viernes, 10 de mayo de 2013

La luna se alza sobre Constantinopla (Relato en algo más de dos folios)


El sol comenzaba a asomarse por detrás de la torre  Gálata, iluminando los tejados del barrio de Pera. Podía ser una mañana más,  como la de ayer o la del día anterior, pero Arnau tenía  el convencimiento de que podía ser  la última. Era el 28 de mayo de 1453 y parecía increíble que pudieran llevar resistiendo ya casi dos meses. En concreto desde el día 7 de abril, cuando los turcos, tras distribuir a sus tropas frente a las murallas del este, comenzaron a disparar su artillería en dirección a la ciudad.

Desde el bastión, semiderruido por los impactos de los cañones pedreros, contemplaba la torre e imaginaba, sin verla, la pequeña casa de muros azules y blancos, situada muy cercana a su barbacana principal, en la que vivía Cósima. No la veía desde que el sitio se estrechara,  y si sabía que estaba bien era por la sábana blanca, con un círculo azul, que ondeaba todos los días en el tercer piso de la torre.

Por eso había pedido a su capitán, el aragonés Pere Juliá, que le destinara a la Kerkoporta, cercana al palacio imperial de  Blanquernas.  Desde allí podía contemplar  la torre y soñar, aunque su paso de ronda era una  de los lugares más peligrosos desde que los turcos pasaron sus barcos, desde el Bósforo al Cuerno de Oro, por un camino que construyeron por detrás del barrio de Pera.  Con gigantescos rodillos y la fuerza de cientos de bueyes y miles de hombres, las galeras rodaron por el camino e invalidaron la gran cadena que, desde más de cien años antes, en la época del ataque de Bayazid, cerraba la entrada. Desde aquel la mañana, en que los bizantinos contemplaron con sorpresa y fatalidad, las galeras enemigas flotando en el agua frente a las murallas, la ciudad fue asediada por dos lugares distintos y su destino se oscureció aún más.

¡Cósima, Cósima! Su nombre era pronunciado una y otra vez por una boca reseca de sed, polvo y miedo.

La conoció el verano anterior,  cuando acompañaba a su padre en un viaje comercial por el Mar Negro. No había estado nunca en  Constantinopla y por eso su padre prefirió parar allí para carenar y poder enseñársela.

-          Desde aquí hasta nuestra casa en Barcelona hay más de 1000 leguas, le dijo. Estamos en el otro confín del Mediterráneo.  Nuestros antepasados, los almogávares de Roger de Flor, la conquistaron escalando sus murallas a cuchillo hace cien años. Pero ahora ya no es lo que fue, añadió.

Vagabundeó Arnau por el pequeño puerto comercial de los occidentales, al otro lado del  Cuerno de Oro, viendo  salir o llegar barcos, con sus mercancías que viajaban de Oriente a Occidente o a la inversa;  y al pie de la torre Gálata, construida por los genoveses el siglo anterior, encontró a Cósima. Fue algo casual, como todo lo que es importante en la vida. Su cabello rubio y sus ojos verdes le llamaron enseguida la atención. No es lo habitual en Constantinopla.

Tenía apenas diecisiete años;  era hija de genovés y veneciana –por eso el cabello rubio- y vivía desde hacía unos años con su padre, viudo, en una casa de dos plantas, apoyada en los muros de la torre.  Fabrizzio, el padre, se encargaba de facilitar fletes y librar letras de cambio a los barcos genoveses y amalfitanos que atravesaban los estrechos.

Durante las tres semanas que estuvieron abasteciendo y reparando el barco, para la travesía hasta España, Cósima le guió por los recovecos de la vieja ciudad. Le impresionó Hagia Sofía y la valoró aún más cuando Cósima le explicó como habían podido construir la cúpula, para que no se hundiera y que pareciera suspendida del aire. Lo hizo un antiguo arquitecto lidio, Isidoro de Mileto.

Se perdieron entre los puestos del Gran Mercado y se besaron con inocencia y pasión entre los sacos de especias. Viejas columnas de mármol blanco y palacios arruinados fueron mudos testigos de sus paseos. Pero el tiempo corría inexorable.

