domingo, 21 de abril de 2013

En Lisboa, una noche cualquiera (Relato y algo más)

Dedicado a nuestro hermanos portugueses, que hace 40 años tuvieron el valor de acabar con la dictadura que les sometía. Y porque es el pueblo el que manda, por encima de los políticos, y porque estamos de nuevo, ellos y nosotros, en otra dictadura que nos somete, la de los poderes financieros. Y porque es hora de decir de nuevo que es el  pueblo el que manda. Y retomar ese poder.
¡Juntos podemos!

http://www.youtube.com/watch?v=MiIvUCkfGSU
http://www.youtube.com/watch?v=gaLWqy4e7ls



      

-          “Por favor señorita, ¿está usted segura que no queda ninguna plaza?” Volví a preguntar con un tono que comenzaba a pasar del suplicante al enfadado.


-          “Del todo caballero, no hay nada hasta el avión de mañana por la tarde”. La voz profesional de la azafata ahuyentó de mi toda esperanza.
 Con el billete para el vuelo 307 de Iberia, con destino Madrid,  en el bolsillo,  salí del aeropuerto, para volver al hotel del que había salido apenas una hora antes. Todo había salido mal en el viaje. No sólo, Eusébio da Silva Ferreira, no iba a ir al Real Madrid, sino que además la entrevista no tenía ninguna enjundia y eran todo vaguedades; que si  a Méjico o Alemania, que si el Manchester United,  tal vez Estados Unidos… Me volvía a Madrid sin nada.  Y para terminar de alegrarme el día, al no poder cambiar el billete, tendría que pasar mi cumpleaños en Lisboa.

Tras dejar mi bolsa en el hotel, donde me dieron la misma habitación que acababa de dejar, y desde la que se veía el estuario del Tajo, decidí festejar mi cumpleaños y salir a cenar por las cercanías del puerto viejo, donde había algunos restaurantes que conocía de otras ocasiones.

Después de pasear un rato, y consultar diversas  cartas expuestas a sus puertas, decidí entrar en uno de ellos. Tal vez porque su  parrilla era más grande, o más vieja que las otras que había visto, tal vez porque los carbones encendidos eran más rojos, tal vez porque la gran corvina que tenían en el escaparate me miró con sus ojos profundos y acuosos.

Dentro era como todos, una gran sala en la que se repartían una docena de mesas, casi todas ocupadas, y al fondo una barra rodeada de anaqueles llenos de botellas. Ningún lujo;  todo un poco mugroso, con la pátina grasienta que dan los años y los miles de comidas servidas, pero seguro que cenaba bien.

Siguiendo las indicaciones del camarero me senté a una mesa en uno de los extremos. Desde allí podía ver todo el local.

-          “Una tapita de bacalao para comenzar, corvina a la brasa y una botella de vinho verde –le dije- luego posiblemente tarta barcala y una copa de licor de amendoas amargas”, o dos, añadí para mis adentros.

El camarero tomó nota en una libretita bastante sucia, y tras instalarse de nuevo el lápiz tras la oreja, berreó la comanda por una puerta que debía dar a la cocina.

Me dediqué a observar a los ocupantes de las distintas mesas que llenaban el local. Había de todo, como corresponde a la zona portuaria en la que estábamos.

En una mesa, casi pegada a la puerta de salida, tres marineros, que por sus voces pude distinguir eran holandeses,  con sed de tres meses al menos,  vaciaban, con ánimo bien dispuesto, botellas de todo tipo, una tras otra. A su lado, una vendedora de tabaco, vieja, con un pañuelo de flores a la cabeza y su mercancía distribuida en una  pequeña mesa plegable, contemplaba ensimismada un vaso de vino, que los camareros le iban llenando.

-          “Ande Tía María, un traguito para matar el gusanillo”  le decían, a la vez que le escanciaban sin cicatería.

Próximos a los marineros, dos vigilantes portuarios, con tripa de 20 años de tranquilidad y gorra de tres pisos, despachaban, a cucharadas, una cazuela de arroz con zapateira, mientras miraban la pantalla de la televisión, llena de cagadas de mosca, de la que no se escuchaba nada.

