martes, 30 de agosto de 2016

Endika Seisdedos



Era el sabor de la sangre lo primero que me venía a la mente cuando recordaba aquellos aciagos días. Me había despertado oprimido, con el peso de un guerrero germano encima. Su sangre y la mía mezcladas nos empapaba a los dos, chorreaba desde mi frente por un amplio corte abierto y llenaba mi boca. Pero él había llevado la peor parte. La punta de mi gladio asomaba por su espalda y las trenzas rubias que adornaban su cabellera se veían sucias por la sangre que debía haber salido de un profundo tajo en su cabeza.

Estábamos en una profunda grieta del suelo, a la que debimos caer en lo más duro del combate. Y aquello me salvó la vida, por dos veces. Porque estoy casi seguro que mi gladio se lo clavó cuando llegamos al suelo y porque me ocultó de la vista de sus compañeros.

La luz era incierta, no sé si de amanecer o de anochecer y me llegaba desde la apertura que había justo encima de mí. No me extrañaba nada estar tan dolorido, la caída había sido de unos dos o tres metros ¡y con aquel gigantón encima!

No se oía nada y decidí intentar ver lo que sucedía. Con esfuerzo conseguí liberarme del muerto y su rigidez me indicó que ya llevábamos allí bastantes horas.

-       ¡Torkas, Torkas! Los gritos llamándome despejaron mis recuerdos y me hicieron volver a la realidad. Era Nemevo, uno de los hombre de la tercera centuria
-       ¡Te llama el centurión, que vayas rápido a la tienda del tribuno!

En la tienda del tribuno estaba Julio César, al que luego conocieron como Germánico, sobrino de Tiberio, nuestro emperador. Además de Julio César y nuestro centurión Antonino, estaban otro de nuestra legión, del que no conocía el nombre y algunos hastati, princeps y varios tribunos. Discutían sobre el mejor camino a seguir  Fue Antonino quien me presentó.

-       Es Torkas, uno de los supervivientes de la XIX legión, de los que pudieron salvarse con Casio Querea y atravesar el Rin; era decurión en la tercera cohorte.

El sobrino del augusto Tiberio me miró fijamente; no era la misma mirada que me habían dirigido casi todos desde mí vuelta al imperio hacía ya seis años. Unas miradas que pretendían avergonzarme por estar aún vivo, cuando casi todos mis compañeros habían muerto. Unas miradas que habían terminado por hundirme en una vida miserable y de la que tan sólo deseaba que los dioses me libraran. Y lo hicieron, aunque no de la forma en que quería, sino en la visita de Antonino. Querían que les acompañara y les ayudara a encontrar el sitio exacto del desastre de Varo. Era una expedición contra los queruscos para recuperar las águilas perdidas y hacer sentir el peso de Roma al otro lado del Rin.

La mirada de Julio César era penetrante, dominante y curiosa, pero se distinguía también una mezcla de respeto, como si conociera todo lo sucedido en aquel lejano otoño, seis años atrás. Como si supiera de la sangre y desesperación de los más de 30.000 hombres y mujeres que fueron salvajemente asesinados aquellos días. Como si pudiera hurgar en mi interior y conocer mis más profundos deseos.



-       ¡Decurión –me dijo- acabas de recuperar tu antigüedad y tu grado. Te incorporas a la centuria de Antonino y serás responsable de dos escuadras de batidores. Deberás indicarnos el camino que recorrieron las tres legiones de Publio Quintilio Varo tras pasar el Rin y ser aniquiladas en la selva de Teotoburgo.

Aquella noche otra vez no pude dormir y si lo hice no me di ni cuenta. Los recuerdos se entremezclaban con los sueños y no podría decir cuáles eran mejores o peores. Llevaba ya mucho tiempo así. El rostro de Endika Seisdedos, mi compañero en la cohorte desde hacía años y que quedó allí, en el bosque, se me apareció repetidas veces, parecía enfadado, como siempre. Tal vez me perseguía por no haber ido a buscarle. Tal vez quería que le encontrara y enterrara sus restos. No conocía sus dioses familiares y por eso no pude ofrendarles sacrificios para aplacarlos.

Habíamos cruzado el Rin al comienzo del verano con tres legiones, la XVII, la XVIII y la XIX y no hubo nada que resaltar hasta que con la vista puesta en el otoño llegó la vuelta y también la trampa en forma de levantamiento de alguna tribu,  un poco al interior. Y Varo cayó en ella y todos con él.

El día 9 de septiembre, con una fuerte tormenta de truenos y aguaceros, nos internamos en  aquel bosque sin fin. Endika iba rezongando, veía ojos en los árboles y le llegaban ruidos de lo lejos. Era para preocuparse porque su instinto no había fallado nunca, ya en el Danubio nos había salvado varias veces de emboscadas de los sármatas y de la caballería parta en Siria. Nos contaba que desde chico percibía esas cosas y que cuando su padre le llevaba a cazar por los montes de Vasconia sabía dónde estaban los jabalíes y los capturaba a mano entre los matorrales. Y no era de extrañar, porque entre su tamaño –que nos sacaba una cabeza a todos y a algunos dos- y que sus manos de seis dedos eran como palas, lo de coger los jabalíes “al vuelo” parecía cosa fácil.

El camino que seguíamos, al pie de una sucesión de colinas,  bordeaba un inmenso pantano. Avanzábamos empapados y sombríos por los malos augurios de los truenos y relámpagos. En un momento dado árboles cortados nos bloquearon el paso y de entre el bosque nos llegó una lluvia de dardos a la que siguió un salvaje ataque de los germanos, que tras hacernos bastante daño se retiraron. La misma táctica siguieron durante el resto del día y no fue hasta que conseguimos montar un campamento, poco antes del anochecer, cuando pudimos reorganizarnos y contar las bajas. Era una zona más despejada y allí los germanos no se atrevieron a atacarnos.

