Dedicado a nuestro hermanos portugueses, que
hace 40 años tuvieron el valor de acabar con la dictadura que les sometía. Y
porque es el pueblo el que manda, por encima de los políticos, y porque estamos
de nuevo, ellos y nosotros, en otra dictadura que nos somete, la de los poderes
financieros. Y porque es hora de decir de nuevo que es el pueblo el que manda. Y retomar ese poder.
¡Juntos podemos!
http://www.youtube.com/watch?v=MiIvUCkfGSU
http://www.youtube.com/watch?v=gaLWqy4e7ls
¡Juntos podemos!
http://www.youtube.com/watch?v=MiIvUCkfGSU
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-
“Por favor señorita, ¿está usted segura que no queda ninguna plaza?”
Volví a preguntar con un tono que comenzaba a pasar del suplicante al enfadado.
-
“Del todo caballero, no hay nada hasta el avión de mañana por la tarde”.
La voz profesional de la azafata ahuyentó de mi toda esperanza.
Con el billete para el vuelo 307 de Iberia,
con destino Madrid, en el bolsillo, salí del aeropuerto, para volver al hotel del
que había salido apenas una hora antes. Todo había salido mal en el viaje. No
sólo, Eusébio da Silva Ferreira, no iba a ir al Real Madrid, sino que además la
entrevista no tenía ninguna enjundia y eran todo vaguedades; que si a Méjico o Alemania, que si el Manchester
United, tal vez Estados Unidos… Me
volvía a Madrid sin nada. Y para
terminar de alegrarme el día, al no poder cambiar el billete, tendría que pasar
mi cumpleaños en Lisboa.
Tras dejar mi bolsa en el hotel, donde me
dieron la misma habitación que acababa de dejar, y desde la que se veía el
estuario del Tajo, decidí festejar mi cumpleaños y salir a cenar por las
cercanías del puerto viejo, donde había algunos restaurantes que conocía de
otras ocasiones.
Después de pasear un rato, y consultar
diversas cartas expuestas a sus puertas,
decidí entrar en uno de ellos. Tal vez porque su parrilla era más grande, o más vieja que las
otras que había visto, tal vez porque los carbones encendidos eran más rojos,
tal vez porque la gran corvina que tenían en el escaparate me miró con sus ojos
profundos y acuosos.
Dentro era como todos, una gran sala en la
que se repartían una docena de mesas, casi todas ocupadas, y al fondo una barra
rodeada de anaqueles llenos de botellas. Ningún lujo; todo un poco mugroso, con la pátina grasienta que
dan los años y los miles de comidas servidas, pero seguro que cenaba bien.
Siguiendo las indicaciones del camarero me
senté a una mesa en uno de los extremos. Desde allí podía ver todo el local.
-
“Una tapita de bacalao para comenzar, corvina a la brasa y una botella
de vinho verde –le dije- luego posiblemente tarta barcala y una copa de licor
de amendoas amargas”, o dos, añadí para mis adentros.
El camarero tomó nota en una libretita
bastante sucia, y tras instalarse de nuevo el lápiz tras la oreja, berreó la
comanda por una puerta que debía dar a la cocina.
Me dediqué a observar a los ocupantes de las
distintas mesas que llenaban el local. Había de todo, como corresponde a la
zona portuaria en la que estábamos.
En una mesa, casi pegada a la puerta de
salida, tres marineros, que por sus voces pude distinguir eran holandeses, con sed de tres meses al menos, vaciaban, con ánimo bien dispuesto, botellas
de todo tipo, una tras otra. A su lado, una vendedora de tabaco, vieja, con un
pañuelo de flores a la cabeza y su mercancía distribuida en una pequeña mesa plegable, contemplaba ensimismada
un vaso de vino, que los camareros le iban llenando.
-
“Ande Tía María, un traguito para matar el gusanillo” le decían, a la vez que le escanciaban sin
cicatería.
Próximos a los marineros, dos vigilantes
portuarios, con tripa de 20 años de tranquilidad y gorra de tres pisos,
despachaban, a cucharadas, una cazuela de arroz con zapateira, mientras miraban
la pantalla de la televisión, llena de cagadas de mosca, de la que no se
escuchaba nada.
