martes, 10 de enero de 2012

La máscara maya (Relato)


La máscara maya

La “Gran Pensión Peñaflorida” no era, a pesar de lo que pudiera indicar su nombre, la mejor o  la más bonita de la ciudad, ni mucho menos.  Un rótulo debajo señalaba “Viajeros y Estables”, dando una cierta sensación de tranquilidad y respetabilidad; pero nada de  esto había influido en el ánimo del viajero para seleccionarla. Entre la amplia oferta que había en la calle de la estación principal de Bilbao, en donde se encontraba, no había dudado ni un momento. Era el precio, de 10 euros al día, lo que en verdad le había llamado la atención. Un cuarto en el  último piso de la casa y poco más que una cama, una mesa, dos sillas y un armario ropero, con ventana a un patio interior, fue lo que le pudieron ofrecer y allí se acomodaron, él y su gran baúl.

La pensión estaba regentada por un matrimonio de edad ya madura, doña Rosita y Antonio,  que a pesar de los precios económicos, la llevaban lo mejor que podían, dando un servicio más que correcto a sus huéspedes. Les ayudaba en el servicio un sobrino lejano de Antonio,  del mismo nombre, que hacía las veces de corre turnos, para poder dar a la pareja alguna hora de esparcimiento. 

Además de alojamiento, existía la posibilidad de pensión completa, y esa era la mayor responsabilidad de doña Rosita, que hacía verdaderos milagros para dar de desayunar, comer y cenar por 12 euros suplementarios al día.  Su marido, Antonio, que había sido despedido hacía unos años, de la tienda de repuestos de automóvil en la que había trabajado toda su vida, le ayudaba lo mejor que podía, lo que no era mucho, porque aunque persona honrada y de buen talante, siempre fue un poco vago y dado a la dispersión melancólica.

Andrés, el señor del baúl, encajó  bien en la “Gran Pensión Peñaflorida, y los cuatro días que pensaba estar allí se convirtieron, primero en un año y luego en dos y tres. Fue conociendo la rutina del establecimiento; y así sabía que cuando escuchaba golpes en la cocina, a partir de las once de la mañana, es que había filete con lechuga para comer –la piedra y la tabla de doña Rosita, hacían de prensa con el filete de carne, hasta conseguir  que éste desbordara el plato-; y si por el contrario, se oía el silbido de la olla express desde primera hora de la mañana, es que había cocido con “gallina corredora”.

El conocimiento era mutuo,  y entre Andrés, y la pareja propietaria, fue naciendo un sentimiento de afecto que se transformó en una sólida y respetuosa  amistad. Andrés, que ya andaría por más de sesenta años, les contó su azarosa vida, desde que saliera de España con poco más de veinte. Había recorrido gran parte de Suramérica, peón de estancia en la Pampa, garimpeiro en el Matto Grosso, cazador furtivo en las selvas venezolanas, estibador en El Callao,  huaquero en Perú…su vida emocionaba al matrimonio, con el que mantenía grandes conversaciones. Ninguno de los dos había viajado apenas,   ya que no habían salido de Bilbao, salvo para irse todos los años una quincena, en agosto, a Benidorm.  Finalmente Andrés se había establecido en las selvas del interior del Yucatán, en la región maya, casándose con una india de esta etnia y viviendo con un cierto prestigio entre ellos.  La muerte de su mujer y los cambios políticos que se estaban dando en aquella región fronteriza, le hicieron volver a España para acabar sus días.

También el matrimonio le contó su vida, lo único interesante de la cual era que habían tenido un hijo del que no paraban de hablar. Antonio se llamaba –y ya van tres-, aunque de forma coloquial le llamaban Antoñito, o el niño; había seguido estudios en la Escuela de Náutica de Bilbao y al poco de terminar se había colocado en una naviera que hacía el servicio de mercancías, generalmente fruta, entre Rotterdam y diversos puertos americanos. Esto no gustaba mucho a doña Rosita, que temía mucho a los grandes temporales del invierno, y muy poco menos a la vida que llevaba su hijo “en esos lugares de Dios”, como ella decía. Lo que de verdad quería Doña Rosita es que su hijo se presentara a unas oposiciones para el cuerpo de prácticos del Puerto de Bilbao; así lo tendría cerca y podría tener una novia ”como Dios manda”, que a saber qué encontraría por esos puertos del Caribe.  Antonio –hijo- había tenido una novia andaluza durante bastantes años, aunque hacía poco tiempo que lo habían dejado, y es que eso de pasarse más de diez meses al año en la mar, era difícil de llevar, sobre todo para quien se quedaba en tierra.      

