Los
golpes, blandos y acuosos, resuenan a lo largo de la ribera rompiendo la calma
de la mañana. Un hombre, con los pantalones subidos hasta las rodillas y los
pies descalzos, hunde una y otra vez su azada en el lodo negro de la orilla.
Después de cada golpe, rebusca entre la tierra removida, depositando el
producto de su trabajo en un pequeño bote que mantiene a su lado. A sus
espaldas el Bidasoa lame, en manso reflujo, las piedras de la isla de los
Faisanes, y los juncales de la otra orilla, en Irukanala, se mecen adormecidos
con la brisa de la mañana.
Hace ya
un buen rato que el amanecer ha encontrado a Joshemi dirigiéndose, a fuerza de
remos, hasta la orilla del río, cuando la sirena de la cercana fábrica de
cerillas rompe el silencio neblinoso, llamando a los trabajadores a su quehacer
diario.
Levantando
la cabeza y secándose el sudor de la frente con la manga, Joshemi piensa, a la
vez que se echa la boina hacia atrás, en un gesto familiar para los que le
conocen.
-
Las ocho ya; enseguida comenzará a subir la marea, será mejor que me
de prisa si quiero estar a la punta.
Una
ojeada al bote de hojalata le muestra un rojo revoltijo ondulante de zizaris,
que se debate entre algunas algas arrancadas a las piedras de la orilla.
-
Muchas no hay, se lamenta en voz alta.
Pero
decidido a pesar de todo, sale trabajosamente del agujero en el que se ha ido
hundiendo poco a poco y se dirige, con pasos inseguros, a través de la fangosa
ribera hacia el camino de piedras que corre paralelo al río.
Tras
lavarse los pies, negros por el espeso légamo de la ribera, en un charco dejado
por la bajamar, se encamina hacia el pequeño embarcadero donde tiene amarrada
la lancha. Una vez soltado el cabo se dirige, sin esfuerzo aparente y ayudado
por la marea, hasta el centro del río para aprovechar la corriente. Su rostro
anguloso, bronceado, curtido por la intemperie y mal afeitado, no
refleja emoción alguna, pero sus ojos, oscuros y brillantes se mueven con
rapidez, como si algo les preocupase.
Joshemi
tiene ya treinta y cinco años y puede decirse que no se le conoce profesión
alguna. En 1945, tras terminar la guerra en Europa-de eso hace ya ocho años-
volvió a España para ser internado durante tres años en el campo de
concentración de Miranda del Ebro. Cuando le dejaron marchar intentó colocarse,
como obrero portuario, en el puerto de Pasajes, pero la falta de un fiador y la
existencia de una ficha que afirmaba que había luchado “con los del otro lado”
–Joshemi había sido gudari y combatido bravamente, a pesar de su juventud, en
el cerco de Bilbao- hicieron vanos sus esfuerzos.
Sin preocuparse demasiado volvió sus ojos hacia
la mar, de la que desde pequeño había sabido sacar lo necesario para ir
tirando, y con el dinero que le prestó una de sus hermanas, casada con un rico
casero de Jaizubía, se hizo con una lancha hermosa y muy marinera, a la que
pintó de verde con una raya blanca y puso por nombre Zapatari.
Desde
entonces el tiempo ha pasado muy rápido para Joshemi. Toda su riqueza se reduce
a una pequeña casa de ladrillo que le dejara su padre al morir, enfoscada en
blanco, y levantada en la ribera de Txiplao, la Zapatari y su habilidad como
pescador.
La
tranquilidad en su vida ha sido absoluta durante todos estos años, lenta y
constante, como el discurrir del río. Y sin embargo, Joshemi, que no tiene más
rarezas como él mismo reconoce alegremente, que hablar en voz alta consigo
mismo cuando está sólo –cuando alguien pasa mucho tiempo en soledad es necesario
escuchar alguna voz, justifica riendo-, lleva una temporada preocupado.
Cuando
la Zapatari pasa por debajo de los puentes internacionales, Joshemi no hace más
que darle vueltas a la conversación que semanas atrás mantuvo con su hermana
Junkaltxo, la mayor. La última frase que ella le dijera resonaba con fuerza,
una y otra vez, dentro de su cabeza.
