miércoles, 15 de agosto de 2012

Solsticio de invierno (Relato para las vacaciones)




Existe una noche al año en que algunos muertos vuelven a vivir; no os riáis, es cierto, yo lo he visto. O por lo menos eso estoy empezando a creer  con inquietante certeza.

Aunque han pasado muchos años, casi veinte, desde aquella horrible experiencia, el recuerdo de lo sucedido permanece tan vivo en mí, que son pocas las noches en que no despierto, sudando y dando gritos, sobre mi cama. Lo cierto es que desde entonces ya no soy el mismo. Sólo el alcohol consigue amortiguar estos recuerdos  que me atormentan y hacen dudar de mi salud mental desde aquella maldita noche, hace ya tanto tiempo. Dicen los médicos ¡que son unos  insoportables ignorantes!  que estoy alcoholizado, y que por eso apenas puedo dormir y padezco horribles pesadillas cuando lo consigo. ¡Tontos inútiles!, no saben que es precisamente el día en que no bebo lo suficiente, cuando no consigo pegar ojo.

Siempre, desde que era un niño pequeño, he buscado la soledad. La gente me hastiaba y repelía;  era demasiado vulgar; gritaba, olía mal y, a menudo, se comportaba de una forma repulsiva, exhibiendo sin pudor sus apetencias. Por eso yo gustaba de frecuentar lugares escondidos y solitarios, de perfumes exquisitos, en donde se podía escuchar el subyugante sonido del silencio, y en los que el ruido de mis propios pasos era un estruendo horrísono.

El  tranquilo murmullo de las regatas umbrías; los bosques de pinos sombríos y tan espesos que apenas dejan pasar la luz; los muros de las casas derruidas, musgosos y llenos de helechos; los valles profundos y escondidos entre perdidas colinas; las callejuelas del casco viejo de mi ciudad, ennegrecidas por el tiempo y los recuerdos… aquel era el especial paisaje, lleno de silencios y olores extraños y ensoñadores, de mis paseos solitarios y secretos.

Ocupé los primeros años de mi juventud, cuando todavía vivía entre los muros medievales de la vieja ciudad, en aquellos paseos melancólicos, y en la lectura de libros antiguos y ya casi olvidados, que me iniciaron en conocimientos perdidos y extraños. Luego, al crecer y marchar para completar mi formación a una lejana universidad, esa necesidad de la soledad, ese gusto por lo antiguo y olvidado, no murió en mí, pero quedó, en gran medida, adormecido.

La universidad y la vida moderna en una gran capital, con su bullicio y sus prisas, no eran el marco más apropiado para cultivar unos gustos y aficiones que, para mis condiscípulos, hubieran resultado, sin lugar a dudas, extravagantes e inquietantes a la vez.

Sin embargo, cuando encontraba tiempo, gustaba pasear por sitios antiguos; posar mis manos en piedras gastadas por el roce de miles de manos de distintas generaciones ya desaparecidas; caminar por calles y caminos hollados desde siglos atrás, y extasiarme ante los mismos parajes contemplados por ojos muertos hace ya mucho tiempo. Todo lo antiguo, lo ruinoso, lo olvidado, me atraía con un magnetismo muy especial.

Pero me estoy desviando de lo que quiero contaros. Ahora, que por fin he decidido enfrentarme a mis pesadillas nocturnas, ya no me importa que conozcáis todo lo que me sucedió; es más, lo deseo para poder curarme. Mañana sabré si lo que voy a contaros es un sueño o una terrible e inquietante realidad.

Ocurrió en uno de aquellos paseos solitarios, cuando la noche ya lo cubría todo. Era el último plenilunio del año y coincidía con el solsticio de invierno. En éstas fechas los hombres de hoy celebramos la Navidad; pero algunos de nosotros tenemos, en lo más profundo de nuestra mente, los recuerdos ancestrales  de otra fiesta anterior a todo lo que es historia; anterior a lo cristiano y a lo romano. Fiesta en la que los primitivos druidas, que moraron durante muchos siglos en éstas tierras, ofrecían a la luna llena cruentos sacrificios humanos para pedir la fertilidad de campos y animales, junto a la pronta llegada de la primavera.

Impertérrita ante los cambios de los hombres y de sus costumbres, la luna iluminaba los campos con una claridad fantasmal, y creaba en aquella colina boscosa, de hayas de grotescas formas, sombras extrañas que bailaban a mi alrededor. El particular hedor de las profundidades oscuras y húmedas, con empinadas laderas musgosas y hojas en putrefacción, intoxicaba mis sentidos.