La última noche antes de partir recorrieron el Cuerno de Oro y, desde su bocana,  vieron el sol hundirse en el mar de Mármara, impregnando el Bósforo de reflejos dorados. Un sol que los días siguientes Arnau seguiría en su recorrido marino, hasta verle esconderse en tierra, en la lejana España.

Aún recordaba la suavidad de los rizos de oro de Cósima entre sus dedos, el delicado perfume que brotaba de su cuerpo y lo impregnaba todo y las lágrimas verdes de sus ojos profundos.  Todo ello le acompañó en la larga travesía y aún mucho más.

-          Volveré a buscarte, le dijo. Y no habrá nada que me lo pueda impedir.

-          Te esperaré hasta que vuelvas, le contestó ella.

 Y así, sin nada más, se despidieron. Era suficiente.

Al poco tiempo de arribar Arnau a Barcelona y preparando ya el viaje de vuelta a Constantinopla, llegaron  noticias de la nueva embestida de los turcos a lo que quedaba del  Imperio.  El emperador había valorado mal al poderoso vecino y el sultán había dicho basta a las impertinencias bizantinas. Los mares se hicieron inseguros, las rutas comerciales se interrumpieron y cualquier viaje por el Mediterráneo oriental, controlado por las rápidas galeras turcas del bajá, era desaconsejable. Sin querer arriesgar el barco de su padre y las vidas de sus marineros, Arnau, se vio obligado a buscar otra forma de transporte.  Hasta Sicilia todo fue bien, no en vano se decía que hasta los peces de ese mar llevaban las barras de Aragón en el lomo. Pero a partir de allí la situación cambiaba.

Saltando de isla en isla, y arriesgando la vida varias veces,  consiguió llegar a Creta, pero ninguna nave surcaba los mares más allá. La vida y la libertad eran demasiado preciosas, incluso para los arriesgados mercaderes venecianos, para jugárselas contra el turco. Se decía que varias escuadras de turcas, de galeras y bajeles,  guardaban la entrada al mar de Mármara con objeto de impedir cualquier socorro a la ciudad.

Así las cosas, y desesperado por ver pasar las semanas y no poder salir de la isla, Arnau  comenzó a planear hacerse con una pequeña embarcación de pescador y navegar por su cuenta y mucho riesgo el peligroso camino que quedaba hasta Constantinopla.  Pero su suerte cambió, y poco antes de hacerse a la mar arribó al puerto una pequeña escuadra de galeras genovesas y papales. Traían un  contingente de soldados aragoneses y dálmatas,  como respuesta a las peticiones de socorro de Constantinopla y a sus promesas de volver a la fe verdadera.   Sin pensárselo mucho,  Arnau puso su destreza y fortaleza al servicio del capitán aragonés, que lo enroló gustoso de reforzar sus efectivos.

Todos sabían que el emperador Constantino  Paleólogo, temeroso de que los ejércitos otomanos consiguieran esta vez su objetivo, estaba hablando con el Papa para acabar con el cisma que separaba a las iglesias de Oriente y Occidente, y volver a los bizantinos a la obediencia  de Roma. Lo que fuera, con tal de conseguir los apoyos para salvar la ciudad. Pero su opinión no era la de los nobles bizantinos, que preferían arriesgarse a poner a prueba una vez más sus murallas frente a la fuerza de los turcos, antes que inclinarse ante el sucesor de Pedro. 

En todo caso las gestiones políticas de Constantino tuvieron un cierto éxito y desde las naciones occidentales comenzaron a afluir algunos refuerzos. Arqueros napolitanos, algunas naves venecianas y genovesas, infantería catalano-aragonesa, de terrible recuerdo en la región…no era mucho, pero hubiera sido suficiente de no ser por la firma intención del sultán  Mehmed de conquistar la ciudad. Del sultán, y de los servicios de un  ingeniero de artillería húngaro llamado Orbón, al que el sultán hizo responsable de la fabricación de una inmensa bombarda de nueve metros de longitud.

El sitio comenzó oficialmente el  7 de abril de 1453, cuando el gran cañón disparó el primer tiro en dirección al valle del Río Lico, junto a la puerta de San Romano.