-
¡Si quieres a la Marijoshe tendrás que buscarte un trabajo decente y
no andar todo el día por ahí sin hacer nada, como un vago!
Como si
pescar no fuera un trabajo decente, se dice Joshemi, mientras espera atento el
instante en que la torre rocosa de la iglesia hondarribitarra se asome por
encima de la casa de ventanas verdes. En ese momento, y tras un rápido vistazo a la boya que marca
la margen derecha del canal para asegurar la situación, deja caer por la popa
una de las piedras que amarrada a un cabo, hace las veces de ancla. Cuando la
Zapatari se detiene, arroja otro igual por la proa, para que la marea, a punto
de empezar a subir, no gire la embarcación.
Tras
ajustar ambos fondeos y quedar satisfecho con la posición de la Zapatari,
Joshemi comienza a cebar aparejos y a echarlos por babor y estribor. Pronto
empieza a llenar la cesta con berberiñas –no en vano la poza sobre la que se ha
fondeado es uno de los mejores txokos que conoce- que tras ser desescamadas por
las manos hábiles del pescador, toman el color rojo sangre que las hace
distinguirse, sin lugar a dudas, de otros pescados.
Mientras
los peces pican, Joshemi sigue dándole
vueltas al problema que se le ha venido encima, casi sin darse cuenta.
Todo comenzó unos meses atrás cuando Junkaltxo, que siempre estaba criticando
su soltería, -esas no son maneras de que viva un hombre, afirmaba-, le presentó
a una amiga suya de Hondarribia, joven viuda que hacía cinco años había perdido
a su marido, arrantzale del Beti Gure Ama, arrastrado por un temporal frente a las costas
de Bizkaia. La relación había ido rápida y después de vérseles algunas tardes
en los bailes que jueves y domingos se celebraban en la vecina Irún, o paseando
por la marina hondarribitarra, comenzó a hablarse de noviazgo y hasta de boda.
Marijoshe,
que había enviudado a los dos meses de casada, era una guapa chica, morena y
alegre, a la que no habían faltado pretendientes en los últimos tiempos. Pero
ella, por alguna razón especial, se había fijado en Joshemi y con la habilidad
propia de su sexo y ayudada por Junkal, hermana mayor del novio, no había
tardado mucho en conseguir sus propósitos.
Pasadas
dos horas de la punta de marea y con la cesta ya casi llenas de berberinas y
algunas zabaluas, Joshemi, continuaba dándole vueltas a la misma cuestión.
Pronto los peces dejan de picar y el pescador, comprendiendo que el buen
momento ha pasado, recoge los aparejos para cambiar de sitio.
-
Hoy que es viernes, ya me haría falta alguna dorada para llevar al
asador –exclama pensativo.
Y tras
recoger los fondeos y situarse cerca de la orilla, pues el flujo se deja sentir
con ímpetu, se dirige, no sin esfuerzo, hacia la herriko punta, donde, por la
gran abundancia de mejillones, siempre entra alguna buena pieza de las que iba
a buscar.
Tras
fondear en el lugar que le parece más adecuado, para la hora de marea que
lleva, saca, del bolsillo de su amplio pantalón de sarga azul, una boina vieja
atada con una goma. De su interior y tras titubear un poco agarra un hermoso
karramarro verde y limpio, de esos que abundan entre los canales de Santiago
Aurrea y tras quitarle una de las pinzas, con las que el animal intentaba por
todos los medios defenderse, le pone el
anzuelo con una técnica ya depurada por la costumbre. Tras repetir la operación con tres aparejos
más, se dispone a esperar sentado en la tosta de proa.
En el
horizonte, el monte Jaizkibel se cubre con una negra nube y el viento, hasta
ese momento casi imperceptible, comienza a levantar pequeñas ondas en la bahía.
-
Parece que se va a estropear el tiempo, mejor para que esta noche
entre la angula – piensa Joshemi.