No puede, sin embargo, achacárseme toda la culpa de lo sucedido; también mi coche, ya viejo y que aprovechaba cualquier oportunidad para averiarse y dejarme inerme ante las circunstancias, tuvo su parte de responsabilidad. Había subido con él, como en muchas otras ocasiones, a las dos o tres horas de obscurecido, hasta un altozano que hay  algo más allá de la Peña de Aldabe. Desde allí podía verse toda la bahía, enmarcada, como en una postal para turistas, por las luces titilantes de los tres pueblos que duermen a sus orillas. El estuario, bañado en plata por efecto de la luna, se prolongaba en el río, que, desde siempre, había servido de frontera entre las dos naciones. Los rayos de la luna,  en su perpetua y perdida  lucha contra la obscuridad, se difuminaban en lo más intrincado de las faldas del monte, marcando apenas el tortuoso camino de Navarra.

Ensimismado en aquel hermosísimo paisaje, el tiempo pasó casi sin darme cuenta. Cuando decidí volver a casa faltaba poco para la medianoche y mi coche, siguiendo un comportamiento que se estaba haciendo irritantemente habitual, decidió no arrancar. La llave giraba y giraba, pero el motor no hacía ningún intento de ponerse en marcha, estaba como muerto. Ni las imprecaciones más o menos gruesas, ni la consabida patada en la rueda, lograron nada. Sucesivos intentos sólo lograron agotar la batería. Conocedor de mi absoluta ignorancia de las cuestiones mecánicas, desistí de levantar el capó e intentar averiguar lo que sucedía.  Abandonando en el camino mi vehículo, con paso resignado, pero vivo –no tenía otra alternativa- comencé a recorrer los cuatro o cinco kilómetros que me separaban de Irún, y que salvo un pequeño repecho preliminar, eran todos de bajada. Ya volvería a recoger el maldito trasto al día siguiente, pensaba.

Apenas llevaba quince minutos andando y estaba ya cerca de la Peña de Aldabe, cuando me pareció percibir un murmullo de voces no muy lejanas. Sorprendido, porque no es lo habitual encontrar a personas en el monte a esas horas de la noche, y menos  en aquellas fechas, pero aliviado a la vez, porque suponía que, quienesquiera que fuesen, podrían acercarme hasta el pueblo y ahorrarme la caminata, -lo cierto es que nunca he sido deportista y cualquier ejercicio me cansa y aburre- doblé el recodo del camino que me llevaba hasta la ermita, blanca y solitaria.

En la campa que llaman de Pokopandegi, y que me separaba de los primeros árboles, ardían un buen número de hogueras, alrededor de las cuales se adivinaban, más que se veían, las siluetas de toda una multitud. Extrañado, pues no recordaba ninguna fiesta ni reunión en aquel monte por esas fechas, quedé parado en mitad del camino. Estaba a punto de darme la vuelta y volver sobre mis pasos para bajar por otro lado, pues nunca me ha gustado inmiscuirme en los asuntos ajenos –si hubiera hecho caso a ese primer impulso de volverme atrás, me hubiera ahorrado todas las pesadillas que tengo desde entonces, y tal vez, sólo tal vez, hubiera llegado a la tranquila vejez-, cuando en aquel preciso momento un grupo de hombres  que bajaban en silencio desde una colina cercana, pasaron a mi lado. Uno de ellos paró junto a mí, y tomándome por el brazo me arrastró, sin decirme nada, hacia la cercana campa iluminada por la luz de las hogueras. No pude resistirme, su mano enguantada me oprimía con la fuerza de una tenaza y yo tan sólo pude dejarme llevar. 

Cuando al salir de la zona de sombra, nos alcanzó la cálida luz de la luna, y vislumbré a mi compañero, comprendí, con un estremecimiento,  que aquella era una reunión muy extraña. Llevaba una guerrera que debió ser blanca, aunque estaba bastante sucia, adornada con alamares azules;  una boina roja, bien puesta, hasta con un cierto aire pretencioso, cubría su cabeza; con la mano izquierda sostenía un curvado sable que colgaba de su talabarte. Pantalones oscuros, que podían ser azules,  y botas altas negras, con tintineantes espuelas, completaban su indumentaria. Una terrible herida de bala, de la que no manaba sangre, perforaba su cuello, y los ojos, lo único visible de su cara, oculta por una espesa barba rubia, estaban vacíos de toda expresión. Parecía un temible guerrero antiguo, escapado de las páginas de cualquier libro de historia.

