Los dos hombres
subían resoplando y entre tropezones la empinada colina. Más arriba de
ellos una luz, que oscilaba con el viento,
mostraba apenas los contornos difusos de una casa. El cementerio
había quedado ya bastante atrás, unos tres kilómetros al pie del
monte, cuando la luna se levantó sobre el
bosque que se alzaba tras la modesta construcción.
Parados en un pequeño llano, al pie del cual un
ligero repecho llevaba hasta la puerta de la solitaria palloza, que ya se veía
con detalle, ambos hombres mascullaban en voz baja mientras recobraban el
aliento.
-El muy
perro debe estar durmiendo tranquilamente –afirmó el más corpulento de los dos,
con una extraña voz atiplada.
- Sí, pero
más tranquilo va a estar dentro de un rato, y para siempre -contestó su compañero.
Y el sonido
de la corredera de una pistola, llevada atrás con violencia, llenó de
siniestro contenido sus palabras.
La vacilante luz del farol que colgaba de un palo
les guio, sin más tropiezos, hasta la puerta. Una fuerte patada, a la altura de la cerradura,
la abrió sin miramientos.
El tenue rescoldo de la chimenea no permitía ver los
rostros, pero en el jadeo entrecortado que surgía desde un rincón, se adivinaba
el miedo.
-
¡Hola Portugués!, hemos venido a
ver cómo estás. ¿Por qué te fuiste tan rápido? –preguntó con voz que quería ser
amistosa el de la pistola.
-
Sí, y sin dejar tu dirección, con
lo que todos te queremos –aseguró el corpulento mientras recuperaba el fusil
ametrallador que llevaba. ¿Sabes?
–añadió – al Viejo y al Patas los jodieron en el río.
-
¡Yo soy inocente!-quiso gritar el
que llamaban Portugués, pero de su garganta enronquecida, apenas si surgió un
susurro.
-
¡Claro! Tan inocente como yo de lo
que va a pasar aquí. ¡Enciende la luz! que te quiero ver el careto de rata que
gastas – ¡y sin equivocarte! ordenó el
pequeño que se estaba poniendo nervioso. ¡Más de un año llevamos buscándote!
Una bombilla, que colgaba de un cable en el centro
de la habitación, iluminó la estancia.
El Portugués, pequeño y escuálido, salió de entre
las cobijas de una cama en la que se adivinaba otro bulto. Su cara, demacrada y pálida, se estaba
perlando con gotas de sudor. Una barba de varios días teñía de azul las
mejillas y sus ojos brillantes, suplicaban más que miraban, a los intempestivos
visitantes. Una camisa, que debió de ser blanca hace tiempo, y que le quedaba
muy grande, cubría casi todo su cuerpo del que sólo sobresalían unas piernas
delgadas y unas manos sucias, de dedos cortos, que frotaba sin parar.
-¡Chechu, Pernales, por Dios! Yo no tengo nada que
ver con lo que pasó. Fue una casualidad. –gimió el Portugués.
Chechu, que era el más pequeño, el de la pistola,
estaba parado en medio de la habitación. El espeso pelo negro, cortado casi a
cepillo, dejaba poco espacio para la frente. Y no había mucho más que ver, que
unas orejas de soplillo y una nariz demasiado ancha. El resto se ocultaba
detrás de una espesa barba en la que se notaban algunas canas. La mano sostenía una Astra de 9 mm, de
siniestro brillo azul acerado y que apuntaba, sin temblor alguno, al pecho del
Portugués.
Procedente de la cama se escuchó un leve gemido y un
movimiento entre las mantas.
-¡Anda Pernales!, echa un vistazo a ver quién está
ahí. Que éste no dormía sólo.
El Pernales, que llevaba un gabán oscuro del que
sobresalía el cañón de un naranjero, se acercó hasta la cama y levantó el
revoltijo de ropa. Acurrucada, y protegiendo entre sus brazos un niño de meses,
estaba una mujer.
Pequeña y de espeso pelo, negro y rizado, salió de
la cama con el bebé en brazos.
-
¡Anda Chechu, pero si es la Chata!
exclamó el Pernales.
-
Sí, está la noche llena de
sorpresas. ¡Chata! que anduvimos buscándote por el monte casi una semana
después del encuentro con los picos. Pensábamos que te habían dado un buchante
en la tripa y andabas tirada por ahí. Pero lo que llevabas en el bandullo era
otra cosa… ¡un rorro! Que seguro no será del Estudiante… ¿a ver si lo adivino?
¿canta fados?
La Chata, como la llamaban, hacía honor a su nombre
pues tenía una extraña nariz respingona y pequeña. El camisón que llevaba
ocultaba sus formas de mujer, pero se veía que, a pesar de su estatura, era una
mujer de bandera. De frente alta y orgullosa, tenía los pómulos muy marcados y
ni siquiera el miedo había hecho palidecer una piel de color muy atezado.
