El sol
comenzaba a asomarse por detrás de la torre
Gálata, iluminando los tejados del barrio de Pera. Podía ser una mañana
más, como la de ayer o la del día
anterior, pero Arnau tenía el convencimiento
de que podía ser la última. Era el 28 de
mayo de 1453 y parecía increíble que pudieran llevar resistiendo ya casi dos
meses. En concreto desde el día 7 de abril, cuando los turcos, tras distribuir
a sus tropas frente a las murallas del este, comenzaron a disparar su
artillería en dirección a la ciudad.
Desde
el bastión, semiderruido por los impactos de los cañones pedreros, contemplaba
la torre e imaginaba, sin verla, la pequeña casa de muros azules y blancos,
situada muy cercana a su barbacana principal, en la que vivía Cósima. No la
veía desde que el sitio se estrechara, y
si sabía que estaba bien era por la sábana blanca, con un círculo azul, que
ondeaba todos los días en el tercer piso de la torre.
Por eso
había pedido a su capitán, el aragonés Pere Juliá, que le destinara a la Kerkoporta,
cercana al palacio imperial de Blanquernas. Desde allí podía contemplar la torre y soñar, aunque su paso de ronda era una
de los lugares más peligrosos desde que
los turcos pasaron sus barcos, desde el Bósforo al Cuerno de Oro, por un camino
que construyeron por detrás del barrio de Pera.
Con gigantescos rodillos y la fuerza de cientos de bueyes y miles de
hombres, las galeras rodaron por el camino e invalidaron la gran cadena que,
desde más de cien años antes, en la época del ataque de Bayazid, cerraba la
entrada. Desde aquel la mañana, en que los bizantinos contemplaron con sorpresa
y fatalidad, las galeras enemigas flotando en el agua frente a las murallas, la
ciudad fue asediada por dos lugares distintos y su destino se oscureció aún
más.
¡Cósima,
Cósima! Su nombre era pronunciado una y otra vez por una boca reseca de sed, polvo
y miedo.
La
conoció el verano anterior, cuando
acompañaba a su padre en un viaje comercial por el Mar Negro. No había estado
nunca en Constantinopla y por eso su
padre prefirió parar allí para carenar y poder enseñársela.
-
Desde aquí hasta nuestra casa en Barcelona hay más de 1000 leguas, le
dijo. Estamos en el otro confín del Mediterráneo. Nuestros antepasados, los almogávares de Roger
de Flor, la conquistaron escalando sus murallas a cuchillo hace cien años. Pero
ahora ya no es lo que fue, añadió.
Vagabundeó
Arnau por el pequeño puerto comercial de los occidentales, al otro lado del Cuerno de Oro, viendo salir o llegar barcos, con sus mercancías que
viajaban de Oriente a Occidente o a la inversa; y al pie de la torre Gálata, construida por
los genoveses el siglo anterior, encontró a Cósima. Fue algo casual, como todo
lo que es importante en la vida. Su cabello rubio y sus ojos verdes le llamaron
enseguida la atención. No es lo habitual en Constantinopla.
Tenía
apenas diecisiete años; era hija de
genovés y veneciana –por eso el cabello rubio- y vivía desde hacía unos años con
su padre, viudo, en una casa de dos plantas, apoyada en los muros de la torre. Fabrizzio, el padre, se encargaba de
facilitar fletes y librar letras de cambio a los barcos genoveses y amalfitanos
que atravesaban los estrechos.
Durante
las tres semanas que estuvieron abasteciendo y reparando el barco, para la
travesía hasta España, Cósima le guió por los recovecos de la vieja ciudad. Le
impresionó Hagia Sofía y la valoró aún más cuando Cósima le explicó como habían
podido construir la cúpula, para que no se hundiera y que pareciera suspendida
del aire. Lo hizo un antiguo arquitecto lidio, Isidoro de Mileto.
Se
perdieron entre los puestos del Gran Mercado y se besaron con inocencia y
pasión entre los sacos de especias. Viejas columnas de mármol blanco y palacios
arruinados fueron mudos testigos de sus paseos. Pero el tiempo corría
inexorable.