A mi derecha, en una mesa grande, había dos
matrimonios; cincuentones y vestidos de domingo, hablaban y comían, comían y
hablaban, chupándose los dedos ellas en plan fino, sin preocuparse de nada más.
Muy cercanos a mi sitio, a la derecha, una
pareja hacían juegos de manos por debajo de la mesa. Brasileño y portuguesa; él cuarterón,
con pendiente en la oreja,
cazadora de cuero y pantalones vaqueros anchos, de esos que dicen “pata
de elefante”, calcetín blanco y zapatos marfil; ella de tiro bajo y zapatos de
punta y tacón, manos finas y rizos rubensianos; pero más lanzada que un Ferrari en Monza.
A mi otro lado, en una mesa que se les
quedaba grande por momentos, una pareja, que debían ser estudiantes, por los
libros y carpetas que llevaban, se comían con los ojos; más bien ella a él, y
parecía bien dispuesta a pasar a mayores a la mínima posibilidad. La chica,
morena, bajita y abundante, como una venus de Willendorf, no dejaba que entre
los dos pasara ni una corriente de aire y le miraba con ojos extasiados,
bebiendo sus palabras y sin entender nada. Estaba claro que el chico le hablaba
de política.
En un rincón, pegado a la entrada de la
cocina, un negro muy negro, inmenso en todos los sentidos, y con gafas de sol, como debe ser un negro a
estas horas, daba buena cuenta de una botella de cachaza. Tenía que separarse de
la mesa para no desbordarse por encima y el pequeño vaso con el que bebía,
desaparecía entre sus manos grandes y negras, muy negras, para volver a
aparecer sobre la mesa, con el brillo de un diamante nocturno.
Sentados más a la derecha, y en la única mesa
redonda del local, cinco buscavidas jovencitos celebraban una fiesta con un
individuo alto y amanerado, oscuro y con rasgos asiáticos; el traje le quedaba
grande y parecía el escaparate de una joyería por la cantidad de oro que
llevaba encima. Platos, vasos, ceniceros
llenos y botellas vacías se mezclaban en la mesa sin orden ni concierto. Todos
fumaban puros y una nube de humo, que parecía niebla, flotaba sobre ellos.
Un camarero, ventrudo y con una levita
casposa y llena de lamparones, trajo mi
cena. No pude evitar, ¡maldición! fijarme en sus uñas, largas y negras.
-¡Traigo ya, traigo ya! Iba
diciendo, mientras desplazaba su volumen con una cierta dificultad entre la
concurrencia.
Acababa de comenzar con la tarta y el licor
de almendras, cuando alguien elevó el volumen de la radio, que como una mosca
cojonera, llevaba zumbando toda la noche.
Una canción, que no era un fado, llenó el local y casi de forma automática el
chico joven de mi izquierda se levantó, y con el puño en alto se puso a
acompañarla. La chica le bebía entre asustada y admirada. Alguien, que no pude
percibir, llevaba el ritmo con los pies y otro más, un camarero patilludo, se
puso a tararearla.
-
¿Por qué canta y se levanta con
ese aire tan grave? Pregunté a “traigo ya” que estaba al lado de mi mesa, a la
vez que señalaba con un gesto de la cabeza al joven cantante.
-
“Es Grandola Vila Morena, una canción de Zeca Afonso que está
prohibida y que la cantan mucho los comunistas. No sé por qué la están
retransmitiendo por la radio”- me susurró muy extrañado el camarero, - “seguro
que mañana los de Rádio Renascença tienen un lio”, añadió.
De repente el camarero patilludo enmudeció, y
dejó de escucharse el runrún de la sala. Tan sólo la radio seguía desgranando
las estrofas de la canción y el chico joven, de espaldas a la puerta, de pie y
con el puño en alto, continuaba cantando emocionado. Todas las miradas se
dirigieron a la puerta. Un camarero apagó la radio.
Tres hombres habían entrado en el local. Con
gabardina y sombrero, a pesar del calor. Despedían un tufo a policía
inconfundible. Con toda seguridad serían de la PIDE (Polícia Internacional e de
Defesa do Estado). Con una mirada de
entendidos, nos controlaron a todos en un momento y mientras uno de ellos se
quedaba en la puerta, para que nadie se fuera sin decir adiós, los otros dos se
dirigieron a la mesa ocupada por los jóvenes estudiantes. El chico, ya advertido de su presencia, había dejado
de cantar, pero seguía de pie, algo pálido y sin saber muy bien qué hacer. El
silencio llenaba la sala y tan sólo podían escucharse las pisadas de los dos
policías.
