máscara maya
La “Gran Pensión Peñaflorida” no era, a
pesar de lo que pudiera indicar su nombre, la mejor o la más bonita de la ciudad, ni mucho
menos. Un rótulo debajo señalaba
“Viajeros y Estables”, dando una cierta sensación de tranquilidad y respetabilidad;
pero nada de esto había influido en el
ánimo del viajero para seleccionarla. Entre la amplia oferta que había en la calle
de la estación principal de Bilbao, en donde se encontraba, no había dudado ni
un momento. Era el precio, de 10 euros al día, lo que en verdad le había
llamado la atención. Un cuarto en el último piso de la casa y poco más que una
cama, una mesa, dos sillas y un armario ropero, con ventana a un patio
interior, fue lo que le pudieron ofrecer y allí se acomodaron, él y su gran baúl.
La pensión estaba regentada por un
matrimonio de edad ya madura, doña Rosita y Antonio, que a pesar de los precios económicos, la
llevaban lo mejor que podían, dando un servicio más que correcto a sus
huéspedes. Les ayudaba en el servicio un sobrino lejano de Antonio, del mismo nombre, que hacía las veces de
corre turnos, para poder dar a la pareja alguna hora de esparcimiento.
Además de alojamiento, existía la
posibilidad de pensión completa, y esa era la mayor responsabilidad de doña Rosita,
que hacía verdaderos milagros para dar de desayunar, comer y cenar por 12 euros
suplementarios al día. Su marido, Antonio,
que había sido despedido hacía unos años, de la tienda de repuestos de
automóvil en la que había trabajado toda su vida, le ayudaba lo mejor que
podía, lo que no era mucho, porque aunque persona honrada y de buen talante,
siempre fue un poco vago y dado a la dispersión melancólica.
Andrés, el señor del baúl, encajó bien en la “Gran Pensión Peñaflorida, y los cuatro
días que pensaba estar allí se convirtieron, primero en un año y luego en dos y
tres. Fue conociendo la rutina del establecimiento; y así sabía que cuando escuchaba
golpes en la cocina, a partir de las once de la mañana, es que había filete con
lechuga para comer –la piedra y la tabla de doña Rosita, hacían de prensa con
el filete de carne, hasta conseguir que
éste desbordara el plato-; y si por el contrario, se oía el silbido de la olla
express desde primera hora de la mañana, es que había cocido con “gallina
corredora”.
El conocimiento era mutuo, y entre Andrés, y la pareja propietaria, fue
naciendo un sentimiento de afecto que se transformó en una sólida y respetuosa amistad. Andrés, que ya andaría por más de
sesenta años, les contó su azarosa vida, desde que saliera de España con poco
más de veinte. Había recorrido gran parte de Suramérica, peón de estancia en la
Pampa, garimpeiro en el Matto Grosso, cazador furtivo en las selvas
venezolanas, estibador en El Callao, huaquero en Perú…su vida emocionaba al matrimonio,
con el que mantenía grandes conversaciones. Ninguno de los dos había viajado
apenas, ya que no habían salido de Bilbao, salvo para
irse todos los años una quincena, en agosto, a Benidorm. Finalmente Andrés se había establecido en las
selvas del interior del Yucatán, en la región maya, casándose con una india de
esta etnia y viviendo con un cierto prestigio entre ellos. La muerte de su mujer y los cambios políticos
que se estaban dando en aquella región fronteriza, le hicieron volver a España
para acabar sus días.