Cuando el hijo llegaba a puerto, aunque fuera para poco tiempo, siempre venía a buscar a los padres, sin avisar, –su llamada en la puerta era peculiar,  dos toques fuertes seguidos de tres más débiles- y había que ver lo contenta que se ponía doña Rosita cuando escuchaba ese golpear. Tomaban un aperitivo, comían en algún restaurante de barrio y luego estaba con ellos los días que podía, contándoles sus experiencias. Algunas graciosas, como lo del “paso caribeño”, que era la marcha a la que cargaban los estibadores en los puertos centroamericanos, eternizándose en la labor; y otras más serias, como la necesidad, tanto del capitán, como del primer oficial, de guardar una pistola en el camarote. Y es que la marinería, una mezcla de ucranianos, coreanos, senegaleses y filipinos era cada vez menos de fiar. Todo esto ponía muy nerviosa a doña Rosita, que no dejaba de pedir a su hijo que se presentara a las oposiciones y  volviera a Bilbao.                                     

- “Seguro que encontrará una chica y se casará” -no dejaba de repetir doña Rosita, a todo el que la escuchaba- “lo único que hace falta es que deje la mar y se venga aquí, al puerto de Bilbao”, añadía.

Y tanto insistió Doña Rosita con la cuestión, y tan pesada se puso, que consiguió que Antonio –hijo- dejara la naviera holandesa  y volviera a Bilbao durante un tiempo, para preparar las oposiciones a práctico. Seis meses le habían tenido estudiando; durante el día en una academia situada en la Alameda de Mazarredo, y metiendo horas en una pequeña habitación que sobraba en la pensión, durante la noche.  Por fin se había examinado, y como los resultados tardarían sus buenos dos o tres meses  en publicarse en el boletín del puerto, en Campo Volantín, Antonio había vuelto a la mar. No había conseguido volver a la naviera holandesa, pero sí que le habían dado el cargo de primer oficial en una compañía francesa que hacía casi los mismos recorridos que la anterior. La línea no era tan buena, y los barcos más viejos y pequeños,  pero era para unos pocos meses, –Antonio estaba seguro de aprobar las oposiciones-  y además la central estaba en Burdeos en lugar de Rotterdam. Podría pasar más tiempo con sus padres.

Y así iba pasando el tiempo en la “Gran Pensión Peñaflorida”, con viajeros y estables, algunos que estaban un día y otros que estaban más tiempo.

En las conversaciones, que ya como rutina mantenían los sábados por la tarde, cuando invitaban a Andrés a tomarse un café con ellos, en un salón que tenían reservado para “la propiedad” , como decía el cartel del pasillo, Antonio y doña Rosita no dejaban de maravillarse de las aventuras y experiencias que Andrés les contaba. Y  de esta forma, entre café y café, Andrés les contó que Cohui,  su mujer, había sido una auténtica princesa maya, que era venerada entre su pueblo, y que desde que se casaron,  Andrés adquirió el rango de brujo o sacerdote entre aquellas tribus. Muchos eran los secretos de su ciencia tradicional en que Cohui le había instruido, medicina antigua, leyendas, supersticiones, uso de las plantas…y a su muerte, Andrés se hizo cargo de un tesoro, muy  preciado y raro, que guardaba su mujer por herencia, y con el que se había venido a España.

- “Un tesoro en el que no sólo hay cosas de valor, sino también de mucho poder, que te permiten ver el futuro” aseguraba Andrés.

El aventurero era originario de un pueblo minero de la cuenca de León, Villablino, pero aunque volvió a él al regresar a España, no encontró familia ya, ni amigos, ni conocidos. Y tal y como les dijo más de una vez

- “Mi única familia sois vosotros-

A pesar de su tesoro, Andrés no debía andar bien de  dinero, porque comenzó a espaciarse en los pagos; y ni Antonio ni doña Rosita le dijeron nada, porque ya era más que un amigo.

Una mañana, después de unos días en que se había comportado de forma algo extraña,   Andrés no bajó a desayunar a las ocho, como siempre hacía. Algo alarmada por esa rotura de la rutina, que era la primera vez que se producía en más de  tres años, doña Rosita, pasadas las nueve, subió a la habitación del huésped, que estaba en la segunda planta de la pensión y llamó con insistencia a la puerta.  Ante el silencio absoluto que obtuvo como respuesta, y después de esperar un poco, la dueña del establecimiento abrió la puerta con la otra llave. Andrés estaba muerto; colgaba por el cuello de un gancho, resto de una antigua garrucha, que había en el techo de la habitación, con una mueca de espanto en la cara, y la lengua, que asomaba casi un palmo, negra y retorcida. Espantada, doña Rosita bajó a buscar a su marido que, como pudo, lo bajó del gancho. Llamaron a un médico pero nada pudieron ya hacer por él, salvo certificar su muerte. Antes de que llegara la policía, doña Rosita y Antonio miraron en el armario, por si podían encontrar algo con que resarcirse de los meses que Andrés llevaba sin pagar.

-“No seas tonto, -decía  doña Rosita- al fin y al cabo, como él decía, somos su única familia”.

No encontraron nada de valor en el armario, pero al abrir el baúl hallaron una caja de madera, bastante pesada y antigua, que decidieron llevarse a sus habitaciones.

- “No hacemos daño a nadie, Antonio, si alguien reclama algo pues se lo damos y en paz. ¿A ver qué va a hacer con todo esto la policía?”