Unos
tirones bruscos en uno de los aparejos le indican que algún pez ha entrado al
cebo. Con habilidad y sin apresurarse, pues el pescado debe ser grande, el
hombre aguanta los primeros envites y
tras cansar a su presa la lleva hasta la lancha. Una vez cerca y ayudándose de
un salabardo saca del agua una dorada de unos tres kilos de peso. Apenas diez
minutos después una segunda dorada, algo más pequeña, cae en las manos del
pescador. Para ese momento, la lluvia,
fina y persistente, empapa ya la cabeza de Joshemi, y escurriendo por la cara
gotea desde su barbilla. A la vez, y a pesar de que la primavera está ya
cercana, difumina los contornos de la bahía sumiéndola en el tranquilo letargo
de un día invernal.
-
Bueno, ya es bastante por hoy y además tengo que hablar con Patxiku,
recuerda el dueño de la Zapatari.
Recoger
los aparejos y levantar el fondeo le lleva apenas cinco minutos, tras los que,
empuñando los remos se dirige al canal que conduce al Puerto Viejo. Ahora la
marea le es favorable y la Zapatari se mueve con agilidad, deslizándose sobre
las verdosas aguas de la ría del Bidasoa. La lluvia continúa cayendo con
insistencia y algunas gotas que resbalan por el cabello empapado, penetran por
el cuello del pescador, mal protegido con una vieja chaqueta de grueso paño
azul.
-
Tenía que haber traído el sueste –se riñe a sí mismo Joshemi- ya se
veía ayer que hoy podría llover.
El
Puerto Viejo, una pequeña bahía resguardada de vientos y temporales, está lleno
de barcas amarradas allí por sus dueños para pasar el invierno. Casi un
centenar de embarcaciones, parecidas a la Zapatari y pintadas de todos los
colores, se balancean agarradas a unos palos clavados en el suelo fangoso. Al
fondo, recortándose contra el muro de la fábrica de conservas, tres o cuatro
barcos grandes, amarrados entre si, esperan la llegada de la anchoa, con la
primavera, para salir a faenar.
El
espectáculo, alegre y multicolor en los días de sol, se vuelve melancólico y
monocromático con la niebla y la lluvia. Diríase una antigua fotografía en blanco
y negro, con los colores ya ajados por el tiempo.
Tras
amarrar la embarcación concienzudamente por proa y por popa a sus palos –si
amarrar bien, dormir tranquilo, dice siempre- Joshemi alcanza la cercana
orilla, por medio de una frágil pasarela confeccionada con viejos tablones.
Lleva consigo el cebo sobrante y la cesta con el pescado. Saluda con un breve
ademán de la cabeza a Beñardo –hoy no tiene tiempo de hablar- un viejo pescador
al que la edad y el reúma ya no dejan salir a la mar y que pasa sus últimos
días, con los ojos llenos de salitre y lágrimas, contemplando la bahía en la que
ha pasado toda su existencia. Se encamina con paso rápido a casa de Eusebita,
la pescatera que le compra la pesca y que paga puntual –aunque con cicatería-
todas las semanas.
El
barrio de la Magdalena, con sus casa pequeñas en verde, rojo y azul, con
balcones de madera adornados con macetas de colores, rezuma agua desde todos
sus tejados. Bajo la lluvia, protegiéndose como puede entre los estrechos
aleros y evitando los chorros de los canalones, Joshemi llega hasta un oscuro
portal; allí, y tras dar unos golpes con el aldabón de la puerta entreabierta,
espera en el zaguán. Eusebita, una mujerona ya madura, baja al poco por la
estrecha escalera de madera, blanquecina por miles de concienzudos lavados con
lejía. Un pesado y usado cesto se balancea en su mano izquierda.
-
¿Qué tal Joshemi? Y sin esperar respuesta abre la cesta del pescador
para coger los peces. Son algo pequeños –se queja Eusebita al ver los peces,
como siempre- pero ya haremos. Y mientras habla los va colocando en su cesto.
-
Dale las doradas a Rosario, la del asador, que siempre me pide para el
fin de semana, cuando vienen los médicos, esos de san Sebastián, -le aclara
Joshemi.
-
Ya veremos –le contesta Eusebita- que con esta lluvia igual no tiene
gente. Bueno –prosiguió la pescatera- el
lunes tendré un buen dinero para darte, que esta semana ya has hecho.
-
Sí –afirmó Joshemi- y mejor haré si la angula entra esta noche.
-
Buen tiempo ya tienes, y si la marea acompaña ya sacarás unas pesetas
–estima Eusebita- un poco molesta porque las angulas no pasan por sus manos.