Conforme nos aproximábamos a las hogueras observé que, saliendo del bosque, llegando por distintos caminos, o surgiendo desde cualquier matorral, todo un ejército de hombres se acercaba. Vestidos con extraños y anticuados uniformes, llevando armas de todos los tiempos, y con la misma expresión ausente de mi acompañante, aunque con paso decidido, se dirigían, igual que nosotros, hacia las ya cercanas hogueras.

El murmullo había subido de tono, y ya podían distinguirse palabras sueltas e incluso frases proferidas por diferentes voces y en distintos idiomas.  Aquellos hombres hablaban en castellano, euskera, francés, algo parecido al alemán y en otras lenguas, entre las que me pareció entender únicamente el degradado latín usado en la Baja Edad Media. Agrupados en corros, separados en pequeños grupos o en parejas, hablaban, jugaban, bebían y reían sin prestarnos ninguna atención. De vez en cuando algún hombre, de los que llegaban por los caminos, se incorporaba a alguno de aquellos corros donde era saludado con familiaridad.

Siempre arrastrado por mi mudo guía, si es que puede llamársele así, nos dirigimos hacia un grupo que se encontraba al borde unos espesos zarzales. Creo recordar haber visto, cercano a ese lugar, un puesto de cazadores, de los que se sortean en el pueblo durante la época de pasa de las palomas.

Cuando llegamos hablaban entre ellos y saludaron a mi acompañante con amistosos golpes en la espalda, dándole el nombre de Miguel; en mí apenas repararon.

Todos vestían de forma similar y también sus uniformes estaban sucios y cubiertos de sangre. Parecían no prestar atención a sus horrorosas heridas, por lo que deduje que todo se trataba de una extraña mascarada de carnaval celebrada a destiempo. Pero no entendía su objeto. Harto ya de aquello, inquirí a mi comparsa, que seguía sin soltarme el brazo, para que me explicara el significado de aquello.

Por primera vez escuché su voz, y lo que dijo me llenó de incertidumbre y zozobra.

-          Todo lo que está viendo ante sus ojos no existe, es una mera fantasía ya que todos estamos muertos, y si usted puede vernos es porque una parte de usted permanecerá para siempre con nosotros.

Aquellas palabras que me dirigió, con un tono profundo y el acento de alguien a quien le cuesta hablar, presentaban ciertas inusuales particularidades en vocabulario, pronunciación y forma de ser empleadas, que diferían con el habla normal en aquel año de 1975 y que me intranquilizaron profundamente.

-          Alrededor de estas hogueras, -continuó sin un parpadeo- están todos los hombres que han muerto en éste monte de muerte violenta, y que una vez, cada más o menos veinte años, cuando el plenilunio coincide con el solsticio de invierno, se reúnen en ésta misma campa para recordar aquella violencia que nos condenó para toda la eternidad. A veces vienen nuevos hombres muertos y nos cuentan los motivos por los que están aquí. La última vez fue hace veinte años. Resulta curioso comprobar que cada que cada vez llegan más destrozados y con unas armas muy complicadas. Yo morí hace más de un siglo, era un hermoso día de otoño y recuerdo que aquella noche había quedado para bailar con una mujer muy hermosa. Un soldado liberal, del regimiento de Asturias, me mató, un poco más allá de aquel montecillo del fondo –su mano enfundada en un guante blanco, me indicaba la zona de Iturriarte, poco más o menos donde había dejado mi coche unas horas antes- conmigo murieron también, –continuó, dirigiendo una mirada a su alrededor- estos amigos que ves a mi lado. Es agradable volver a estar con los compañeros del escuadrón. También está por aquí Pepe, el soldado que me mató; un madrileño con mucha gracia y al que luego iremos a buscar. Recibió un sablazo que le dio Otazu, el cabo furriel del escuadrón, que galopaba detrás de mí, y cayó muerto a pocos pasos de mi cuerpo.