Una vez que se fue la policía –que precintó la puerta de la habitación de Andrés- y los de la oficina forense se llevaron el cadáver, doña Rosita y Antonio, ya más tranquilos, abrieron la caja. Cada objeto que sacaban de ella no hacía sino corroborar todo lo que Andrés les había contado de su vida; un gran machete algo oxidado en su funda de cuero, un revólver desmontado, algunas ropas ajadas, monedas de distintos países, piedras extrañas,  y lo que debía ser de Cohui y de su pueblo, saquitos con semillas y huesos, algunas piedras semipreciosas y pepitas de oro, un cuchillo de piedra verde con incrustaciones metálicas en el mango, que podían ser también de oro, y una máscara envuelta en tela y que tenía un rollo de papel escrito en su interior. No consiguieron descifrar nada, estaba escrito en una lengua extraña, aunque en castellano y con letra muy clara ponía al pie: “Máscara de Tezcotacan, la que todo lo ve”.

La máscara en sí daba algo de repulsión. Parecía una cara humana recortada de la cabeza; ennegrecida por el tiempo, como cuero viejo, con algo de pelo y plumas en lo alto, un anillo de oro que atravesaba  la nariz y unas piedras verdes,  que podrían ser esmeraldas, encajadas donde deberían haber estado los ojos. En la boca, unos dientes humanos, distribuidos casi al azar, dibujaban una media sonrisa algo maligna.

-“Pues vaya tesoro” balbuceó apenas doña Rosita, algo impresionada.

- “Sí, me parece que de aquí no vamos a sacar nada”, le contestó Antonio

- “Pues me hubiera gustado poder tener algo de dinero extra para irnos de vacaciones este año, algo especial, con el niño cuando vuelva, que con tanto estudio parecía algo deprimido”, añadió su mujer.

Con la máscara encima de la mesa camilla de su “saloncito privado”, se miraron los dos.

-¿Qué querrá decir eso de que todo lo ve;  predecirá el futuro? preguntó doña Rosita, mirando fijamente a Antonio.

-“Alguna tontería de aquellos pueblos, acuérdate que su mujer era algo así como la gran bruja”

- “Pues mira, por si acaso podemos preguntarle algo que deseemos saber”

- Pues nada, nada, pregúntale los números de la primitiva –le dijo Antonio con algo de sorna.

- ¡No digas tonterías! –le respondió Doña Rosita- y asiendo con las dos manos la máscara, por donde deberían haber estado las orejas,  y mirando fijamente a las piedras que tenía por ojos, doña Rosita dijo:

–“Deseo saber el futuro de Antoñito y lo que hace”- y soltó una pequeña risa al terminar.

Y no paso nada. Ante su sorpresa no surgió ninguna voz de la boca desdentada, ni alguna imagen fantasmal en la pared. Tras recoger la máscara y ponerla en la caja con el resto de las cosas,  Antonio la dejó oculta, bajo las faldas de la mesa camilla, diciendo,

-“Mejor que nadie la vea, ya veremos si valen algo las piedras que lleva”.

Su mujer, con algo de retraso, se puso a preparar la comida de los huéspedes,  y Antonio, tras colocar los platos en la mesa, conectó las noticias. Sin pensar más en la máscara, ni en lo sucedido, siguieron con su rutina de forma mecánica.

A los dos días llegó la policía que, a la vez que desprecintaba la habitación que había sido de Andrés, les comentó que si no se hubiera suicidado hubiera muerto al poco tiempo. Al parecer tenía un cáncer, incurable y muy desarrollado, que había descubierto el forense al hacer la autopsia.

Hacía una semana que todo aquello había pasado y apenas habían acabado de dormirse cuando Antonio se despertó sobresaltado. Su mujer, doña Rosita, estaba sentada en la cama dando gritos.

-¡Está muerto, está muerto! - gritaba sollozando-  ¡le he visto hundirse en las profundidades y el mar pasaba del blanco de la espuma al negro!

 Abrazando a su mujer, Antonio la tranquilizó diciendo que todo había sido una pesadilla. Al parecer doña Rosita había visto a su hijo, Antoñito, cayendo a un mar  tempestuoso y hundiéndose en las profundidades, mientras pedía socorro y le extendía los brazos.

- “No te preocupes que mañana llamo a la naviera para que nos digan que todo está bien, y que le pongan un cable para que nos llame cuando pueda”.

Y así lo hizo a la mañana siguiente. Con un francés balbuceante, que aprendiera cuando hiciera la mili en Irún, consiguió preguntar por el barco de su hijo, el “Oliphant”. Y en un mucho mejor castellano le respondieron con malas noticias. Hacía dos días que no tenían ninguna información del barco, desde que les habían avisado de un corrimiento de la carga a causa de un fuerte temporal, a la altura de las Azores.

Y nada más se supo. Debió hundirse muy rápidamente porque apenas dejó restos, poco más que una radiobaliza marcando la posición del desastre, y que encontraron unos días después. El mismo día en que les llegaba una notificación desde Campo Volantín, en la que felicitaban a Antoñito por haber aprobado las oposiciones.

Eduardo Lizarraga/Enero 2012