¿Irás con Patxiku como la última vez?
-
A buscarle voy ahora –contesta Joshemi ya despidiéndose- bueno, adiós.
-
Hasta luego sí, y buena noche, le deseó Eusebita, con el pescado en la
cesta, mientras sube trabajosamente la escalera que se queja con profundos
gemidos.
Por la
calle Santiago, enfila Joshe Mari hacia la alameda, al otro lado de la ciudad
vieja. La muralla, alta y negra, moteada de verde por el musgo y los helechos,
no ciñe ya la ciudad como en tiempos pasados. Las guerras, el tiempo y sobre
todo las nuevas necesidades urbanísticas, la han hecho desparecer en numerosos
tramos, formando ya parte sus piedras de numerosas casas. Cuando pasa por
delante de la gigantesca brecha abierta por las minas del duque de Berwick, la
lluvia ha parado ya casi por completo. Bordeando el regato, lleno de agua por
efecto de la pleamar, llega a su casa –Kaiola Txiki- blanca, pequeña, cubierta
con teja roja y con contraventanas verdes y siempre abiertas. Nada más entrar,
Kabi, un pequeño gato atigrado, se frota contra sus piernas a la vez que maúlla
quedamente.
La
cesta queda colgada del techo, a la entrada, y el cebo sobrante y las zabaluas
pasan a la fresquera, que se abre bajo una alacena de la cocina. A
continuación, Joshemi vuelve a salir para hablar con su amigo Patxiku, que vive
a poco más de cincuenta metros, al otro lado de la huerta.
Allí está el hombre, bregando con la ortzikua bajo la lluvia
que vuelve a caer; bajo y fuerte, con el cuello grueso y corto como el de un
toro, y la cara enrojecida por el vino y el trabajo, remueve la tierra
preparándola para la próxima siembra.
-
Hola Patxiku –le saluda Joshemi- ¿trabajando ya para las vainas?
-
Pues sí, a ver si este año pongo más varas que el pasado quedé corto
–le contesta el vecino. Para de seguido preguntar. -¿y esta noche ya habrá
angulas?
-
Eso espero, buen tiempo y marea ya tenemos. A las ocho, después de
cenar, te vendré a buscar. Y ya hablaremos, que quiero comentarte algo.
-
Hasta las ocho pues, Joshemi. –se despide Patxiku.
Con la
luna llena oculta por las nubes y empapados por la fina llovizna, que desde
primeras horas de la tarde ha vuelto a caer sin tregua, los dos amigos bogan ya
en la Zapatari, apenas dadas las nueve en el reloj de la iglesia de
Hondarribia. Con los faroles de petróleo
en la proa y la manga angulera enrollada en sus palos, se dirigen, con
la marea ya a favor, río arriba.
Patxiku,
el ocasional compañero de Joshemi para todo aquello que le permita ganar unas
pesetas, trabaja en Irún, en un almacén de vinos. El escaso dinero que gana con
el almacenista y los cinco hijos que le esperan en casa –dos de los siete que
tiene ya han decidido ver mundo- le han convertido en un especialista de la
chapuza y de los trabajos ocasionales. Lo mismo hace unos remos por encargo, o
pinta una fachada que, aunque muy ocasionalmente, hace algo de contrabando,
también por encargo –rodamientos, interruptores y cosas de esas- aclara
siempre.
Con
Joshemi tiene amistad de largo, conoció mucho a su padre y le quiere como a un
hermano pequeño. Juntos suelen ir, dependiendo de la temporada, a por angulas,
más arriba de los puentes; a echar unas nasas o una treza bajo las faldas de
Jaizkibel; o a por el begi-aundi cuando entra en la bahía de Txingudi. Al
principio se lo pedía Joshemi, que como no sabe nadar, no le hace mucha gracia
salir solo fuera de la ría. Luego ya se fueron acostumbrando a salir juntos y a
compartir, tanto el producto de la pesca, como sus afanes diarios.