Yo no sabía qué pensar, era imposible creer aquello que estaba sucediéndome. Recobrando de forma momentánea la cordura volví a pensar en una broma. Pero parecía todo tan serio…al fin comprendí que tenía que ser un sueño; un sueño realmente lúcido. Debía haber llegado a casa, e influenciado por el paseo nocturno tenía ahora una pesadilla. A veces sucede que el tiempo y el espacio desaparecen, y los ecos del pasado, despertados por alguna lectura o vivencia extraña, abren las puertas de nuestra inconsciencia.

Alrededor nuestro los hombres habían dejado de afluir. Cercanos a nosotros se encontraba un grupo de coraceros franceses, celebrando con grandes risotadas la llegada de uno de ellos al que faltaba una pierna, y que por eso –explicaba entre protestas- llegaba el último. Según pude entender se la había arrancado una bala de cañón.

Me pasaron una cantimplora, de las que llaman francesas y que destacan por su tamaño; bebí un largo trago. Era un aguardiente muy fuerte  que me abrasó la garganta haciéndome toser. Hubo algunas risas y al poco Miguel, tomándome de nuevo del brazo, me dijo:

-          Venga usted conmigo, que le voy a presentar a otros compañeros de velada.

Decidido a aprovechar al máximo aquella oportunidad de vivir un sueño tan real, no me hice  repetir dos veces la invitación, y andando a su par subí, por la resbaladiza colina, hacia otro grupo de hogueras.

Para ese momento había ya muchos hombres, con uniformes de todas las épocas y ejércitos, paseando de un lado a otro y saludándose como viejos conocidos. Coraceros y granaderos franceses, procedentes del ejército napoleónico, se mezclaban con húsares, cazadores y ulanos. Hombres con cotas de malla y petos de acero, con morriones altos, como los de los Tercios españoles del  siglo  XVI, que vemos en los grabados y pinturas, y que provenían  sin duda de la batalla de 1522, parecían los más animados. Unos piqueros suizos, armados de largas lanzas que sostenían entre las manos, hablaban en una lengua que me recordaba al actual alemán.  Se veían representantes de nuestra guerra civil, entremezclados por aquí y por allí; algunas guerreras caqui y boinas rojas de requetés navarros, mezclados con anarquistas de correajes pardos sobre grasientos monos azules y boinas negras; un grupo de legionarios, con uniformes verdosos y gorros con borla roja, estaban sentados en corro jugando al giley con gran algazara.  Muertos, en alguna olvidada batalla de la época prerromana, había unos hombres vestidos con una tabardos bastos de color negruzco, armados con arcos y espadas cortas. Su idioma era incomprensible; sus cabellos, largos y enmarañados, estaban sujetos por una tira de cuero; tenían una apariencia salvaje y primitiva.

-          Son celtas –me susurró Miguel- no son muy amigables, tal vez porque como son los más antiguos aquí, nos tienen al resto por advenedizos y además se obstinan en hablar una lengua que no entiende nadie. Más enfadados teníamos que estar nosotros con ellos –continuó Miguel-  por ser los culpables de que todos estemos en esta situación.

Antes de que pudiera preguntarle la razón de aquella extraña afirmación, quedé sorprendido al ver algunos legionarios romanos, muy parecidos en sus ropas y ademanes, aunque algo más abrigados, a los que vemos en las películas. Compartían su hoguera con unos guerreros visigodos departiendo, sin muchos problemas, en latín.

Desde la base de la colina que baja hacia el río llegaba un numeroso grupo de hombres de diferentes épocas y guerras, mojados, y con las corazas y armas llenas de verdín y oxidadas.

-          Son los que se ahogaron en el río –aclaró Miguel, que vio mi gesto de extrañeza- en todas las batallas siempre ha habido algunos, y como tienen que subir hasta aquí, son los últimos que llegan.

Muchos de ellos son suizos, muertos al intentar atravesar el Bidasoa desde Gazteluzar. Como no tiraron nada –por no dejar aquello sucio, dicen ellos, aunque otros creemos que no tiran nada por avariciosos-  se ahogaron por el peso de sus armas y ropas. Aunque parece que ya se van acostumbrando, Sancho de Artzu, uno que está aquí desde 1522, me contó que al principio venían muy avergonzados por llegar los últimos y tarde; además, como llegan tan sucios…

En la parte alta de la colina, apartados del resto, se veían seis o siete hombres que hablaban, muy estirados  y con afectación. La distancia, y el bajo tono con el que hablaban, me impedían escuchar su conversación. Le pregunté a Miguel y éste, en tono despreciativo, me respondió:

-          Son los ingleses; son pocos, ¿sabe usted? porque la mayoría se quedaron atrás, saqueando y violando en san Sebastián tras el incendio. A pesar de que están aquí desde 1813 solamente hablan inglés y hacen como que tampoco entienden nada más. Nunca tratan con nadie. Por favor, haga como si no los viera –me aconsejó, pasándome de nuevo la cantimplora.

