sábado, 16 de noviembre de 2013

Un menú especial (Relato en dos folios)


La puerta oscilante se abrió, dando paso a Pablo que llevaba las manos llenas de platos.

-          ¡Martín, Martín!  te llaman los señores de la mesa ocho - exclamó, mientras recogía la comanda de otra mesa y volvía a salir empujando la puerta con la cadera.

Me limpié las manos y salí tras de él. Era la tercera o cuarta vez aquel día que reclamaban mi presencia. No hay nada mejor que cocinar con cariño y dedicación para que se reconozcan tus habilidades.

Los señores de la mesa ocho, el matrimonio de los Gálvez y unos amigos, estaban encantados con mis volovanes, rellenos de mollejas tiernas al armagnac, con cebolla confitada y perifollos frescos de temporada.

-          ¡Excelente Martín! -me dijo el señor Gálvez levantándose de la mesa. Ya les dije yo a mis amigos que podían confiar en mi elección y en tu sugerencia. No hay nada mejor que comprobar “in situ” si las críticas son verdaderas o infundadas.

Tras hacer el teatro de costumbre volví a la cocina, no sin que antes me felicitaran también desde otra mesa por unas ¡Magníficas! –me dijeron- carrilleras de ciervo al vino tinto.

Mi restaurante, “El Cazador”,  había sido inaugurado por el abuelo poco antes de la guerra y desde entonces era el “modus vivendi” de toda la familia. Convencido de que aquel era mi futuro y porque además me entusiasmaba, conseguí que mi padre me enviara a estudiar cocina a Francia. De allí, y tras pasar por los fogones donostiarras de un conocido chef guipuzcoano,  me fui haciendo con las riendas del restaurante que mi padre me fue dejando poco a poco. De eso hacía ya diez años y desde entonces todo había ido marchando muy bien, mejorando el caché del restaurante temporada tras temporada, hasta encumbrarlo a uno de los diez mejores de la ciudad.

Por eso, no me gustó nada cuando André Dupont, el crítico gastronómico de uno de los mejores periódicos del país, comenzó a hacer sangre con “El Cazador” en su página semanal.

Que si los platos están anticuados y carecen de imaginación; que si la carta de vinos parece sacada de un restaurante de carretera;  que si la materia prima es de escasa calidad;  que a pesar de estar especializado en caza y productos de temporada faltaban los hongos y sobre todo la trufa blanca;  que si… un sinfín de comentarios que fueron llevando la mejor clientela hacia la competencia y consiguieron mesas vacías en la sala. Y todo ello sin haberle visto el pelo por el restaurante.

Intenté hablar con él, le llamé en varias ocasiones, hasta le fui a ver a la redacción del periódico. Todo fue inútil hasta que me lo señalaron, por casualidad, en la presentación del libro de un chef amigo, que se había hecho conocido a través de un programa de TV.

-          ¡Mira, es  André Dupont!, ese que ha hablado varias veces de tu restaurante y no muy bien-  me comentó con algo de sorna un colega.

Me señaló un personaje bajito, algo rechoncho y con la cara redonda como una hogaza. Me dirigí a él sin tapujos, con la mano por delante y una ancha sonrisa.

-          ¡Sr. Dupont, qué gusto conocerle! -le espeté con el mayor cinismo- soy  Martín Valderrama de “El Cazador”.

No pareció sorprenderse. Alargó la mano, que resultó ser blanda y resbalosa,  y con un marcado acento francés me saludó con algo de afectación.

-          Encantado Sr. Valderrama, sé que me ha llamado en alguna ocasión…- me contestó dejando el final de la frase en el aire.

-          Sí –le respondí con la mejor de mis sonrisas- quería hablar con usted, para invitarle un día a comer, y presentarle los nuevos platos con los que pretendo renovar nuestra carta la temporada que viene. Algo muy restringido, en mi cocina particular, en la que experimento y elaboro. ¿Qué le parece?

-          Bon, pero tengo los próximos fines de semana muy ocupados –parecía que quería evadirse, pensé.

-          No se preocupe, le haré la cata exclusiva un lunes –insistí-  el día que cierra el restaurante al público. Estaré a su total disposición.

-          Si es así no tengo problema. ¿Le parece bien el próximo lunes?

Me dio su teléfono y quedamos para el lunes de la semana siguiente. Procuraría sorprenderle con lo preparado.  Para terminar de decidirle le añadí, como en un aparte:

-          Me han traído un magnífico armagnac de Maillac que podremos probar al finalizar la comida.

En el restaurante disponía de una especie de “sancta sanctorum”,  cerrado siempre con llave, con cocina, despensa, cámaras frigoríficas, comedor y hasta una  chimenea grande de estilo campestre. Era mi laboratorio privado,  al que invitaba a amigos para hacer comidas especiales. Y esta tenía que ser muy especial.

Preparé el menú con cuidada atención; no menos de diez platos que pasarían la temporada siguiente a la carta, caza, algún pescado, hongos, Saint Honoré... Buena materia prima, cuidada preparación, una buena selección de vinos –con algún Borgoña para hacerle los honores- y el mencionado armagnac de Maillac, Millèsime de 1950, para finalizar. Nada podía fallar y merecería una buena crítica.

Llegó puntual a la hora prevista y la comida, que serví en persona pues aquel era día de descanso, transcurrió con franca cordialidad, alabando el Sr. Dupont  todos los platos y la selección de vinos. Tras degustar el Saint Honoré pasamos al café y al armagnac. Me senté a su lado, frente a la chimenea encendida para hablar de lo que me interesaba.

-          ¿Y bien, qué le parecen las novedades? ¿Estima que tienen la suficiente categoría para que “El Cazador” siga entre los diez mejores restaurantes?

-          ¡Todo fantástico! El menú, los vinos, esos hongos deliciosos y este armagnac extraordinario.  Pero le tengo que ser franco Valderrama, no podré decir nada bueno de su restaurante si usted no es bueno conmigo, no sé si me entiende…

Demasiado le entendí cuando contemplé el brillo de sus ojos que no se debía precisamente al vino, aún cuando había bebido bastante;  parecían el visor de una caja registradora.

Y aquello me sentó mal, no sólo por el hecho de ser chantajeado de aquella manera vil, sino por la burla que suponía a mi dedicación, a mi maestría en los platos preparados, al cuidado exquisito que todos y cada uno de los trabajadores del “El Cazador” ponían en su quehacer diario.

Antes de que se diera cuenta y sin manías, le metí el cuchillo de deshuesar hasta el puño. Me deshice de sus ropas y documentos en el fuego de la chimenea –ni  se llamaba Dupont ni era francés, Boñar y de Albacete. Con algo de trabajo, que no mucho, pues el hombre era menudo, el cuerpo terminó troceado y en la cámara frigorífica.  Tiempo habría de ir dándole salida.

 

Eduardo Lizarraga

Manzanares el Real,  noviembre 2013