La
última noche antes de partir recorrieron el Cuerno de Oro y, desde su bocana, vieron el sol hundirse en el mar de Mármara,
impregnando el Bósforo de reflejos dorados. Un sol que los días siguientes Arnau
seguiría en su recorrido marino, hasta verle esconderse en tierra, en la lejana
España.
Aún
recordaba la suavidad de los rizos de oro de Cósima entre sus dedos, el
delicado perfume que brotaba de su cuerpo y lo impregnaba todo y las lágrimas
verdes de sus ojos profundos. Todo ello
le acompañó en la larga travesía y aún mucho más.
-
Volveré a buscarte, le dijo. Y no habrá nada que me lo pueda impedir.
-
Te esperaré hasta que vuelvas, le contestó ella.
Y así, sin nada más, se despidieron. Era
suficiente.
Al poco
tiempo de arribar Arnau a Barcelona y preparando ya el viaje de vuelta a
Constantinopla, llegaron noticias de la
nueva embestida de los turcos a lo que quedaba del Imperio. El emperador había valorado mal al poderoso
vecino y el sultán había dicho basta a las impertinencias bizantinas. Los mares
se hicieron inseguros, las rutas comerciales se interrumpieron y cualquier viaje
por el Mediterráneo oriental, controlado por las rápidas galeras turcas del
bajá, era desaconsejable. Sin querer arriesgar el barco de su padre y las vidas
de sus marineros, Arnau, se vio obligado a buscar otra forma de transporte. Hasta Sicilia todo fue bien, no en vano se
decía que hasta los peces de ese mar llevaban las barras de Aragón en el lomo.
Pero a partir de allí la situación cambiaba.
Saltando
de isla en isla, y arriesgando la vida varias veces, consiguió llegar a Creta, pero ninguna nave
surcaba los mares más allá. La vida y la libertad eran demasiado preciosas,
incluso para los arriesgados mercaderes venecianos, para jugárselas contra el
turco. Se decía que varias escuadras de turcas, de galeras y bajeles, guardaban la entrada al mar de Mármara con
objeto de impedir cualquier socorro a la ciudad.
Así las
cosas, y desesperado por ver pasar las semanas y no poder salir de la isla, Arnau
comenzó a planear hacerse con una
pequeña embarcación de pescador y navegar por su cuenta y mucho riesgo el
peligroso camino que quedaba hasta Constantinopla. Pero su suerte cambió, y poco antes de
hacerse a la mar arribó al puerto una pequeña escuadra de galeras genovesas y
papales. Traían un contingente de
soldados aragoneses y dálmatas, como
respuesta a las peticiones de socorro de Constantinopla y a sus promesas de
volver a la fe verdadera. Sin pensárselo mucho, Arnau puso su destreza y fortaleza al servicio
del capitán aragonés, que lo enroló gustoso de reforzar sus efectivos.
Todos
sabían que el emperador Constantino Paleólogo, temeroso de que los ejércitos
otomanos consiguieran esta vez su objetivo, estaba hablando con el Papa para
acabar con el cisma que separaba a las iglesias de Oriente y Occidente, y
volver a los bizantinos a la obediencia de Roma. Lo que fuera, con tal de conseguir
los apoyos para salvar la ciudad. Pero su opinión no era la de los nobles
bizantinos, que preferían arriesgarse a poner a prueba una vez más sus murallas
frente a la fuerza de los turcos, antes que inclinarse ante el sucesor de
Pedro.
En todo
caso las gestiones políticas de Constantino tuvieron un cierto éxito y desde
las naciones occidentales comenzaron a afluir algunos refuerzos. Arqueros
napolitanos, algunas naves venecianas y genovesas, infantería
catalano-aragonesa, de terrible recuerdo en la región…no era mucho, pero
hubiera sido suficiente de no ser por la firma intención del sultán Mehmed de conquistar la ciudad. Del sultán, y
de los servicios de un ingeniero de
artillería húngaro llamado Orbón, al que el sultán hizo responsable de la
fabricación de una inmensa bombarda de nueve metros de longitud.
El
sitio comenzó oficialmente el 7 de abril
de 1453, cuando el gran cañón disparó el primer tiro en dirección al valle del
Río Lico, junto a la puerta de San Romano.