Volví a beber y esta vez ya no me atraganté; el líquido, fuerte y caliente, me animó con su valor de 60 grados. Creo que en mi fuero interno me estaba gustando ya este excitante sueño.

-          ¿De dónde sacáis éste aguardiente? –pregunté con no fingido interés a Miguel.

-          ¿Aguardiente? –me contestó con extrañeza mi escolta -¡si es agua de Sorgin Erreka cogida a la medianoche!

Yo no sabía qué decir, si era agua o aguardiente. Pero estaba dispuesto a seguir bebiendo ya que me sentaba tan bien.

Para aquel momento apenas había ya grupos diferenciados; todo era un continuo ir y venir de unos y otros. En un determinado momento Miguel me arrastró hasta un corro de soldados decimonónicos, vestidos de azul oscuro  y quepis colorado, que jugaban a las cartas muy animados.

-          ¡Pepe! –exclamó Miguel con alegría-  vas a perder hasta el fusil con el que me disparaste, ¡sinvergüenza, pedazo  de liberal descreído!

Pepe, que era un soldado pequeño, cetrino,  de cara algo picada de viruelas, y con el pecho cruzado por una ancha herida que parecía de sable y que ensangrentaba el uniforme, se levantó del suelo dando un salto y exclamó:

-          ¡Vasco bruto, meapilas!, y yo que pensaba que ya te habrías ido al cielo con tanto rosario y medalla bendita. Anda, dame un truja que hace cantidad de tiempo que no fumo.

Y se acercó hasta nosotros, con los brazos abiertos,  sonriendo como un niño. No debía tener más de veinte años.

Abrazándose a él, Miguel, que abultaba el doble, lo levantó en vilo, gritando:

-          Pequeñajo retorcido, hereje isabelino, que no te quieren ni en el infierno. Bebe lo que quieras –dijo, ofreciéndole la cantimplora- que tabaco no hay nada. Aunque tal vez…

-          Oiga, ¿usted no tendrá un cigarro para este amigo de Madrid?

Sin decir nada les ofrecí el paquete de Habanos que siempre llevo en el bolsillo.

-          Genial, ¡tabaco de señoritos! –exclamó el madrileño, añadiendo – no fumaba así de finolis desde el  55, cuando vinieron todos aquellos nuevos, tan guapos y bien alimentados. Hasta llevaban tabaco y coñá, parecían ricos. ¡Si es que las guerras ya no son lo que eran! ¿verdad Sevilla? –añadió golpeando en la espalda a un soldado regordete, con aire de simplón, que se encontraba a su lado con una baraja en la mano.

Sentados algo alejados de ellos, cuatro o cinco hombres vestidos de azul claro jugaban con unos dados.

-          Son artilleros; de estos siempre hay pocos  ya que a la menor señal de peligro los oficiales les hacen salir corriendo para no perder los cañones, -me comentó Miguel- con un tono algo despectivo, que denotaba, muy a las claras, la desconfianza con que los soldados de caballería miran a los artilleros.

Sin poder contenerme le pregunté:

-          ¿Cómo es posible que saludes al hombre que te mató, como a un amigo al que no ves hace tiempo?

Miguel me miró sin contestarme enseguida; sus ojos azules, profundos y acerados, se clavaron en los míos y, por primera vez, noté un destello de calor en ellos.

-          La vida es algo que quedó ya muy atrás, y con ella hemos aprendido a dejar todo aquello que nos hizo infelices y que contribuyó a hacer desgraciados a los demás. Sentimientos como el odio, el rencor y la venganza, destruyen a la persona y provocan  guerras, muerte y destrucción. Cuando muera usted desaparecerán todos sus malos sentimientos, que pertenecen al mundo de los vivos y, durante todo el sueño que sigue a la muerte, tendrá tiempo para aprender que el amor y la amistad son los dos valores más sólidos que existen; cuando muera será usted más sabio.

Su actitud, algo más amistosa que la mantenida hasta aquel momento, me animó a preguntarle aquello que me rondaba por la cabeza desde que escuché su extraña afirmación sobre los celtas.

