La tarde estaba cayendo y conforme se alargaban las sombras, el anfitrión, que vestía sus mejores galas, seguía discurriendo como conseguir el mayor beneficio de la reunión que comenzaría en breve. El diablo, pues este era el anfitrión en cuestión, apenas se acordaba de la anterior francachela que había mantenido con sus amigos, si es que podía llamárseles así, había pasado ya mucho tiempo. El cuarteto al que esperaba, al que también se conocía –y mira que les hacía gracia el nombre- por ”Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, era difícil de reunir, pues con sus múltiples ocupaciones, apenas tenían tiempo para nada.
Belcebú, otro de sus nombres, había ofrecido su casa al grupo para la velada, y como era sin duda la mejor y más surtida, ninguno había puesto pega alguna. En la anterior ocasión que pudieron coincidir se reunieron en casa del hambre y había sido un desastre, tanto que todos se fueron enseguida y no quisieron ni jugar la acostumbrada partidita. Y esto era lo que Lucifer quería conseguir, una buena timba de póker de la que pudiera sacar provecho. Rememoraba con nostalgia una reunión que habían tenido, pasado ya el milenio, en casa de la guerra ¡y anda que no le fue bien! La guerra jugaba en casa y jugó tan bien que ganó la partida y bajo su influjo apareció un tal Pedro el Ermitaño –sólo con decir su nombre al diablo le aparecía una sonrisa beatífica- que se inventó una cruzada, la primera de muchas, y hubo bajo su nombre de todo: guerra, muerte, destrucción, enfermedades, herejías… y mucho crimen, que es lo que más le interesa. Buen año fue aquel del saqueo y degüello general de todos los habitantes de Jerusalén por parte de los cruzados. Corría la sangre por los calles como si fueran ríos y de la misma forma se amontonaban los condenados a la puerta del infierno…
Hubo, por supuesto, algún otro año bueno desde entonces, pero con la ampliación de instalaciones en que se había metido, había que dar un buen empujón al negocio y no bastaba el goteo acostumbrado. Una buena guerra era lo que necesitaba, de esas en las que muere mucha gente sin poder prepararse y va derechita al infierno. Y es que ni el hambre ni la peste dan mucho de si; la primera porque parece que estando débiles se peca menos y la otra porque con la enfermedad apenas se puede pecar y hay tiempo para arreglar los negocios celestiales. Eso del consuelo a los enfermos y los santos oleos fueron un buen gol que le metió el divino, con el cura al lado casi todos se arrepentían. Una buena guerra, con cientos de miles de muertos, eso era lo que necesitaba para amortizar las nuevas calderas de alimentación automática. Tenía que conseguir como fuera que la guerra ganara la partida, y a esa cuestión llevaba dándole vueltas unos cuantos días.
Había dispuesto una mesa bien surtida de comida y bebida, con sirvientes bien adiestrados para ir llenando platos y copas conforme se vaciaran. Quería una larga velada con sobremesa y partidita, y lo tenía que conseguir. Ya se las arreglaría después para que la guerra ganara la el juego, aunque fuera haciendo trampas a su favor. La muerte no jugaba, ¿para qué? Si más pronto o más tarde se hacía siempre con todo. Un fuerte campanillazo le avisó que los invitados estaban llegando y salió a recibirlos.
No hubo inesperados retrasos de ninguno de los asistentes y enseguida, con la aparición de la muerte que por tradición ya llega siempre la última, estaban todos sentados a la mesa. La cena discurrió como estaba esperado, con el hambre bebiendo y comiéndoselo todo, como de costumbre, y salvo por las continuas quejas de la peste, a la que las nuevas medicinas y la higiene estaban quitando clientela, todos parecían contentos con sus respectivos negocios. Satanás propuso la partida y, bien comidos y razonablemente contentos con lo bebido, todos aceptaron.
El saloncito estaba preparado y las cartas sobre la mesa. Como ya estaba acordado, la muerte se quedó apuntando las jugadas y haciendo de banca, mientras que la peste, la guerra, el hambre y el diablo se repartieron las sillas. Unas cuantas botellas abiertas ayudaban a calentar el ambiente, ya de por si caluroso en casa de Satanás.