También el matrimonio le contó su vida,
lo único interesante de la cual era que habían tenido un hijo del que no
paraban de hablar. Antonio se llamaba –y ya van tres-, aunque de forma
coloquial le llamaban Antoñito, o el niño; había seguido estudios en la Escuela
de Náutica de Bilbao y al poco de terminar se había colocado en una naviera que
hacía el servicio de mercancías, generalmente fruta, entre Rotterdam y diversos
puertos americanos. Esto no gustaba mucho a doña Rosita, que temía mucho a los
grandes temporales del invierno, y muy poco menos a la vida que llevaba su hijo
“en esos lugares de Dios”, como ella decía. Lo que de verdad quería Doña Rosita
es que su hijo se presentara a unas oposiciones para el cuerpo de prácticos del
Puerto de Bilbao; así lo tendría cerca y podría tener una novia ”como Dios
manda”, que a saber qué encontraría por esos puertos del Caribe. Antonio –hijo- había tenido una novia andaluza
durante bastantes años, aunque hacía poco tiempo que lo habían dejado, y es que
eso de pasarse más de diez meses al año en la mar, era difícil de llevar, sobre
todo para quien se quedaba en tierra.
Cuando el hijo llegaba a puerto, aunque
fuera para poco tiempo, siempre venía a buscar a los padres, sin avisar, –su
llamada en la puerta era peculiar, dos
toques fuertes seguidos de tres más débiles- y había que ver lo contenta que se
ponía doña Rosita cuando escuchaba ese golpear. Tomaban un aperitivo, comían en
algún restaurante de barrio y luego estaba con ellos los días que podía, contándoles
sus experiencias. Algunas graciosas, como lo del “paso caribeño”, que era la
marcha a la que cargaban los estibadores en los puertos centroamericanos, eternizándose en la labor; y
otras más serias, como la necesidad, tanto del capitán, como del primer
oficial, de guardar una pistola en el camarote. Y es que la marinería, una
mezcla de ucranianos, coreanos, senegaleses y filipinos era cada vez menos de
fiar. Todo esto ponía muy nerviosa a doña Rosita, que no dejaba de pedir a su
hijo que se presentara a las oposiciones y volviera a Bilbao.
- “Seguro que encontrará una chica y se
casará” -no dejaba de repetir doña Rosita, a todo el que la escuchaba- “lo
único que hace falta es que deje la mar y se venga aquí, al puerto de Bilbao”,
añadía.
Y tanto insistió Doña Rosita con la
cuestión, y tan pesada se puso, que consiguió que Antonio –hijo- dejara la
naviera holandesa y volviera a Bilbao
durante un tiempo, para preparar las oposiciones a práctico. Seis meses le
habían tenido estudiando; durante el día en una academia situada en la Alameda
de Mazarredo, y metiendo horas en una pequeña habitación que sobraba en la
pensión, durante la noche. Por fin se
había examinado, y como los resultados tardarían sus buenos dos o tres meses en publicarse en el boletín del puerto, en
Campo Volantín, Antonio había vuelto a la mar. No había conseguido volver a la
naviera holandesa, pero sí que le habían dado el cargo de primer oficial en una
compañía francesa que hacía casi los mismos recorridos que la anterior. La
línea no era tan buena, y los barcos más viejos y pequeños, pero era para unos pocos meses, –Antonio
estaba seguro de aprobar las oposiciones-
y además la central estaba en Burdeos en lugar de Rotterdam. Podría
pasar más tiempo con sus padres.
Y así iba pasando el tiempo en la “Gran Pensión
Peñaflorida”, con viajeros y estables, algunos que estaban un día y otros que
estaban más tiempo.
En las conversaciones, que ya como rutina
mantenían los sábados por la tarde, cuando invitaban a Andrés a tomarse un café
con ellos, en un salón que tenían reservado para “la propiedad” , como decía el
cartel del pasillo, Antonio y doña Rosita no dejaban de maravillarse de las
aventuras y experiencias que Andrés les contaba. Y de esta forma, entre café y café, Andrés les
contó que Cohui, su mujer, había sido
una auténtica princesa maya, que era venerada entre su pueblo, y que desde que
se casaron, Andrés adquirió el rango de
brujo o sacerdote entre aquellas tribus. Muchos eran los secretos de su ciencia
tradicional en que Cohui le había instruido, medicina antigua, leyendas,
supersticiones, uso de las plantas…y a su muerte, Andrés se hizo cargo de un
tesoro, muy preciado y raro, que
guardaba su mujer por herencia, y con el que se había venido a España.