A mi derecha, en una mesa grande, había dos matrimonios; cincuentones y vestidos de domingo, hablaban y comían, comían y hablaban, chupándose los dedos ellas en plan fino, sin preocuparse de nada más.

Muy cercanos a mi sitio, a la derecha, una pareja hacían juegos de manos por debajo de la mesa.  Brasileño y portuguesa;  él cuarterón,  con pendiente en la oreja,  cazadora de cuero y pantalones vaqueros anchos, de esos que dicen “pata de elefante”, calcetín blanco y zapatos marfil; ella de tiro bajo y zapatos de punta y tacón, manos finas y rizos rubensianos;  pero más lanzada que un Ferrari en Monza.

A mi otro lado, en una mesa que se les quedaba grande por momentos, una pareja, que debían ser estudiantes, por los libros y carpetas que llevaban, se comían con los ojos; más bien ella a él, y parecía bien dispuesta a pasar a mayores a la mínima posibilidad. La chica, morena, bajita y abundante, como una venus de Willendorf, no dejaba que entre los dos pasara ni una corriente de aire y le miraba con ojos extasiados, bebiendo sus palabras y sin entender nada. Estaba claro que el chico le hablaba de política.

En un rincón, pegado a la entrada de la cocina,  un negro muy negro,  inmenso en todos los sentidos, y  con gafas de sol, como debe ser un negro a estas horas, daba buena cuenta de una botella de cachaza. Tenía que separarse de la mesa para no desbordarse por encima y el pequeño vaso con el que bebía, desaparecía entre sus manos grandes y negras, muy negras, para volver a aparecer sobre la mesa, con el brillo de un diamante nocturno.

Sentados más a la derecha, y en la única mesa redonda del local, cinco buscavidas jovencitos celebraban una fiesta con un individuo alto y amanerado, oscuro y con rasgos asiáticos; el traje le quedaba grande y parecía el escaparate de una joyería por la cantidad de oro que llevaba encima.  Platos, vasos, ceniceros llenos y botellas vacías se mezclaban en la mesa sin orden ni concierto. Todos fumaban puros y una nube de humo, que parecía niebla, flotaba sobre ellos.

Un camarero, ventrudo y con una levita casposa y  llena de lamparones, trajo mi cena.  No pude evitar, ¡maldición!  fijarme en sus uñas, largas y negras.

-¡Traigo ya, traigo ya! Iba diciendo, mientras desplazaba su volumen con una cierta dificultad entre la concurrencia.

Acababa de comenzar con la tarta y el licor de almendras, cuando alguien elevó el volumen de la radio, que como una mosca cojonera,  llevaba zumbando toda la noche. Una canción, que no era un fado, llenó el local y casi de forma automática el chico joven de mi izquierda se levantó, y con el puño en alto se puso a acompañarla. La chica le bebía entre asustada y admirada. Alguien, que no pude percibir, llevaba el ritmo con los pies y otro más, un camarero patilludo, se puso a tararearla.

-          ¿Por qué  canta y se levanta con ese aire tan grave? Pregunté a “traigo ya” que estaba al lado de mi mesa, a la vez que señalaba con un gesto de la cabeza al joven cantante.
         

-          “Es Grandola Vila Morena, una canción de Zeca Afonso que está prohibida y que la cantan mucho los comunistas. No sé por qué la están retransmitiendo por la radio”- me susurró muy extrañado el camarero, - “seguro que mañana los de Rádio Renascença  tienen un lio”, añadió.

De repente el camarero patilludo enmudeció, y dejó de escucharse el runrún de la sala. Tan sólo la radio seguía desgranando las estrofas de la canción y el chico joven, de espaldas a la puerta, de pie y con el puño en alto, continuaba cantando emocionado. Todas las miradas se dirigieron a la puerta. Un camarero apagó la radio.

Tres hombres habían entrado en el local. Con gabardina y sombrero, a pesar del calor. Despedían un tufo a policía inconfundible. Con toda seguridad serían de la PIDE (Polícia Internacional e de Defesa do Estado).  Con una mirada de entendidos, nos controlaron a todos en un momento y mientras uno de ellos se quedaba en la puerta, para que nadie se fuera sin decir adiós, los otros dos se dirigieron a la mesa ocupada por los jóvenes estudiantes. El chico, ya advertido de su presencia,  había dejado de cantar, pero seguía de pie, algo pálido y sin saber muy bien qué hacer. El silencio llenaba la sala y tan sólo podían escucharse las pisadas de los dos policías.