-          ¿A qué se debe que podáis recuperar la vida durante una noche, y que aquellos hombres huraños y de pelos largos tengan la culpa de que estéis aquí?

Su voz tranquila y de tono cálido me contestó sin vacilar.

-          En realidad nosotros no recuperamos la vida, lo que sucede es que una parte de nosotros ha quedado atrapada en estas colinas. Sucedió hace mucho tiempo,  cuando pueblos celtas venidos del norte atravesaron estas montañas; traían con ellos el hierro, inexistente aquí, y los habitantes de las regiones que atravesaban no se les podían oponer. Cuando aquella tribu atravesó el río, por un vado existente al pie de éste monte, los brujos locales, que adoraban a la luna y al sol, intentaron por medio de un sortilegio desanimarlos y que se dieran la vuelta. No lo consiguieron,  y los celtas los mataron a todos aquí mismo; era una fría noche de plenilunio, coincidente con el solsticio de invierno. Una noche mágica en la que cualquier encantamiento tiene más fuerza. No se por qué les salieron mal, a aquellos primitivos sacerdotes paganos, los hechizos para echar a los celtas, pero cuando estaban siendo degollados maldijeron a sus asesinos y a todos aquellos que murieran en este monte, con el odio en el corazón y las armas en la mano. Y aquel embrujo si que les salió bien. Desde entonces, y comenzando por los celtas que murieron en la refriega que siguió a la escabechina de los brujos, cada vez que una batalla llena de sangre estos campos, lo que ha sucedido en muchas ocasiones, a los muertos se les impide el descanso eterno; y siempre que coincide el plenilunio con el solsticio de invierno, nos vemos obligados a volver al lugar donde nos mataron. No sabemos ni cómo ni cuándo acabará esto.

-          ¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? –le pregunté- pensando en todos aquellos cuentos de nuestras abuelas, en que los fantasmas y aparecidos volvían a sus tumbas una vez que el héroe de la historia realizaba alguna buena acción, o hacía decir misa, o alguna pamplina semejante.

-          Sí, -me repuso con un tono sarcástico que me heló el corazón- cuando vuelva usted la próxima vez, acuérdese de  traer más tabaco.

-          -¿Cómo sabes que volveré?-  le pregunté-, pensando que un sueño con segunda parte era algo inaudito.

-          Siempre que alguien nos ve, lo que no ha sucedido muchas veces, vuelve para quedarse con nosotros, y esa vez para siempre; y ahora beba un poco más de agua, que seguro se le ha quedado la boca seca.

Y dando por terminada la conversación me pasó la cantimplora, que parecía no vaciarse nunca.

Conforme avanzaba la noche y se bebía del agua de Sorgin Erreka, el ambiente se distendía y, llegó un momento en que los corros apartados se disolvieron formando un único grupo de personas que hablaban, jugaban, apostaban y gritaban, con vehemencia en una inmensa batahola. El barullo era terrible y aún sabiendo que todo era un sueño y por lo tanto ilógico cualquier razonamiento sobre él, no comprendía cómo ante aquel bullicio no se habían alarmado los habitantes de los caseríos cercanos.

Miguel se despistó en un  determinado momento y yo me encontré hablando con un soldado francés, de infantería de línea, que añoraba mucho su Midí natal.

-          Aquí casi siempre llueve, hace frío y la humedad te penetra en los huesos –se lamentaba el joven, que no tendría más de 18 años.

Yo debía haber bebido mucho, pues ya encontraba de lo más natural hablar con los muertos y que éstos se quejaran del frío y la humedad.

En realidad yo seguía creyendo “en el sueño de lucidez anormal”. Y este convencimiento fue, sin duda,  el que me indujo a intentar aprovechar aquella ficción, divirtiéndome y viviéndola al máximo. Así, jugué con unos soldados franceses a los dados, y hasta gané. Luego perdí con unos vecinos de Irún, muertos en las escaramuzas de  1522, y a los que pregunté, con curiosidad, sobre diversos detalles de la ciudad en aquella época. Se jugaba con dinero y no me sorprendió comprobar que mis pesetas de 1975 eran tan válidas como los maravedíes y escudos del siglo XVI, o los sestercios romanos.

Al rato volví a encontrar a Miguel, enredado en una discusión sobre caballos y arreos con un ulano napoleónico.