- “Un tesoro en el que no sólo hay cosas
de valor, sino también de mucho poder, que te permiten ver el futuro” aseguraba
Andrés.
El aventurero era originario de un pueblo
minero de la cuenca de León, Villablino, pero aunque volvió a él al regresar a
España, no encontró familia ya, ni amigos, ni conocidos. Y tal y como les dijo
más de una vez
- “Mi única familia sois vosotros-
A pesar de su tesoro, Andrés no debía
andar bien de dinero, porque comenzó a
espaciarse en los pagos; y ni Antonio ni doña Rosita le dijeron nada, porque ya
era más que un amigo.
Una mañana, después de unos días en que
se había comportado de forma algo extraña, Andrés
no bajó a desayunar a las ocho, como siempre hacía. Algo alarmada por esa
rotura de la rutina, que era la primera vez que se producía en más de tres años, doña Rosita, pasadas las nueve,
subió a la habitación del huésped, que estaba en la segunda planta de la
pensión y llamó con insistencia a la puerta.
Ante el silencio absoluto que obtuvo como respuesta, y después de
esperar un poco, la dueña del establecimiento abrió la puerta con la otra
llave. Andrés estaba muerto; colgaba por el cuello de un gancho, resto de una antigua
garrucha, que había en el techo de la habitación, con una mueca de espanto en
la cara, y la lengua, que asomaba casi un palmo, negra y retorcida. Espantada,
doña Rosita bajó a buscar a su marido que, como pudo, lo bajó del gancho.
Llamaron a un médico pero nada pudieron ya hacer por él, salvo certificar su
muerte. Antes de que llegara la policía, doña Rosita y Antonio miraron en el
armario, por si podían encontrar algo con que resarcirse de los meses que
Andrés llevaba sin pagar.
-“No seas tonto, -decía doña Rosita- al fin y al cabo, como él decía,
somos su única familia”.
No encontraron nada de valor en el armario,
pero al abrir el baúl hallaron una caja de madera, bastante pesada y antigua,
que decidieron llevarse a sus habitaciones.
- “No hacemos daño a nadie, Antonio, si
alguien reclama algo pues se lo damos y en paz. ¿A ver qué va a hacer con todo
esto la policía?”
Una vez que se fue la policía –que
precintó la puerta de la habitación de Andrés- y los de la oficina forense se
llevaron el cadáver, doña Rosita y Antonio, ya más tranquilos, abrieron la
caja. Cada objeto que sacaban de ella no hacía sino corroborar todo lo que
Andrés les había contado de su vida; un gran machete algo oxidado en su funda
de cuero, un revólver desmontado, algunas ropas ajadas, monedas de distintos países, piedras extrañas, y lo que debía ser de Cohui y de su pueblo,
saquitos con semillas y huesos, algunas piedras semipreciosas y pepitas de oro,
un cuchillo de piedra verde con incrustaciones metálicas en el mango, que
podían ser también de oro, y una máscara envuelta en tela y que tenía un rollo
de papel escrito en su interior. No consiguieron descifrar nada, estaba escrito
en una lengua extraña, aunque en castellano y con letra muy clara ponía al pie:
“Máscara de Tezcotacan, la que todo lo ve”.
La máscara en sí daba algo de repulsión.
Parecía una cara humana recortada de la cabeza; ennegrecida por el tiempo, como cuero viejo, con
algo de pelo y plumas en lo alto, un anillo de oro que atravesaba la nariz y unas piedras verdes, que podrían ser esmeraldas, encajadas donde
deberían haber estado los ojos. En la boca, unos dientes humanos, distribuidos
casi al azar, dibujaban una media sonrisa algo maligna.