Playaundi
es una masa negra y difusa, con sus contornos confundidos por la humedad y la
noche; un tren pasa, con las luces encendidas y muy despacio, cuando discurren
bajo los puentes. Ya les cuesta algo más bogar, pues se han adelantado al agua
de la marea y el río baja aún con la fuerza del invierno. Sin embargo, en
silencio y empuñando un remo cada uno, pronto pasan de largo el barrio de
Santiago, con sus casas oscuras asomadas al río, y llegan a un punto con no
mucha profundidad y que les parece idóneo para hacer la primera calada.
Con la
Zapatari fondeada a escasos metros de la orilla de Irukanala, frente a Osinbiribil,
encienden los faroles y los suspenden, por medio de unas varas, encima del
agua, negra y tranquila. Luego, tras desenrollar con sumo cuidado la manga, la
sumergen bajo las luces. A lo lejos, las campanas de la iglesia del Junkal dan
las diez de la noche. Es aún un poco pronto para que la angula, arrastrada por
el flujo de la marea, haya llegado hasta allí. Dos cigarrillos, encendidos con
trabajo por la llovizna, y mantenidos secos en el hueco de las manos, ayudan a pasar el tiempo y animan la
conversación, interrumpida un rato largo por el esfuerzo del remo.
-
Oye Patxiku, ¿a ti te gusta trabajar en el almacén? –le pregunta
Joshemi repentinamente, con aire preocupado.
Sorprendido
por la pregunta, Patxiku mira con atención a su compañero, cuyo rostro apenas
se adivina tras la brasa del cigarrillo. Y le contesta a su vez, como es
costumbre en él, preguntando.
-
¿Y por qué dices eso?
-
Es que me ha dicho Junkaltxo que tengo que buscar un trabajo y no
andar por ahí haciendo el vago –le explica Joshemi sin extenderse demasiado.
-
Ya –contesta enfadado Patxiku- ¡como si vivieras de la parroquia! ¿y
por qué te dice eso Junkaltxo en lugar de preocuparse de lo que tiene que dar
de comer al gordo de su marido?
-
Por lo de la Marijoshe –replica Joshemi, pesaroso, como si estuviera
confesando algo malo.
-
Pues si que parece que va en serio la cosa ¿no? –pregunta sorprendido
Patxiku, y añade con extrañeza –si apenas hace seis meses que os presentó la
lianta de tu hermana.
Antes
de que puedan seguir con la conversación un movimiento en las aguas, bajo los
faroles, atrae su atención. Con cuidado, y cada uno desde uno de los lados, levantan la manga. En
su interior, unos cuantos puñados de angulas se deslizan intentando escapar.
-
Parece que ya están entrando, ¡y aún queda mucha marea! –exclama
alegremente Patxiku.
Con
mucha delicadeza depositan las angulas en un saco de tela que cuelga por la
borda en la amura opuesta. A continuación vuelven a sumergir la manga.
A lo
lejos, unos chapoteos en el agua, les indican que algunas lubinas también
aprovechan la noche para alimentarse, de angulas o de korrokones.
Joshemi,
que tiene ganas de seguir con la conversación interrumpida, vuelve a preguntar
a su amigo.
-
¿Crees que podré encontrar algún trabajo en Irún, de esos que dicen
serios y así tener, como todo el mundo, un jornal asegurado?
-
Mira Joshemi, lo que tienes que decidir es si quieres a esa chica lo
suficiente para cambiar tu vida del todo. Tener una familia no es fácil, y eso
yo te lo puedo asegurar muy bien. Te comprometes para siempre ¿sabes? Y eso no
es malo, todo lo contrario, puede ser lo mejor de la vida. Pero es preciso que
encuentres una buena compañera para ese viaje que no tiene apeaderos. De lo
contrario puede convertirse en lo peor. Y entonces querrás volver a tu vida
anterior y eso, por desgracia, ya no será posible. Yo reconozco que Rosa, mi
mujer, fue lo mejor que me pudo suceder. Yo casé muy joven, a tu edad ya tenía
seis hijos, y el otro, el que fue el último, en camino. Desde que conocí a Rosa
se acabaron los bares, los bailes, las peleas… yo fui muy peleón de joven,
hasta en Oyarzun me conocían de oídas… Pero cambié, y pasé de ser un
txotxolo a ser un hombre. Tuve mucha
suerte, una mujer así no se encuentra todos los días. Veinte años de
matrimonio, y no te digo que no tuviéramos nuestras discusiones, que siempre
las hay. Rosa tenía mucho carácter y era algo mandona, pero nos quisimos mucho,
estábamos muy unidos e íbamos juntos a todas partes. Y bien que lo pagué luego,
desde que Rosa murió me he sentido muy
solo algunas veces, y eso que todavía tengo en la casa a cinco hijos, y que,
como ya sabes, el jornal no llega, y como siempre tengo que andar haciendo
chapucillas, no tengo tiempo para pensar demasiado.