- Esta noche os voy a pelar, decía la peste, a la que sus servicios de información habían asegurado que unas cuantas enfermedades nuevas iban a aparecer con el siglo XX.
- Esta noche es la mía, aseguró el hambre, que traía unas cuantas sequías dentro de la manga.
- ¡Lo lleváis claro ambas! rió la guerra muy contenta desde que un tal Alfredo Nobel hubiera inventado la dinamita.
El diablo no dijo nada, su propósito era que ganara la guerra y tenía que conseguirlo, para lo cual había marcado muy sutilmente las cartas.
Las manos se fueron sucediendo con desigual suerte; el hambre estaba siendo afortunada con escaleras pequeñas y algún full de dieces, pero la guerra estaba ligando una buena racha de reyes. Por su parte la peste tenía una noche muy negra.
- “Nunca tengo reyes ni reinas, no se cómo lo haces”, decía algo enfadada el hambre a la guerra.
-“Es que no tienes mano con ellos –contestaba la muerte, que de vez en cuando se metía en la conversación- mira el de rojo como coge de todo” añadía riendo.
El diablo, que estaba teniendo unas buenas jugadas de ases y reyes, pero sólo apostaba cuando no estaba la guerra en el envite, contestó, muy halagado:
“Con la realeza tengo una relación muy especial”
Al poco llegó el turno de repartir al diablo y decidió jugarse la partida en ese momento. Consiguió dar un full de reyes a la guerra y una escalera al hambre. La peste debía llevar también algo porque los ojos le brillaban en el fondo de las cuencas casi negras. El iría de farol que era lo que más le gustaba.
-Voy a abrir con cien –dijo muy ufano- así que a señalarse si queréis jugar.
Las apuestas fueron subiendo, siempre empujadas por el diablo que veía su oportunidad. Y con todas las fichas encima de la mesa se apostó de boquilla, lo que se tenía y lo que no. Vueltas las cartas arriba la guerra certificó su triunfo, quedando la peste y el hambre totalmente peladas.
Aquella misma noche nacía un niño en la casa de Alois y Klara, en el pequeño pueblo bohemio de Braunau, Adolf Hitler. Las apuestas ganadas por la guerra estaban seguras y el diablo se llevaría su parte.
Eduardo Lizarraga
Noviembre 2011
Belcebú, otro de sus nombres, había ofrecido su casa al grupo para la velada, y como era sin duda la mejor y más surtida, ninguno había puesto pega alguna. En la anterior ocasión que pudieron coincidir se reunieron en casa del hambre y había sido un desastre, tanto que todos se fueron enseguida y no quisieron ni jugar la acostumbrada partidita. Y esto era lo que Lucifer quería conseguir, una buena timba de póker de la que pudiera sacar provecho. Rememoraba con nostalgia una reunión que habían tenido, pasado ya el milenio, en casa de la guerra ¡y anda que no le fue bien! La guerra jugaba en casa y jugó tan bien que ganó la partida y bajo su influjo apareció un tal Pedro el Ermitaño –sólo con decir su nombre al diablo le aparecía una sonrisa beatífica- que se inventó una cruzada, la primera de muchas, y hubo bajo su nombre de todo: guerra, muerte, destrucción, enfermedades, herejías… y mucho crimen, que es lo que más le interesa. Buen año fue aquel del saqueo y degüello general de todos los habitantes de Jerusalén por parte de los cruzados. Corría la sangre por los calles como si fueran ríos y de la misma forma se amontonaban los condenados a la puerta del infierno…
Hubo, por supuesto, algún otro año bueno desde entonces, pero con la ampliación de instalaciones en que se había metido, había que dar un buen empujón al negocio y no bastaba el goteo acostumbrado. Una buena guerra era lo que necesitaba, de esas en las que muere mucha gente sin poder prepararse y va derechita al infierno. Y es que ni el hambre ni la peste dan mucho de si; la primera porque parece que estando débiles se peca menos y la otra porque con la enfermedad apenas se puede pecar y hay tiempo para arreglar los negocios celestiales. Eso del consuelo a los enfermos y los santos oleos fueron un buen gol que le metió el divino, con el cura al lado casi todos se arrepentían. Una buena guerra, con cientos de miles de muertos, eso era lo que necesitaba para amortizar las nuevas calderas de alimentación automática. Tenía que conseguir como fuera que la guerra ganara la partida, y a esa cuestión llevaba dándole vueltas unos cuantos días.