Mientras sostenía al niño con un brazo, se echó hacia atrás el pelo, con un
gesto que debía ser muy habitual en ella.
-
¡No hemos hecho nada! exclamó, tan
sólo queríamos dejar aquella vida a salto de mata, tener una familia y sacar
adelante al niño.
-
Cuando se entere el Estudiante no sé si se va a alegrar o no- le respondió Pernales mientras la
empujaba hacia el centro de la habitación. ¡Deja al chico en la cama, que esto
no es apto para menores!
Mientras la empujaba, Pernales sacó del todo el
naranjero que llevaba medio oculto. En sus manos grandes, de campesino, parecía
un juguete. Tendría cuarenta o cuarenta y cinco años y todo en él era grande.
Orejas grandes, nariz grande, labios gruesos, patillas de hacha pobladas…todo
era grande menos los ojos, que apenas se percibían escondidos por unas pobladas
cejas y unas bolsas muy abultadas.
-
¡Pero vaya nidito guapo que os
habéis hecho, hasta con suelo de porlan! Les espetó el Chechu mientras clavaba
el cañón de la pistola en el pecho del Portugués. ¿Así que no sabíais nada de
la encerrona que nos hicieron en el río, al lado del puente viejo? Pues lo que
dicen los picos es otra cosa…
En el centro de la habitación, debajo de la
bombilla, sin atreverse a abrazarse, el Portugués y la Chata se miraban sin
decir nada.
-Bueno tú- le dijo el Chechu al
Pernales- enhebrando que aquí está ya todo el pescao vendido.
Unos tiros secos de la pistola, a los que siguió una
ráfaga corta del naranjero, terminaron la conversación.
-
¿Qué hacemos con el crío? preguntó
Pernales.
-
Déjalo, que no es cosa nuestra, ya
diremos a la abuela que se acerque, si quiere…
Y sin más cerraron la puerta dela palloza y tomaron
el sendero que bajaba al pueblo. La luna, que se había cubierto de nubes,
volvió asomarse, inquieta sin duda por el llanto del niño.
No llevaban recorridos ni cien metros por el
sendero, cuando desde los matorrales que bordeaban el camino les acribillaron a
disparos. No tuvieron tiempo ni de quejarse.
Unos hombres que salieron de las sombras se
acercaron a los dos bultos que habían quedado tendidos. La luna lo iluminaba
todo.
-
¡A las ordenes de usted, mi
teniente, parece que están muertos!, dijo un hombre.
-
¡Y si no lo están, que lo estén,
para lo que iban a durar….menos problemas! Contestó una voz de tinte
autoritario. ¡Sargento, compruébelo!
-
¡A sus ordenes mi teniente! – Al
poco suena un disparo.
- ¡A sus ordenes mi teniente!, El Pernales aún respiraba, pero acaba de morir.
- ¡A sus ordenes mi teniente!, El Pernales aún respiraba, pero acaba de morir.
-
¡Pues ya está, sargento. A ver,
envíeme a alguien a la casa a ver qué hay.
-
¡Sevilla, Chacón, tirar parriba y
cuidao!
-
¡A sus órdenes mi teniente –gritó el
sargento cuando volvieron los números- el Portu y su mujer están muertos. Pero
en la cama hay un niño pequeño llorando.
-
¡Vaya por Dios! -respondió el
teniente- todo son problemas. ¡Coja al niño y bájelo al pueblo¡ y se lo da al cura, que ya sabrá qué hacer
con él. Nosotros no somos como estos asesinos.
El pelotón de guardias civiles bajaba por el camino,
los dos bultos atravesados en las mulas de la munición. El teniente en cabeza y
el sargento a un respetuoso paso por detrás.
-
¿Y digo yo, mi teniente? No
podíamos haberlos detenido antes que se cargaran al Portu y a su mujer. Los
teníamos rodeados desde que salieron del pueblo y no se podían escapar.
-
Míralo así Barbeira, son cuatro
rojos menos, que aunque el Portu era un cabra y nos sirvió para matar al Viejo
y acabar con la guerrilla de Somiedo, era también de su misma ralea. Y mira tú
–siguió explicando el teniente- como nos ha servido decir cuatro cositas por
aquí y por allí para trincar a estos dos también. Bien está lo que bien acaba,
Barbeira y esto nos va a ir bien al expediente, que de eso se trata.
La luna, harta ya de tanta miseria, se había vuelto
a esconder y los tropezones y tacos de los hombres, bajando entre las piedras,
le recordaron que la oscuridad sólo trae malos encuentros.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, octubre de 2012