-          No se puede hablar de caballos con ésta gente –se lamentaba al volver conmigo-  siempre se termina alzando la voz; todo lo suyo es mejor,  ellos saben más que nadie y sus caballos son “la crème de la crème”. En realidad creo que piensan como equinos  y no precisamente del género que ellos quisieran.

Volvimos a beber y a hablar, a jugar y a beber…en un momento dado unas risas femeninas despertaron mi atención,  ya que hasta el momento había visto sólo a hombres.

-          ¿Es que hay mujeres también? -le pregunté a mi acompañante.

-          Sí –me contestó Miguel- hay unas cuantas de distintos tiempos. Estas que está escuchando usted, en concreto, son algunas de las rameras que acompañaban el batallón de Pepe. Venían desde Madrid y el día antes de la batalla, cuando envolvimos su retaguardia y nos hicimos con los bastimentos y los cañones,  lucharon como los hombres, muy valientes. A las que quedaron vivas las escondimos en una carreta, pero las encontró Oronoz, nuestro capitán, y el chantre las hizo fusilar al momento, para que no pervirtieran la moral de los soldados.  ¡Una lástima!  Ya me hubiera gustado a mí ser pervertido, sobre todo por “la moñitos” un monumento de mujer, que si encuentro te presentaré. Las fusilaron en una tapia cercana a la ermita; yo no quise estar, no me gusta ver morir a nadie,  y menos a una mujer.

Apoyados en el tronco de un árbol volvimos a beber de aquella cantimplora inagotable; la luz de la luna nos alcanzaba atravesando las desnudas ramas; algún búho ululó a lo lejos; una extraña serenidad me inundaba y cerré un momento los ojos…

Los dueños del bar que existe en lo alto del monte me encontraron aquella mañana; vagaba por el campo, empapado por la lluvia que caía de forma copiosa desde el amanecer, sin acordarme de por qué estaba allí, ni de dónde vivía o cuál era mi nombre; hallaron mi coche, sin batería y abierto, a poco más de un kilómetro de allí; estaba en una carretera que lleva hasta la cruz que corona la peña de Aldabe.

Estuve casi seis meses recluido en una clínica, siguiendo un complicado y costoso tratamiento. Los médicos, que no lograron encontrar ningún trastorno visible, afirmaron que el frío y la excitación que sufrí aquella noche, perdido en el monte, me produjeron un shock nervioso con pérdida parcial de memoria. Al cabo de aquel tiempo, y aparentemente restablecido, volví a mi casa en la ciudad.

Las pesadillas comenzaron al año de haber salido de la clínica; al principio eran unas visiones inconexas y poco definidas, pero que me producían un pánico manifiesto y extremo. Con el tiempo  el sueño, que era siempre el mismo, se hizo diáfano y comprensible, como si se tratara de una película. Siempre en el mismo orden, las mismas frases y situaciones, las mismas personas. Los médicos no sabían qué pensar; con los somníferos descansaba relativamente bien, pero estaba claro que no podía seguir tomando drogas toda la vida. Llegué hasta el hipnotismo para intentar eliminar las causas de aquella pesadilla.

Todo fue inútil; además estaba lo de la moneda. Cuando me recogieron en el campo, aquella lejana mañana de invierno de hace veinte años y, ante el estado de imbecilidad en el que me encontraba sumido, registraron mis bolsillos para buscar la documentación; dentro de mi cartera encontraron una curiosa moneda romana de la época de Augusto. Yo no supe explicar cómo había llegado allí y, achacándolo a mi pérdida de memoria lo olvidé, como un detalle curioso, pero sin importancia. Hasta que empezaron las pesadillas. A partir de aquel momento me fui dando cuenta de lo que aquella pequeña moneda de plata podía significar. Fue entonces cuando comencé a beber, no quería soñar y saber por qué estaba aquella moneda romana en mi cartera.

Por supuesto que volví al monte varias veces, con la intención de comprobar si mi mente reaccionaba viendo en la realidad todos aquellos sitios con los que soñaba al dormir. Pero no fue así. Los lugares eran los mismos; los árboles, las campas, los caminos, las piedras…pero por allí no había nada más, ni personas, salvo ocasionales paseantes, ni cosas que me hicieran reaccionar.

