Era el sabor de la sangre lo primero que me venía a la mente
cuando recordaba aquellos aciagos días. Me había despertado oprimido, con el
peso de un guerrero germano encima. Su sangre y la mía mezcladas nos empapaba a
los dos, chorreaba desde mi frente por un amplio corte abierto y llenaba mi
boca. Pero él había llevado la peor parte. La punta de mi gladio asomaba por su
espalda y las trenzas rubias que adornaban su cabellera se veían sucias por la
sangre que debía haber salido de un profundo tajo en su cabeza.
Estábamos en una profunda grieta del suelo, a la que debimos
caer en lo más duro del combate. Y aquello me salvó la vida, por dos veces.
Porque estoy casi seguro que mi gladio se lo clavó cuando llegamos al suelo y
porque me ocultó de la vista de sus compañeros.
La luz era incierta, no sé si de amanecer o de anochecer y
me llegaba desde la apertura que había justo encima de mí. No me extrañaba nada
estar tan dolorido, la caída había sido de unos dos o tres metros ¡y con aquel
gigantón encima!
No se oía nada y decidí intentar ver lo que sucedía. Con
esfuerzo conseguí liberarme del muerto y su rigidez me indicó que ya llevábamos
allí bastantes horas.
- ¡Torkas,
Torkas! Los gritos llamándome despejaron mis recuerdos y me hicieron volver a
la realidad. Era Nemevo, uno de los hombre de la tercera centuria
- ¡Te
llama el centurión, que vayas rápido a la tienda del tribuno!
En la tienda del tribuno estaba Julio César, al que luego
conocieron como Germánico, sobrino de Tiberio, nuestro emperador. Además de
Julio César y nuestro centurión Antonino, estaban otro de nuestra legión, del
que no conocía el nombre y algunos hastati, princeps y varios tribunos. Discutían
sobre el mejor camino a seguir Fue
Antonino quien me presentó.
- Es
Torkas, uno de los supervivientes de la XIX legión, de los que pudieron
salvarse con Casio Querea y atravesar el Rin; era decurión en la tercera
cohorte.
El sobrino del augusto Tiberio me miró fijamente; no era la
misma mirada que me habían dirigido casi todos desde mí vuelta al imperio hacía
ya seis años. Unas miradas que pretendían avergonzarme por estar aún vivo,
cuando casi todos mis compañeros habían muerto. Unas miradas que habían
terminado por hundirme en una vida miserable y de la que tan sólo deseaba que
los dioses me libraran. Y lo hicieron, aunque no de la forma en que quería, sino
en la visita de Antonino. Querían que les acompañara y les ayudara a encontrar
el sitio exacto del desastre de Varo. Era una expedición contra los queruscos
para recuperar las águilas perdidas y hacer sentir el peso de Roma al otro lado
del Rin.
La mirada de Julio César era penetrante, dominante y curiosa,
pero se distinguía también una mezcla de respeto, como si conociera todo lo
sucedido en aquel lejano otoño, seis años atrás. Como si supiera de la sangre y
desesperación de los más de 30.000 hombres y mujeres que fueron salvajemente
asesinados aquellos días. Como si pudiera hurgar en mi interior y conocer mis
más profundos deseos.
- ¡Decurión
–me dijo- acabas de recuperar tu antigüedad y tu grado. Te incorporas a la
centuria de Antonino y serás responsable de dos escuadras de batidores. Deberás
indicarnos el camino que recorrieron las tres legiones de Publio Quintilio Varo
tras pasar el Rin y ser aniquiladas en la selva de Teotoburgo.
Aquella noche otra vez no pude dormir y si lo hice no me di
ni cuenta. Los recuerdos se entremezclaban con los sueños y no podría decir
cuáles eran mejores o peores. Llevaba ya mucho tiempo así. El rostro de Endika
Seisdedos, mi compañero en la cohorte desde hacía años y que quedó allí, en el
bosque, se me apareció repetidas veces, parecía enfadado, como siempre. Tal vez
me perseguía por no haber ido a buscarle. Tal vez quería que le encontrara y
enterrara sus restos. No conocía sus dioses familiares y por eso no pude
ofrendarles sacrificios para aplacarlos.
Habíamos cruzado el Rin al comienzo del verano con tres
legiones, la XVII, la XVIII y la XIX y no hubo nada que resaltar hasta que con
la vista puesta en el otoño llegó la vuelta y también la trampa en forma de
levantamiento de alguna tribu, un poco
al interior. Y Varo cayó en ella y todos con él.
El día 9 de septiembre, con una fuerte tormenta de truenos y
aguaceros, nos internamos en aquel
bosque sin fin. Endika iba rezongando, veía ojos en los árboles y le llegaban
ruidos de lo lejos. Era para preocuparse porque su instinto no había fallado
nunca, ya en el Danubio nos había salvado varias veces de emboscadas de los
sármatas y de la caballería parta en Siria. Nos contaba que desde chico
percibía esas cosas y que cuando su padre le llevaba a cazar por los montes de
Vasconia sabía dónde estaban los jabalíes y los capturaba a mano entre los
matorrales. Y no era de extrañar, porque entre su tamaño –que nos sacaba una
cabeza a todos y a algunos dos- y que sus manos de seis dedos eran como palas,
lo de coger los jabalíes “al vuelo” parecía cosa fácil.
