lunes, 24 de marzo de 2014

La noche ártica (Relato para mi hija en dos folios)


Las llamas bailaban sobre los troncos, que se consumían despacio, alumbrando a la vez las ramas bajas de los árboles.  La noche ártica era tranquila y aunque estaban por encima del paralelo 60, no hacía excesivo frío todavía. El gran perro, tumbado a poca distancia de la hoguera,  con uno de los hombres a su lado, tenía los ojos entornados y la respiración tranquila. Podría decirse que dormía. Pero sus orejas se movían de vez en cuando escuchando los ruidos del bosque.

Se estaba viendo así mismo hacía mucho tiempo. Era poco más que un cachorro y el fuego le daba miedo. De forma instintiva buscaba la protección de su madre, una gigantesca San Bernardo.  Los indios tatanas  la habían rescatado el verano anterior, de entre los restos de una almadía que había naufragado en el Yukón. Y como nunca habían visto un perro como aquel no se la comieron. La llevaron al poblado y allí nació su camada. El padre debía ser uno de los perros, casi lobos, que tenían los indios para tirar de sus trineos, tal vez fuera Inko, el macho dominante.

Como por retazos, su vida iba pasando ante sus ojos.  Al crecer y dejar de ser una bola de pelo con la que jugaban los niños de la aldea, que le pusieron Pekas por nombre, había pasado a manos de un extraño hombre blanco que le unció, junto a otros perros, a un trineo. ¡Cómo odiaba el restallar del látigo! Y aún podía escuchar las desagradables voces del hombre que les gritaba para que corrieran más. Todo terminó a los pocos meses, apenas iniciada la primavera,  con una grieta en el hielo del cauce del Porcupine; el río se tragó al hombre, al trineo y a todos sus compañeros del tiro. Y si pudo salvarse fue por el mal estado del arnés que no aguantó su fuerza y pudo romperlo a tirones.

Quedó sólo en el bosque. Con la única compañía de sus primos salvajes, los lobos, de los que aprendió a cazar. Y aprendió bien para poder comer. Llegaba el verano y había abundancia. Ágiles ardillas y sabrosos conejos al principio; algún caribú ya mayor que no podía seguir al resto de la manada al principio del otoño. Restos de un alce, muerto por la edad, en el bosque. Salmones en un río que desembocaba en un mar desconocido allá a lo lejos, al norte.… Luego llegó el invierno y ya todo se hizo más difícil. Con la aurora boreal llameando sobre la llanura de nieve,  sobrevivió con ratas almizcleras y pequeños depredadores que, como él, luchaban cada día por la vida.  Incluso los lobos lloraban por las noches a la luna, quejándose de hambre. La vuelta de los caribús y el correr de los riachuelos en la pradera, le dijeron que llegaba la primavera y otra vez la abundancia.

Una mañana, cuando roía sin mucho entusiasmo unos viejos huesos con algo de piel pegada,  un  olor conocido  le asaltó la nariz. Era humo. Olfateando en el aire pudo localizar el lugar desde donde venía. Luego escuchó sus voces y los sonidos le resultaron familiares. Eran hombres blancos; pero recordó también el látigo.

-          ¡Quedan menos de 100 millas Joe! decía una de las voces

-          Eso será si el mapa que tienes es correcto Shokum, le contestó otro hombre. Y su voz le gustó.

-          ¿Cómo no lo va a ser si lo hice yo mismo?

-          Pues porque te tiembla el pulso si no bebes y si lo haces es peor, contestó el de la voz agradable.

También olía a comida y el olor le despertó viejos recuerdos. Decidió arriesgarse. Fue acercándose poco a poco, casi arrastrándose por encima de la nieve.

Un disparo –sabía muy bien lo que era- le sorprendió y sintió una quemadura en el brazuelo derecho.

-          Mira Joe, un lobo allá arriba…creo que le he dado

-          Baja ese rifle ¡idiota! No ves que es un perro…

La quemadura le dolía y apenas podía moverse. Sintió pasos y se revolvió para defenderse.

-          ¡Pues claro que es un perro! –escuchó decir al de la voz agradable- ¡Y muy grande! No tiene nada de que ver con los perros de la región,  y parece que no le has matado.

Intentó levantarse gruñendo y sacando los dientes, pero con un quejido cayó sobre la nieve. Sintió como unos brazos fuertes lo levantaban y nada más. Cuando despertó estaba al lado del fuego, era de noche y le habían vendado la herida. Intentó levantarse pero no lo consiguió.

-           Mira Joe, el perro se ha despertado.

Joe, que era el de la voz agradable se acercó hasta donde estaba tumbado. No intento huir ni defenderse, había algo en aquel hombre que le gustaba. Con mucha calma acercó su mano y le acarició el lomo, metiendo sus dedos fuertes entre el pelo áspero mientras le susurraba. Le dejó hacer, se tranquilizó y con los ojos entornados fue durmiéndose.

Al día siguiente le acostaron en uno de los dos  trineos de carga que llevaban y salieron hacia el noroeste. Joe avanzaba a su lado mientras animaba a los perros del tiro.

Cuando a eso del mediodía hicieron un alto, Joe le dio de comer algo de pescado seco.

-          Creo que debías haberlo dejado atrás –decía Shokum- ya tenemos bastantes perros y además no creo que viva.

-          ¡Si que vivirá, es fuerte y no parece que sea de los que se rinden. En unos días llegaremos a la cabaña y seguro que se recuperará.

La choza de troncos de abeto, pues no era poco más que eso, se encontraba a la orilla de un riachuelo en el que habían encontrado el año pasado algunas pepitas de oro. No era la mítica Cabaña Perdida de las leyendas del Klondike, pero seguro que sacaban beneficio. Y volvían con equipo y provisiones para quedarse.

Pasaron los meses y los saquitos de piel con polvo de oro se amontonaban en el fondo de la cabaña. El corto verano boreal se acababa  y el invierno llegaría con virulencia en aquellas latitudes tan altas. Caería el crepúsculo y no volvería a aparecer hasta unos meses después. Ambos amigos decidieron pasar allí los grandes fríos y volver a Dawson cuando despuntara la primavera.

Tumbado junto al fuego, sentado sobre las patas traseras, tendidas las delanteras en el suelo, la cabeza erguida y parpadeantes los soñolientos ojos, fijos en las llamas, Pekas ,el gran perro,  escucha entre los ruidos del bosque la llamada de sus hermanos salvajes.  Están muy cerca, al otro lado del arroyo, y tan sólo la cálida mano de Joe, que reposa en su lomo, impide que vaya a reunirse con ellos. La noche ártica lo cubre todo.

Eduardo Lizarraga

Manazanares el Real , Febrero 2014


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