Me prometí no volver a contar a nadie más el sueño, e intentar olvidarlo, aunque fuera agarrado a la botella. Todas las personas tienen recuerdos que desearían suprimir de su mente, creer que no son ciertos, borrarlos de la existencia. Pero ahora me he visto obligado a escribirlo y espero que, a pesar de la niebla alcohólica que inunda mi memoria, lo haga de forma fidedigna.  Lo he soñado tantas veces que no creo tener ningún problema. Noche tras noche he vuelto a ver a Miguel, a Pepe, a Jean Jacques, el soldado francés del Midi; a los piqueros suizos, a los coraceros franceses y a los introvertidos celtas.

Es cierto que mientras que la mayoría de nuestros sueños no son más que vagos y fantásticos reflejos de situaciones vividas, existen otros que escapan a esta norma, sugiriendo posibles visiones de una existencia mental tan importante como la vida física, pero separada de ésta por una barrera infranqueable o casi infranqueable. A veces, cuando soñamos, perdemos la conciencia que nos ata a lo terreno y pasamos a una vida diferente e incorpórea, de la que únicamente permanecen, al despertar, los recuerdos más ligeros y confusos. Profundizando en esos recuerdos que, generalmente, son escasos y vagos, podemos deducir que en lo onírico, la vida, los sentidos y el tiempo no son necesariamente como los conocemos.

Como podéis comprobar he aprendido muchos de los sueños en estos años; he hablado con médicos, con psicoanalistas, hipnotizadores… charlatanes todos, y tal vez para nada.

Aún no he conseguido  saber si tan solo fue un sueño o una terrible realidad, pero estoy dispuesto a comprobarlo, porque ya no puedo continuar resistiendo la tortura en que se ha convertido mi vida. Mañana volverá a coincidir el solsticio de invierno con el plenilunio y volveré a subir al monte. Creo que es la única forma de no volverme loco. Desde que concebí esta idea, hace ya casi un año, he conseguido poner en orden todos mis pensamientos y estar mucho más tranquilo, al menos en apariencia. Los médicos creen que me he curado ya del todo y mis amigos y familia no pueden disimular su alegría, empañada tan sólo por mi afición al alcohol.

Sé que está bien lo que voy a hacer; es preciso enfrentarse a nuestros terrores y entonces éstos desaparecen. Por lo menos eso espero. Así podré volver a dormir tranquilo, sin necesidad de beber.

Es cierto que, a veces, tengo miedo de que la realidad sea otra. Me aterroriza pensar que, cuando mañana por la noche la luz de la luna me encuentre en las campas de Pokopandegi aparezcan, desde detrás de los árboles, viniendo por los caminos o bajando las resbaladizas laderas, los mismos soldados antiguos de mi sueño. No quiero ver a los legionarios franquistas enterrados en Illargi Argia.  No quiero encontrarme con Miguel y convencerme de que todo lo soñado, y que yo os he escrito es cierto, o de que estoy verdaderamente perturbado y sin solución, lo que tal vez sea menos inquietante para todos.

Dos días después “El Diario Vasco” en su página de Irún publicaba la siguiente noticia:

Hallado el cadáver de un hombre en el monte San Marcial

Ayer por la mañana, cuando Juan M. Arregi se dirigía con su tractor hacia el bosque de Illargigoikoa, cercano al monte San Marcial, para realizar una saca de árboles, encontró tendido en el camino el cuerpo sin vida de J.I.Z. de 55 años de edad, soltero y vecino de Irún.

Alrededor del cuerpo, que no presentaba señales externas de violencia, se hallaron cinco cartones de tabaco, marca Habanos, vacíos. Las cajetillas y las colillas se encontraron diseminadas por toda la campa en la que no había más huellas que las del fallecido. Como detalle a tener en cuenta y en el que la policía está basando parte de su investigación para intentar esclarecer el caso, es preciso añadir que el muerto tenía en uno de sus bolsillos una amplia muestra de monedas antiguas, entre las que se encontraban algunas medievales y romanas de gran valor, sobre todo por su sorprendente estado de conservación. Se está a la espera de la autopsia para saber si la muerte sobrevino por causas naturales. El fallecido, persona muy conocida en Irún, había sufrido una larga enfermedad mental de la que parecía ya recuperado. La policía sospecha de la existencia de otro grupo de personas junto al fallecido, a las que se está intentando encontrar, ya que considera imposible que una persona pueda fumarse 1000 cigarrillos en una sola noche.



Eduardo Lizarraga

Hondarribia, 20 de agosto de 2012




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