De varios bofetones le sentaron y tras examinar su documentación, sacaron a la pareja  a empellones del restaurante. Algún golpe más les cayó antes de que llegaran a la puerta. El chico intentaba ir muy digno, pero ella lloriqueaba.

En una rápida mirada pude darme cuenta que uno de los marineros, el más corpulento, hizo además de levantarse con una botella en la mano, pero sus compañeros, con la vista baja y unos cuchicheos le hicieron desistir. El resto estuvimos quietos y callados, sabiendo de qué iba aquello, pero sin atrevernos a decir nada.

                ¡Y ustedes a casa y a cerrar, que ya es hora! ¡Que no tengamos que volver a ver quién no apagó la radio! Nos gritó uno de ellos antes de salir.

La diversión se había acabado y tras pagar la cuenta y con pocas ganas de fiesta me dirigí al hotel. No encontré, como es normal en Lisboa a esas horas, ningún taxi libre, así es que tuve que volver por el mismo camino que había seguido para llegar allí: hasta la estación y luego por la avenida.  En un momento dado, pude volver a escuchar de nuevo la misma canción del restaurante, la del tal Afonso –había olvidado el nombre-  saliendo desde la ventana de alguna de las casas.

Eran algo más de las doce, cuando al pasar por la plaza del Marqués de Pombal, vi que había dos carros de combate y cuatro camiones llenos de soldados en traje de faena. El camuflaje de las tropas africanas era inconfundible. A lo lejos pude escuchar el chirriar de las orugas de otros carros y nuevos camiones de transporte de tropas, con las luces de guerra puestas, bajando despacio por la avenida.

Con calma recogí mi equipo fotográfico de la habitación, también mi credencial de periodista internacional y el carnet de Pueblo. Salí a la calle con otra perspectiva. Algo me decía que aquella no era mi última noche en Lisboa y que el 25 de abril iba a ser algo más que mi cumpleaños.

Volví despacio hacia la plaza de Pombal. Aunque eran ya las tres de la madrugada y eso para los portugueses es muy de noche, la calma no era completa. A lo lejos, pude escuchar de nuevo el siniestro chirriar de las orugas de acero sobre el asfalto, y en la plaza seguían estacionados los vehículos de combate con sus soldados. Ni me miraron, muy serios y con sus fusiles ametralladores terciados, parecían muy atentos a la radio de uno de los vehículos, que tan sólo emitía zumbidos. Zumbidos que llenaban la noche de estremecimientos.

Continué mi camino bajando hacia la Lisboa de siempre, la de las calles antiguas y las plazas tranquilas. Algo estaba creciendo entre las viejas casas; luces que se encendían, radios que se conectaban y la canción, otra vez la canción, como una música de fondo, como la obertura solemne de una ópera que estaba comenzando. "Grandola vila morena” decía al empezar.

La noche llena de rumores deja paso a un amanecer popular; las calles se llenan de gentes que salen de sus casas con el sentimiento de no saber cuándo volverán. No han atendido a los requerimientos de los líderes de la revuelta, que desde las tres de la mañana, están pidiendo a los portugueses que permanezcan en sus casas. Quieren  ser partícipes de lo que suceda.

Me da miedo quedarme sin carretes y seguro que no encontraré ninguna tienda abierta para comprarlos. ¡Pero hay tanto qué enseñar,  tantas caras emocionadas, tanta alegría! ¡Tan poco miedo!

Una florista del paseo da claveles a los soldados y éstos los colocan en los cañones de sus fusiles; no quieren hacer daño al pueblo, no van a disparar sus armas, y quieren  decirlo. Los hombres y las mujeres les imitan. Es la flor de la temporada y los puestos callejeros están llenos de ellas.