Los
refuerzos dálmatas y catalanes consiguieron entrar en la ciudad unas semanas
antes de que el cerco se estrechara. Arnau pudo reunirse con Cósima el día
siguiente. A pesar de sus ruegos, el muchacho no pudo conseguir que el viejo
banquero Fabrizzio y su hija abandonaran
Pera y se instalaran tras los muros de
la ciudad.
-
El sultán ha prometido que no hará nada contra los que no empuñen las
armas y todo Gálata ha decidido ser neutral –le contestó a sus requerimientos.
Además, añadió, seguro que los otomanos se retiran como sucedió en las
anteriores ocasiones.
La insistencia de Arnau no logró más que un
empecinamiento del anciano en su posición y sólo pudo obtener de Cósima la
señal de la sábana todos los días.
-
No te preocupes por nosotros –le intentó tranquilizar ella- estaremos
bien. Nunca ha pasado nada con los genoveses y el sultán ha prometido que sus
tropas no traspasarán los muros del barrio. No somos nada más que comerciantes
y siempre hemos mantenido unas buenas relaciones con los turcos.
Sólo pudieron verse unas pocos días más, la estrategia del sultán de pasar sus barcos
por tierra, aisló Pera de Constantinopla y dejó a los dos enamorados separados
por el Cuerno de Oro. La sábana blanca, la imaginación y los recuerdos fueron
desde aquel momento su único nexo de unión.
Se estaba preparando el asalto final, podía
percibirse en el ambiente. Los otomanos no realizaron ninguna acción durante todo
el día, ni tan siquiera batieron los muros con su artillería y sólo hicieron
redoblar miles de tambores desde su campamento. Para dar confianza a sus
hombres y acallar en lo posible el estruendo, que conmovía el alma de los
soldados, Constantino ordenó que durante todo el día resonaran las campanas de
las iglesias de la ciudad. Era un duelo sonoro que presagiaba lo peor.
Poco antes del amanecer, con Arnau y sus
compañeros en la puerta de San Romano, los tambores callaron y fueron
reemplazados por el sordo ronquido continuo de la artillería otomana, que
multiplicaba sus esfuerzos sobre las ya maltrechas murallas del este.
Se abrió una brecha, luego otra, y otra más.
Los genízaros, rellenando los fosos de muertos y escombros, se lanzaron al
ataque por la Kerkoporta, seguidos por el resto del ejército turco. Casi 80.000
hombres motivados por las promesa del sultán de tres días de saco y pillaje.
Arnau contempló como el mismo emperador,
despojado de las insignias imperiales y reconocible sólo por sus botas rojas y
lo que quedaba de su guardia personal que le seguía, se aprestaban a la defensa
de aquella zona. Los genízaros, después de franquear lo que quedaba de los
fosos repletos de cascotes, entraban en
tromba y se apresuraron a intentar detenerlos.
Lo último que vio allá a lo lejos, al alzar
la vista, fue una sábana blanca en la que se adivinaba un círculo azul. Luego
unos rizos rubios y unos ojos verdes que le miraban, luego ya nada.
Eduardo Lizarraga
Madrid, Mayo de 2013
Nota del autor:
La caída de Constantinopla, abandonada de
forma mezquina a su suerte por las naciones occidentales, marcó el fin de la
Edad Media y supuso para Europa más de
dos siglos de sangrientas guerras con los turcos, padeciendo sucesivas
invasiones otomanas que consiguieron llegar dos veces a las puertas de Viena.
Tampoco a los nobles bizantinos, supervivientes del sitio, les fue mejor, la
mayoría fueron degollados en Santa Sofía y otras iglesias en las que se habían
refugiado, durante los tres días de libre saqueo que siguieron a la entrada de
los invasores. Sus mujeres, hijas e hijos fueron vendidos como esclavos o destinados a los harenes del
sultán y sus pachás. El cuerpo del emperador nunca fue encontrado.
Pero no todo fue negativo, la diáspora de los
sabios griegos, y de los preciados manuscritos que se llevaron con ellos por
Occidente, impulsaron de forma definitiva el Renacimiento; y el cierre del
Mediterráneo Oriental, y con ello la pérdida de Ruta de la Seda y las Especias,
supuso la búsqueda, por parte de
castellanos y portugueses, de otras vías alternativas ocasionando el descubrimiento de América.