Con el amanecer volvimos a emprender el camino e internarnos en el bosque. Volvieron los ataques de los germanos cada vez más envalentonados al ver que no podíamos hacerles frente. La caballería de Numonio Vala huyó para salvarse…nunca más se supo de ellos. Y nosotros seguimos resistiendo y muriendo espalda con espalda. Fue un día más sangriento que el anterior.



Con los carros de bagajes volvimos a montar un campamento para pasar la noche. Corría el rumor de que Varo y algunos generales se habían suicidado para no caer vivos en manos de los germanos. Sentado a mi lado y comiendo algo que había podido encontrar entre los carros de abastecimiento,  Endika estaba muy pesimista y aseguraba que mañana acabaría todo.

 -     Tal vez fuera mejor intentar darnos el dos antes de que acaben con todos nosotros y buscar                   alguna oportunidad que aquí no tendremos. Es cuestión de dejar el sol a nuestra espalda cuando           salga y  dejarnos caer a la siniestra todo lo que podamos hasta alcanzar el río, tres o cuatro                   jornadas. Cuando sea de día atacarán el campamento y no podremos aguantar mucho.

No nos dieron tiempo a tomar ninguna decisión y con los primeros rayos del sol asaltaban nuestras débiles defensas. Casi en desbandada seguimos el camino,  luchando ya por separado o en grupos pequeños. Perdí de vista a Endika y a otros compañeros de la centuria en la refriega y al poco me vi enfrentado en combate singular con el germano que, sin querer, me salvó la vida.

Salí del agujero con la caída de la noche,  los gritos y el olor a carne quemada llegaban desde todas partes. Fui deslizándome entre los matorrales y evitando las luces de las hogueras alrededor de las cuales los germanos festejaban su victoria con las vidas y cuerpos de mis compañeros. Alejándome hacia el sur encontré a un grupo de legionarios mandados por un joven centurión que intentaban huir de la masacre. No éramos los únicos  Varios grupos de las destruidas legiones se abrían camino escondiéndose de día y avanzando por la noche. El objetivo de todos era llegar al limes del Rin. Nadie pudo decirme nada de Endika, el gran Seisdedos. Y su recuerdo me acompañaría en los seis años pasados desde entonces.

Hacía ya cuatro jornadas que habíamos atravesado el limes del Rin hacia el norte y tenía tan fresco el recuerdo del paisaje que recorríamos, que parecía ayer cuando había marchado por allí con mis compañeros muertos. Sus caras y sus voces caminaban a mi lado mientras nos adentrábamos en el bosque maldito.

Bordeando el pantano fuimos encontrando las primeras huellas del desastre; los árboles derribados fueron la señal más clara. A su alrededor comenzamos a ver los restos de las legiones; blanqueaban los huesos entre las hojas secas, armas rotas, estructuras de carretas quemadas y miembros de caballos y cuerpos humanos  clavados en troncos de árboles. En algunos claros del bosque encontramos bárbaros altares con restos humanos quemados o cuarteados; los restos de ropas demostraban que habían elegido a tribunos y centuriones para sus barbaries.



Julio César ordenó dar sepultura a todos aquellos restos y muchos fueron los que se ofrecieron como voluntarios al tener parientes o amigos entre los componentes de las legiones masacradas.



Durante los siguientes días recorrimos el camino de sangre y muerte que habíamos seguido seis años antes. Cavando tumbas y recogiendo restos de insignias y uniformes, buscando pistas sobre las perdidas águilas imperiales, entrando a sangre y fuego en todas las aldeas cercanas en las que había despojos del desastre. Y fue al tercero de ellos, cuando clavado en un corpulento roble, encontré lo que quedaba de Endika, de Endika Seisdedos. Con los brazos en cruz y sostenido por lanzas que le clavaban al árbol, su tamaño y sobre todo los seis dedos de cada una de sus manos decían muy a las claras a quién perteneció aquella osamenta. Y habían dedicado tiempo a su muerte. Seguro que no les debió resultar nada fácil capturarlo vivo y muchos de ellos debieron pagar caro el intento.

Enterré los restos de Endika al pie del árbol que le sirvió de cruz. Junto a sus gigantescas caligae y un gladio inservible que encontré cerca.  Para respetar sus creencias orienté su tumba con la cabeza hacia oriente y los pies hacia occidente y la cubrí con unas ramas de fresno. La “lizarra”, como él la llamaba, era su árbol totémico y siempre que podía abrazaba sus troncos, decía que daban vida. Estará contento allá donde se encuentre.

Julio César prosiguió su búsqueda de las águilas, arrasando aldeas y llenando los bosques de postes con crucificados. Y tanto se empeñó en la tarea que terminaron trayéndole dos de ellas; la de la XVII y la de la XIX; aseguraban que la tercera nunca la encontraron y es cierto que entre los legionarios supervivientes se decía que uno de los centuriones, para evitar que la capturaran, se había hundido con ella en el pantano. También se ofreció una recompensa por Arminio, el traidor caudillo de los queruscos,  causante de la debácle, pero nadie lo consiguió encontrar y no fue hasta unos años después, cuando se consiguió derrotarlo en Idistaviso, en las riberas del río Wesser.



Volví a Roma aprovechando el reemplazo de una de las cohortes, ya no tenía nada que hacer allí. Endika me sonreía en los sueños y yo ya podía dormir.

Eduardo Lizarraga

Hondarribia Agosto 2016