De varios bofetones le sentaron y tras
examinar su documentación, sacaron a la pareja a empellones del restaurante. Algún golpe más
les cayó antes de que llegaran a la puerta. El chico intentaba ir muy digno,
pero ella lloriqueaba.
En una rápida mirada pude darme cuenta que
uno de los marineros, el más corpulento, hizo además de levantarse con una
botella en la mano, pero sus compañeros, con la vista baja y unos cuchicheos le
hicieron desistir. El resto estuvimos quietos y callados, sabiendo de qué iba
aquello, pero sin atrevernos a decir nada.
¡Y
ustedes a casa y a cerrar, que ya es hora! ¡Que no tengamos que volver a ver
quién no apagó la radio! Nos gritó uno de ellos antes de salir.
La diversión se había acabado y tras pagar la
cuenta y con pocas ganas de fiesta me dirigí al hotel. No encontré, como es
normal en Lisboa a esas horas, ningún taxi libre, así es que tuve que volver
por el mismo camino que había seguido para llegar allí: hasta la estación y
luego por la avenida. En un momento dado,
pude volver a escuchar de nuevo la misma canción del restaurante, la del tal
Afonso –había olvidado el nombre- saliendo desde la ventana de alguna de las
casas.
Eran algo más de las doce, cuando al pasar
por la plaza del Marqués de Pombal, vi que había dos carros de combate y cuatro
camiones llenos de soldados en traje de faena. El camuflaje de las tropas
africanas era inconfundible. A lo lejos pude escuchar el chirriar de las orugas
de otros carros y nuevos camiones de transporte de tropas, con las luces de
guerra puestas, bajando despacio por la avenida.
Con calma recogí mi equipo fotográfico de la
habitación, también mi credencial de periodista internacional y el carnet de
Pueblo. Salí a la calle con otra perspectiva. Algo me decía que aquella no era
mi última noche en Lisboa y que el 25 de abril iba a ser algo más que mi
cumpleaños.
Volví despacio hacia la plaza de Pombal.
Aunque eran ya las tres de la madrugada y eso para los portugueses es muy de
noche, la calma no era completa. A lo lejos, pude escuchar de nuevo el
siniestro chirriar de las orugas de acero sobre el asfalto, y en la plaza
seguían estacionados los vehículos de combate con sus soldados. Ni me miraron,
muy serios y con sus fusiles ametralladores terciados, parecían muy atentos a
la radio de uno de los vehículos, que tan sólo emitía zumbidos. Zumbidos que
llenaban la noche de estremecimientos.
Continué mi camino bajando hacia la Lisboa de
siempre, la de las calles antiguas y las plazas tranquilas. Algo estaba
creciendo entre las viejas casas; luces que se encendían, radios que se
conectaban y la canción, otra vez la canción, como una música de fondo, como la
obertura solemne de una ópera que estaba comenzando. "Grandola vila
morena” decía al empezar.
La noche llena de rumores deja paso a un
amanecer popular; las calles se llenan de gentes que salen de sus casas con el
sentimiento de no saber cuándo volverán. No han atendido a los requerimientos
de los líderes de la revuelta, que desde las tres de la mañana, están pidiendo
a los portugueses que permanezcan en sus casas. Quieren ser partícipes de lo que suceda.
Me da miedo quedarme sin carretes y seguro que
no encontraré ninguna tienda abierta para comprarlos. ¡Pero hay tanto qué
enseñar, tantas caras emocionadas, tanta
alegría! ¡Tan poco miedo!
Una florista del paseo da claveles a los
soldados y éstos los colocan en los cañones de sus fusiles; no quieren hacer
daño al pueblo, no van a disparar sus armas, y quieren decirlo. Los hombres y las mujeres les
imitan. Es la flor de la temporada y los puestos callejeros están llenos de
ellas.