Los refuerzos dálmatas y catalanes consiguieron entrar en la ciudad unas semanas antes de que el cerco se estrechara. Arnau pudo reunirse con Cósima el día siguiente. A pesar de sus ruegos, el muchacho no pudo conseguir que el viejo banquero Fabrizzio  y su hija abandonaran  Pera y se instalaran tras los muros de la ciudad.

-          El sultán ha prometido que no hará nada contra los que no empuñen las armas y todo Gálata ha decidido ser neutral –le contestó a sus requerimientos. Además, añadió, seguro que los otomanos se retiran como sucedió en las anteriores ocasiones.

La insistencia de Arnau no logró más que un empecinamiento del anciano en su posición y sólo pudo obtener de Cósima la señal de la sábana todos los días.

-          No te preocupes por nosotros –le intentó tranquilizar ella- estaremos bien. Nunca ha pasado nada con los genoveses y el sultán ha prometido que sus tropas no traspasarán los muros del barrio. No somos nada más que comerciantes y siempre hemos mantenido unas buenas relaciones con los turcos.

Sólo pudieron verse unas pocos días más,  la estrategia del sultán de pasar sus barcos por tierra, aisló Pera de Constantinopla y dejó a los dos enamorados separados por el Cuerno de Oro. La sábana blanca, la imaginación y los recuerdos fueron desde aquel momento su único nexo de unión.

Se estaba preparando el asalto final, podía percibirse en el ambiente. Los otomanos no realizaron ninguna acción durante todo el día, ni tan siquiera batieron los muros con su artillería y sólo hicieron redoblar miles de tambores desde su campamento. Para dar confianza a sus hombres y acallar en lo posible el estruendo, que conmovía el alma de los soldados, Constantino ordenó que durante todo el día resonaran las campanas de las iglesias de la ciudad. Era un duelo sonoro que presagiaba lo peor.

Poco antes del amanecer, con Arnau y sus compañeros en la puerta de San Romano, los tambores callaron y fueron reemplazados por el sordo ronquido continuo de la artillería otomana, que multiplicaba sus esfuerzos sobre las ya maltrechas murallas del este.

Se abrió una brecha, luego otra, y otra más. Los genízaros, rellenando los fosos de muertos y escombros, se lanzaron al ataque por la Kerkoporta, seguidos por el resto del ejército turco. Casi 80.000 hombres motivados por las promesa del sultán de tres días de saco y pillaje.

Arnau contempló como el mismo emperador, despojado de las insignias imperiales y reconocible sólo por sus botas rojas y lo que quedaba de su guardia personal que le seguía, se aprestaban a la defensa de aquella zona. Los genízaros, después de franquear lo que quedaba de los fosos repletos de cascotes,  entraban en tromba y se apresuraron a intentar detenerlos.

Lo último que vio allá a lo lejos, al alzar la vista, fue una sábana blanca en la que se adivinaba un círculo azul. Luego unos rizos rubios y unos ojos verdes que le miraban, luego ya nada.

Eduardo Lizarraga

Madrid, Mayo de 2013

Nota del autor:

La caída de Constantinopla, abandonada de forma mezquina a su suerte por las naciones occidentales, marcó el fin de la Edad Media y  supuso para Europa más de dos siglos de sangrientas guerras con los turcos, padeciendo sucesivas invasiones otomanas que consiguieron llegar dos veces a las puertas de Viena. Tampoco a los nobles bizantinos, supervivientes del sitio, les fue mejor, la mayoría fueron degollados en Santa Sofía y otras iglesias en las que se habían refugiado, durante los tres días de libre saqueo que siguieron a la entrada de los invasores. Sus mujeres, hijas e hijos fueron vendidos  como esclavos o destinados a los harenes del sultán y sus pachás. El cuerpo del emperador nunca fue encontrado.

Pero no todo fue negativo, la diáspora de los sabios griegos, y de los preciados manuscritos que se llevaron con ellos por Occidente, impulsaron de forma definitiva el Renacimiento; y el cierre del Mediterráneo Oriental, y con ello la pérdida de Ruta de la Seda y las Especias, supuso la búsqueda,  por parte de castellanos y portugueses, de otras vías alternativas ocasionando  el descubrimiento de América.