-“Pues vaya tesoro” balbuceó apenas doña
Rosita, algo impresionada.
- “Sí, me parece que de aquí no vamos a
sacar nada”, le contestó Antonio
- “Pues me hubiera gustado poder tener
algo de dinero extra para irnos de vacaciones este año, algo especial, con el
niño cuando vuelva, que con tanto estudio parecía algo deprimido”, añadió su
mujer.
Con la máscara encima de la mesa camilla
de su “saloncito privado”, se miraron los dos.
-¿Qué querrá decir eso de que todo lo ve;
predecirá el futuro? preguntó doña
Rosita, mirando fijamente a Antonio.
-“Alguna tontería de aquellos pueblos,
acuérdate que su mujer era algo así como la gran bruja”
- “Pues mira, por si acaso podemos
preguntarle algo que deseemos saber”
- Pues nada, nada, pregúntale los números
de la primitiva –le dijo Antonio con algo de sorna.
- ¡No digas tonterías! –le respondió Doña
Rosita- y asiendo con las dos manos la máscara, por donde deberían haber estado
las orejas, y mirando fijamente a las
piedras que tenía por ojos, doña Rosita dijo:
–“Deseo saber el futuro de Antoñito y lo
que hace”- y soltó una pequeña risa al terminar.
Y no paso nada. Ante su sorpresa no
surgió ninguna voz de la boca desdentada, ni alguna imagen fantasmal en la
pared. Tras recoger la máscara y ponerla en la caja con el resto de las cosas, Antonio la dejó oculta, bajo las faldas de la
mesa camilla, diciendo,
-“Mejor que nadie la vea, ya veremos si
valen algo las piedras que lleva”.
Su mujer, con algo de retraso, se puso a
preparar la comida de los huéspedes, y
Antonio, tras colocar los platos en la mesa, conectó las noticias. Sin pensar
más en la máscara, ni en lo sucedido, siguieron con su rutina de forma mecánica.
A los dos días llegó la policía que, a la
vez que desprecintaba la habitación que había sido de Andrés, les comentó que
si no se hubiera suicidado hubiera muerto al poco tiempo. Al parecer tenía un
cáncer, incurable y muy desarrollado, que había descubierto el forense al hacer
la autopsia.
Hacía una semana que todo aquello había
pasado y apenas habían acabado de dormirse cuando Antonio se despertó
sobresaltado. Su mujer, doña Rosita, estaba sentada en la cama dando gritos.
-¡Está muerto, está muerto! - gritaba
sollozando- ¡le he visto hundirse en las
profundidades y el mar pasaba del blanco de la espuma al negro!
Abrazando a su mujer, Antonio la tranquilizó
diciendo que todo había sido una pesadilla. Al parecer doña Rosita había visto
a su hijo, Antoñito, cayendo a un mar tempestuoso y hundiéndose en las profundidades, mientras pedía socorro y le extendía los brazos.
- “No te preocupes que mañana llamo a la
naviera para que nos digan que todo está bien, y que le pongan un cable para
que nos llame cuando pueda”.
Y así lo hizo a la mañana siguiente. Con
un francés balbuceante, que aprendiera cuando hiciera la mili en Irún,
consiguió preguntar por el barco de su hijo, el “Oliphant”. Y en un mucho mejor
castellano le respondieron con malas noticias. Hacía dos días que no tenían
ninguna información del barco, desde que les habían avisado de un corrimiento de la carga
a causa de un fuerte temporal, a la altura de las Azores.
Y nada más se supo. Debió hundirse muy
rápidamente porque apenas dejó restos, poco más que una radiobaliza marcando la
posición del desastre, y que encontraron unos días después. El mismo día en que
les llegaba una notificación desde Campo Volantín, en la que felicitaban a
Antoñito por haber aprobado las oposiciones.
Eduardo Lizarraga/Enero 2012