Todo son rumores y alegría. Parece que la
oscura dictadura salazarista que comenzara en 1925, la más vieja de Europa,
está a punto de acabar. Lo que no pudo la muerte del dictador Antonio Oliveira
de Salazar en 1970, puede estar a punto de suceder con su sucesor, Marcelo
Caetano. Y tras la dictadura salazarista portuguesa…
-
¡Los soldados han tomado Radio
Nacional! - gritan desde diversos sitios,
-
¡La revolución –la mención a la palabra me hace estremecer-
triunfa en muchas ciudades!- dicen otros
-
¡A la cárcel, a la cárcel! se escucha desde todas las bocas. Es un clamor popular
Se refieren a la cárcel de Caxias, en la que
desde siempre, se interna a los presos y
detenidos políticos. Me dejo llevar, es difícil resistirse a estas situaciones,
en las que comprendes que tienes que ser algo más que el espectador de un día, y
que todo lo que hagas lo recordarás para siempre. Que es un deber el transmitir
verazmente lo que está sucediendo. Y por un momento me sacude un ramalazo de
admiración al que sigue un tenue sentimiento de envidia.
Casi sin darme cuenta estoy entre la multitud que asedia la cárcel, algunos de ellos ya llevan pancartas
en las que puede leerse ¡Libertad! Y en un momento dado, a mi lado, encuentro
una cara conocida. Es la chica del restaurante, la que sacaron a golpes junto
a su novio durante la pasada noche. ¡Qué lejos parecía todo!
Se llama Gracia y no me recordaba del
restaurante, pero daba igual. Les habían sacado a la calle y allí después de
darles algún puñetazo más –tenía la cara marcada y una profundas ojeras- les
llevaron en el coche policial hasta las puertas de la cárcel, pero a ella la dejaron
allí y sólo se llevaron adentro a Antonio, así se llama su novio.
-
Vamos a sacarle –me dice Gracia muy segura- a él y a todos los demás.
Y grita y vuelve a gritar ¡Viva la revolución! Y junto a ella, como en el coro
de esa ópera solemne, todos repiten y gritan ¡Viva la revolución!
Algunos policías se asoman a las ventanas del
edificio. Se ve bien a las claras que no saben qué hacer, la situación les desborda.
Uno de ellos dispara dos veces, al aire,
o contra la multitud, no lo sé. Le fotografío con la pistola en la mano, su
cara de odio hace daño en la distancia. Como respuesta la multitud ruge
enfurecida y si no fuera por los soldados que la contienen se hubiera lanzado
contra la entrada tras los disparos. Un oficial, creo que es un teniente, y
algunos soldados, con una bandera blanca, se acercan a las puertas, se las
abren.
Ya no se oyen más disparos. Pasan los minutos
y cuando parece que ya no se puede contener más a todas estas personas
enfurecidas, se vuelven a abrir las puertas. Y salen. Salen los detenidos, los
presos, todos los que de una manera u otra han caído en las manos de éste
régimen dictatorial y corrupto. También sale Antonio, bastante maltrecho pero
con cara de felicidad, y se funde en un abrazo con Gracia. Les dejo con ellos
mismos y sigo contemplando todo lo que sucede.
Tras los presos, y protegidos por los militares,
salen los policías que vigilaban la prisión. Los uniformados tienen que hacer
grandes esfuerzos para que no les apaleen, que les hagan lo mismo que han hecho
ellos durante tantos años. En sus caras ya no hay odio ni rabia por lo que les
está pasando, sólo miedo, un miedo atroz.
Con la cabeza baja y llenos de escupitajos e
insultos –y que den gracias porque podían no haber tenido tanta suerte- suben a
los camiones militares y los retiran de la zona. La gente entra en tromba en la
cárcel ahora vacía.
Necesito volver al hotel. Para llamar al periódico,
para anular el billete y para dar una alegría a Florentino, el subdirector, y
decirle que no me pude ir ayer a Madrid y que sigo en Lisboa. Y ver si tengo
más carretes o disponen de ellos en la recepción. Y que venga alguien más
porque aquí se está escribiendo la historia.
Apenas doy unos pasos cuando me entero que el
profesor Marcelo Caetano se ha refugiado con sus ministros en el cuartel del
barrio del Carmen, en Lisboa. Y que han sido cercados por las tropas golpistas y
por miles de manifestantes que los mantienen allí dentro desde las 8 de la
mañana. Negocian su rendición. Para allá voy.
Eduardo
Lizarraga / Madrid, abril de 2013