Todo son rumores y alegría. Parece que la oscura dictadura salazarista que comenzara en 1925, la más vieja de Europa, está a punto de acabar. Lo que no pudo la muerte del dictador Antonio Oliveira de Salazar en 1970, puede estar a punto de suceder con su sucesor, Marcelo Caetano. Y tras la dictadura salazarista portuguesa…

-          ¡Los soldados han tomado  Radio Nacional! - gritan desde diversos sitios,

-          ¡La revolución –la mención a la palabra me hace estremecer- triunfa  en muchas ciudades!- dicen  otros

-          ¡A la cárcel, a la cárcel! se escucha desde todas las bocas. Es un clamor popular

Se refieren a la cárcel de Caxias, en la que desde siempre,  se interna a los presos y detenidos políticos. Me dejo llevar, es difícil resistirse a estas situaciones, en las que comprendes que tienes que ser algo más que el espectador de un día, y que todo lo que hagas lo recordarás para siempre. Que es un deber el transmitir verazmente lo que está sucediendo. Y por un momento me sacude un ramalazo de admiración al que sigue un tenue sentimiento de envidia.

Casi sin darme cuenta estoy entre  la multitud que asedia  la cárcel, algunos de ellos ya llevan pancartas en las que puede leerse ¡Libertad! Y en un momento dado, a mi lado, encuentro una cara conocida. Es la chica del restaurante, la que sacaron a golpes junto a su novio durante la pasada noche. ¡Qué lejos parecía todo!

Se llama Gracia y no me recordaba del restaurante, pero daba igual. Les habían sacado a la calle y allí después de darles algún puñetazo más –tenía la cara marcada y una profundas ojeras- les llevaron en el coche policial hasta las puertas de la cárcel, pero a ella la dejaron allí y sólo se llevaron adentro a Antonio, así se llama su novio.

-          Vamos a sacarle –me dice Gracia muy segura- a él y a todos los demás. Y grita y vuelve a gritar ¡Viva la revolución! Y junto a ella, como en el coro de esa ópera solemne, todos repiten y gritan ¡Viva la revolución!

Algunos policías se asoman a las ventanas del edificio. Se ve bien a las claras que no saben qué hacer, la situación les desborda. Uno de ellos dispara dos veces,  al aire, o contra la multitud, no lo sé. Le fotografío con la pistola en la mano, su cara de odio hace daño en la distancia. Como respuesta la multitud ruge enfurecida y si no fuera por los soldados que la contienen se hubiera lanzado contra la entrada tras los disparos. Un oficial, creo que es un teniente, y algunos soldados, con una bandera blanca, se acercan a las puertas, se las abren.

Ya no se oyen más disparos. Pasan los minutos y cuando parece que ya no se puede  contener más a todas estas personas enfurecidas, se vuelven a abrir las puertas. Y salen. Salen los detenidos, los presos, todos los que de una manera u otra han caído en las manos de éste régimen dictatorial y corrupto. También sale Antonio, bastante maltrecho pero con cara de felicidad, y se funde en un abrazo con Gracia. Les dejo con ellos mismos y sigo contemplando todo lo que sucede.

Tras los presos, y protegidos por los militares, salen los policías que vigilaban la prisión. Los uniformados tienen que hacer grandes esfuerzos para que no les apaleen, que les hagan lo mismo que han hecho ellos durante tantos años. En sus caras ya no hay odio ni rabia por lo que les está pasando, sólo miedo, un miedo atroz.

Con la cabeza baja y llenos de escupitajos e insultos –y que den gracias porque podían no haber tenido tanta suerte- suben a los camiones militares y los retiran de la zona. La gente entra en tromba en la cárcel ahora vacía.

Necesito volver al hotel. Para llamar al periódico, para anular el billete y para dar una alegría a Florentino, el subdirector, y decirle que no me pude ir ayer a Madrid y que sigo en Lisboa. Y ver si tengo más carretes o disponen de ellos en la recepción. Y que venga alguien más porque aquí se está escribiendo la historia.

Apenas doy unos pasos cuando me entero que el profesor Marcelo Caetano se ha refugiado con sus ministros en el cuartel del barrio del Carmen, en Lisboa. Y que han sido cercados por las tropas golpistas y por miles de manifestantes que los mantienen allí dentro desde las 8 de la mañana. Negocian su rendición. Para allá voy.

 

Eduardo Lizarraga / Madrid, abril de 2013