Había dispuesto una mesa bien surtida de comida y bebida, con sirvientes bien adiestrados para ir llenando platos y copas conforme se vaciaran. Quería una larga velada con sobremesa y partidita, y lo tenía que conseguir. Ya se las arreglaría después para que la guerra ganara la el juego, aunque fuera haciendo trampas a su favor. La muerte no jugaba, ¿para qué? Si más pronto o más tarde se hacía siempre con todo. Un fuerte campanillazo le avisó que los invitados estaban llegando y salió a recibirlos.
No hubo inesperados retrasos de ninguno de los asistentes y enseguida, con la aparición de la muerte que por tradición ya llega siempre la última, estaban todos sentados a la mesa. La cena discurrió como estaba esperado, con el hambre bebiendo y comiéndoselo todo, como de costumbre, y salvo por las continuas quejas de la peste, a la que las nuevas medicinas y la higiene estaban quitando clientela, todos parecían contentos con sus respectivos negocios. Satanás propuso la partida y, bien comidos y razonablemente contentos con lo bebido, todos aceptaron.
El saloncito estaba preparado y las cartas sobre la mesa. Como ya estaba acordado, la muerte se quedó apuntando las jugadas y haciendo de banca, mientras que la peste, la guerra, el hambre y el diablo se repartieron las sillas. Unas cuantas botellas abiertas ayudaban a calentar el ambiente, ya de por si caluroso en casa de Satanás.
- Esta noche os voy a pelar, decía la peste, a la que sus servicios de información habían asegurado que unas cuantas enfermedades nuevas iban a aparecer con el siglo XX.
- Esta noche es la mía, aseguró el hambre, que traía unas cuantas sequías dentro de la manga.
- ¡Lo lleváis claro ambas! rió la guerra muy contenta desde que un tal Alfredo Nobel hubiera inventado la dinamita.
El diablo no dijo nada, su propósito era que ganara la guerra y tenía que conseguirlo, para lo cual había marcado muy sutilmente las cartas.
Las manos se fueron sucediendo con desigual suerte; el hambre estaba siendo afortunada con escaleras pequeñas y algún full de dieces, pero la guerra estaba ligando una buena racha de reyes. Por su parte la peste tenía una noche muy negra.
- “Nunca tengo reyes ni reinas, no se cómo lo haces”, decía algo enfadada el hambre a la guerra.
-“Es que no tienes mano con ellos –contestaba la muerte, que de vez en cuando se metía en la conversación- mira el de rojo como coge de todo” añadía riendo.
El diablo, que estaba teniendo unas buenas jugadas de ases y reyes, pero sólo apostaba cuando no estaba la guerra en el envite, contestó, muy halagado:
“Con la realeza tengo una relación muy especial”
Al poco llegó el turno de repartir al diablo y decidió jugarse la partida en ese momento. Consiguió dar un full de reyes a la guerra y una escalera al hambre. La peste debía llevar también algo porque los ojos le brillaban en el fondo de las cuencas casi negras. El iría de farol que era lo que más le gustaba.
-Voy a abrir con cien –dijo muy ufano- así que a señalarse si queréis jugar.
Las apuestas fueron subiendo, siempre empujadas por el diablo que veía su oportunidad. Y con todas las fichas encima de la mesa se apostó de boquilla, lo que se tenía y lo que no. Vueltas las cartas arriba la guerra certificó su triunfo, quedando la peste y el hambre totalmente peladas.
Aquella misma noche nacía un niño en la casa de Alois y Klara, en el pequeño pueblo bohemio de Braunau, Adolf Hitler. Las apuestas ganadas por la guerra estaban seguras y el diablo se llevaría su parte.
Eduardo Lizarraga
Noviembre 2011