La
puerta oscilante se abrió, dando paso a Pablo que llevaba las manos llenas de
platos.
-
¡Martín, Martín! te llaman los
señores de la mesa ocho - exclamó, mientras recogía la comanda de otra mesa y
volvía a salir empujando la puerta con la cadera.
Me limpié
las manos y salí tras de él. Era la tercera o cuarta vez aquel día que
reclamaban mi presencia. No hay nada mejor que cocinar con cariño y dedicación para que se
reconozcan tus habilidades.
Los
señores de la mesa ocho, el matrimonio de los Gálvez y unos amigos, estaban
encantados con mis volovanes, rellenos de mollejas tiernas al armagnac, con
cebolla confitada y perifollos frescos de temporada.
-
¡Excelente Martín! -me dijo el señor Gálvez levantándose de la mesa.
Ya les dije yo a mis amigos que podían confiar en mi elección y en tu
sugerencia. No hay nada mejor que comprobar “in situ” si las críticas son
verdaderas o infundadas.
Tras
hacer el teatro de costumbre volví a la cocina, no sin que antes me felicitaran
también desde otra mesa por unas ¡Magníficas! –me dijeron- carrilleras de
ciervo al vino tinto.
Mi
restaurante, “El Cazador”, había sido
inaugurado por el abuelo poco antes de la guerra y desde entonces era el “modus
vivendi” de toda la familia. Convencido de que aquel era mi futuro y porque
además me entusiasmaba, conseguí que mi padre me enviara a estudiar cocina a
Francia. De allí, y tras pasar por los fogones donostiarras de un conocido chef
guipuzcoano, me fui haciendo con las
riendas del restaurante que mi padre me fue dejando poco a poco. De eso hacía
ya diez años y desde entonces todo había ido marchando muy bien, mejorando el
caché del restaurante temporada tras temporada, hasta encumbrarlo a uno de los
diez mejores de la ciudad.
Por
eso, no me gustó nada cuando André Dupont, el crítico gastronómico de uno de
los mejores periódicos del país, comenzó a hacer sangre con “El Cazador” en su
página semanal.
Que si
los platos están anticuados y carecen de imaginación; que si la carta de vinos
parece sacada de un restaurante de carretera;
que si la materia prima es de escasa calidad; que a pesar de estar especializado en caza y
productos de temporada faltaban los hongos y sobre todo la trufa blanca; que si… un sinfín de comentarios que fueron
llevando la mejor clientela hacia la competencia y consiguieron mesas vacías en
la sala. Y todo ello sin haberle visto el pelo por el restaurante.
Intenté
hablar con él, le llamé en varias ocasiones, hasta le fui a ver a la redacción
del periódico. Todo fue inútil hasta que me lo señalaron, por casualidad, en la
presentación del libro de un chef amigo, que se había hecho conocido a través de
un programa de TV.
-
¡Mira, es André Dupont!, ese
que ha hablado varias veces de tu restaurante y no muy bien- me comentó con algo de sorna un colega.
Me señaló un
personaje bajito, algo rechoncho y con la cara redonda como una hogaza. Me
dirigí a él sin tapujos, con la mano por delante y una ancha sonrisa.
-
¡Sr. Dupont, qué gusto conocerle! -le espeté con el mayor cinismo-
soy Martín Valderrama de “El Cazador”.
No pareció sorprenderse. Alargó la mano, que
resultó ser blanda y resbalosa, y con un
marcado acento francés me saludó con algo de afectación.
-
Encantado Sr. Valderrama, sé que me ha llamado en alguna ocasión…- me
contestó dejando el final de la frase en el aire.
-
Sí –le respondí con la mejor de mis sonrisas- quería hablar con usted,
para invitarle un día a comer, y presentarle los nuevos platos con los que
pretendo renovar nuestra carta la temporada que viene. Algo muy restringido, en
mi cocina particular, en la que experimento y elaboro. ¿Qué le parece?
-
Bon, pero tengo los próximos fines de semana muy ocupados –parecía que
quería evadirse, pensé.
-
No se preocupe, le haré la cata exclusiva un lunes –insistí- el día que cierra el restaurante al público.
Estaré a su total disposición.
-
Si es así no tengo problema. ¿Le parece bien el próximo lunes?
Me dio su teléfono y quedamos para el lunes
de la semana siguiente. Procuraría sorprenderle con lo preparado. Para terminar de decidirle le añadí, como en
un aparte:
-
Me han traído un magnífico armagnac de Maillac que podremos probar al
finalizar la comida.
En el restaurante disponía de una especie de
“sancta sanctorum”, cerrado siempre con
llave, con cocina, despensa, cámaras frigoríficas, comedor y hasta una chimenea grande de estilo campestre. Era mi
laboratorio privado, al que invitaba a
amigos para hacer comidas especiales. Y esta tenía que ser muy especial.
Preparé el menú con cuidada atención; no
menos de diez platos que pasarían la temporada siguiente a la carta, caza,
algún pescado, hongos, Saint Honoré... Buena materia prima, cuidada
preparación, una buena selección de vinos –con algún Borgoña para hacerle los
honores- y el mencionado armagnac de Maillac, Millèsime de 1950, para
finalizar. Nada podía fallar y merecería una buena crítica.
Llegó puntual a la hora prevista y la comida,
que serví en persona pues aquel era día de descanso, transcurrió con franca
cordialidad, alabando el Sr. Dupont todos los platos y la selección de vinos. Tras
degustar el Saint Honoré pasamos al café y al armagnac. Me senté a su lado,
frente a la chimenea encendida para hablar de lo que me interesaba.
-
¿Y bien, qué le parecen las novedades? ¿Estima que tienen la
suficiente categoría para que “El Cazador” siga entre los diez mejores restaurantes?
-
¡Todo fantástico! El menú, los vinos, esos hongos deliciosos y este
armagnac extraordinario. Pero le tengo
que ser franco Valderrama, no podré decir nada bueno de su restaurante si usted
no es bueno conmigo, no sé si me entiende…
Demasiado le entendí cuando contemplé el
brillo de sus ojos que no se debía precisamente al vino, aún cuando había
bebido bastante; parecían el visor de
una caja registradora.
Y aquello me sentó mal, no sólo por el hecho
de ser chantajeado de aquella manera vil, sino por la burla que suponía a mi
dedicación, a mi maestría en los platos preparados, al cuidado exquisito que
todos y cada uno de los trabajadores del “El Cazador” ponían en su quehacer
diario.
Antes de que se diera cuenta y sin manías, le
metí el cuchillo de deshuesar hasta el puño. Me deshice de sus ropas y
documentos en el fuego de la chimenea –ni
se llamaba Dupont ni era francés, Boñar y de Albacete. Con algo de
trabajo, que no mucho, pues el hombre era menudo, el cuerpo terminó troceado y
en la cámara frigorífica. Tiempo habría
de ir dándole salida.
Eduardo Lizarraga
Manzanares el Real, noviembre 2013