El camino que seguíamos, al pie de una sucesión de colinas, bordeaba un inmenso pantano. Avanzábamos
empapados y sombríos por los malos augurios de los truenos y relámpagos. En un
momento dado árboles cortados nos bloquearon el paso y de entre el bosque nos
llegó una lluvia de dardos a la que siguió un salvaje ataque de los germanos,
que tras hacernos bastante daño se retiraron. La misma táctica siguieron
durante el resto del día y no fue hasta que conseguimos montar un campamento,
poco antes del anochecer, cuando pudimos reorganizarnos y contar las bajas. Era
una zona más despejada y allí los germanos no se atrevieron a atacarnos.
Con el amanecer volvimos a emprender el camino e internarnos
en el bosque. Volvieron los ataques de los germanos cada vez más envalentonados
al ver que no podíamos hacerles frente. La caballería de Numonio Vala huyó para
salvarse…nunca más se supo de ellos. Y nosotros seguimos resistiendo y muriendo
espalda con espalda. Fue un día más sangriento que el anterior.
Con los carros de bagajes volvimos a montar un campamento
para pasar la noche. Corría el rumor de que Varo y algunos generales se habían
suicidado para no caer vivos en manos de los germanos. Sentado a mi lado y
comiendo algo que había podido encontrar entre los carros de
abastecimiento, Endika estaba muy
pesimista y aseguraba que mañana acabaría todo.
No nos dieron tiempo a tomar ninguna decisión y con los
primeros rayos del sol asaltaban nuestras débiles defensas. Casi en desbandada
seguimos el camino, luchando ya por
separado o en grupos pequeños. Perdí de vista a Endika y a otros compañeros de
la centuria en la refriega y al poco me vi enfrentado en combate singular con
el germano que, sin querer, me salvó la vida.
Salí del agujero con la caída de la noche, los gritos y el olor a carne quemada llegaban
desde todas partes. Fui deslizándome entre los matorrales y evitando las luces
de las hogueras alrededor de las cuales los germanos festejaban su victoria con
las vidas y cuerpos de mis compañeros. Alejándome hacia el sur encontré a un
grupo de legionarios mandados por un joven centurión que intentaban huir de la
masacre. No éramos los únicos Varios
grupos de las destruidas legiones se abrían camino escondiéndose de día y
avanzando por la noche. El objetivo de todos era llegar al limes del Rin. Nadie
pudo decirme nada de Endika, el gran Seisdedos. Y su recuerdo me acompañaría en
los seis años pasados desde entonces.
Hacía ya cuatro jornadas que habíamos atravesado el limes del
Rin hacia el norte y tenía tan fresco el recuerdo del paisaje que recorríamos,
que parecía ayer cuando había marchado por allí con mis compañeros muertos. Sus caras y
sus voces caminaban a mi lado mientras nos adentrábamos en el bosque maldito.
Bordeando el pantano fuimos encontrando las primeras huellas
del desastre; los árboles derribados fueron la señal más clara. A su alrededor
comenzamos a ver los restos de las legiones; blanqueaban los huesos entre las
hojas secas, armas rotas, estructuras de carretas quemadas y miembros de
caballos y cuerpos humanos clavados en
troncos de árboles. En algunos claros del bosque encontramos bárbaros altares
con restos humanos quemados o cuarteados; los restos de ropas demostraban que
habían elegido a tribunos y centuriones para sus barbaries.
Julio César ordenó dar sepultura a todos aquellos restos y
muchos fueron los que se ofrecieron como voluntarios al tener parientes o amigos
entre los componentes de las legiones masacradas.
Durante los siguientes días recorrimos el camino de sangre y
muerte que habíamos seguido seis años antes. Cavando tumbas y recogiendo restos
de insignias y uniformes, buscando pistas sobre las perdidas águilas imperiales,
entrando a sangre y fuego en todas las aldeas cercanas en las que había despojos
del desastre. Y fue al tercero de ellos, cuando clavado en un corpulento roble,
encontré lo que quedaba de Endika, de Endika Seisdedos. Con los brazos en cruz
y sostenido por lanzas que le clavaban al árbol, su tamaño y sobre todo los
seis dedos de cada una de sus manos decían muy a las claras a quién perteneció
aquella osamenta. Y habían dedicado tiempo a su muerte. Seguro que no les debió
resultar nada fácil capturarlo vivo y muchos de ellos debieron pagar caro el
intento.
Enterré los restos de Endika al pie del árbol que le
sirvió de cruz. Junto a sus gigantescas caligae y un gladio inservible que
encontré cerca. Para respetar sus
creencias orienté su tumba con la cabeza hacia oriente y los pies hacia occidente y la cubrí con unas ramas de fresno. La “lizarra”,
como él la llamaba, era su árbol totémico y siempre que podía abrazaba sus
troncos, decía que daban vida. Estará contento allá donde se encuentre.
Julio César prosiguió su búsqueda de las águilas, arrasando
aldeas y llenando los bosques de postes con crucificados. Y tanto se empeñó en
la tarea que terminaron trayéndole dos de ellas; la de la XVII y la de la XIX;
aseguraban que la tercera nunca la encontraron y es cierto que entre los
legionarios supervivientes se decía que uno de los centuriones, para evitar que
la capturaran, se había hundido con ella en el pantano. También se ofreció una
recompensa por Arminio, el traidor caudillo de los queruscos, causante de la debácle, pero nadie lo
consiguió encontrar y no fue hasta unos años después, cuando se consiguió
derrotarlo en Idistaviso, en las riberas del río Wesser.
Volví a Roma aprovechando el reemplazo de una de las
cohortes, ya no tenía nada que hacer allí. Endika me sonreía en los sueños y yo
ya podía dormir.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia Agosto 2016