Los dos
hombres hablan sentados en las tostas de la Zapatari, uno frente al otro, en
voz baja y mirándose con gravedad a la cara, alumbrados apenas por la luz de
los faroles.
Joshemi
asiente y calla.
Media
docena de veces más alzan la manga y las angulas van pasando al saco de tela
sumergido en el agua. Al poco de que el reloj de la iglesia diera las doce de
la noche deciden cambiar de sitio, llegándose frente al trinquete de Behobia,
en unos bajos que hace el río. Allí, bajo el insistente sirimiri deciden continuar con la pesca y con la conversación.
Patxiku,
con los ojos húmedos por la lluvia y por los recuerdos, cuenta muchas cosas a
Joshemi. Le habla de todos esos pequeños motivos que forman la vida, de las
alegrías, las penas y la esperanza, siempre la esperanza. Con el corazón
orgulloso le habla de los hijos, sobre todo de los ausentes, que sin fallar
nunca le escriben todos los meses. Y de la chica, la única que tuvieron,
Itxaropen le puso Rosa, que nunca perdió la esperanza de tener otra mujer en
casa.
-
Ahora anda de novia con un chico de Irún, que estudia en la Salle y
quiere ser ingeniero –explica contento Patxiku- Ya sé que algunos me critican
por dejarle andar así, ¡tan joven! , dicen.
Pero, digo yo, que la madre ya estaba casada a su edad, y fue feliz. Lo
más importante es que a mi me parece que el chico la quiere. ¡Si supieras lo difícil
que es ser padre y madre a la vez! Supongo que como para ella tener a su edad una casa con tantos hombres que
cuidar.
Ha
dejado de llover; la luna asoma de vez en cuando entre jirones de nubes; en la
orilla, entre reflejos de plata ondulantes, dos gabarras duermen acariciadas
por el río y la marea. Cada vez son menos las que se ven navegando por el
estuario, subiendo y bajando con su carga, por lo general piedras o arena para
la construcción. El transporte por carretera las arrincona sin misericordia y
algunas de ellas, las más grandes, ya
duermen el sueño eterno en los arenales de Playaundi o en la ría de Amute,
mezclando sus maderas, negras por la brea y podridas por los años, con la arena
y el barro, con el agua del río que les dio la vida. Es toda una cultura la que
muere con ellas. Durante muchos años cumplieron leal y constantemente con su
trabajo, trasportando gente y mercancías
por todo el estuario, y río arriba, casi hasta Endarlaza, donde llegaban con
las mareas vivas de septiembre. Crearon una profesión, una forma de vivir y una
imagen, la del gabarrero con su pértiga. Ahora las prisas y el motor las hacen
desaparecer, y sólo la literatura les empieza a prestar atención, la atención
que se concede a lo hermoso que desaparece.
El
lejano reloj da las campanadas de las dos de la mañana. Por última vez los
pescadores deciden cambiar de sitio para aprovechar la pleamar. Luego,
aprovechando el reflujo, se dejarán llevar
por el río de vuelta al Puerto Viejo. La pesca ha sido buena, mejor de lo esperado; el saco de tela está
casi lleno y eso compensa con creces las cinco horas de lluvia y frío. Ahora, ambos
permanecen silenciosos, ensimismados en sus pensamientos, todos con nombre de
mujer.
Bogando
con calma, Patxiku y Joshemi llevan la Zapatari hasta uno de los canales que
entran en la isla de Santiago Aurrea. Es el lugar preferido por Joshemi en la
pleamar. La escasa profundidad del canal, a pesar de la hora de marea, y su
estrechez, les obliga a maniobrar con dificultad. Tras llenar de petróleo ambos
faroles, que ya comenzaban a flaquear, arrojan la manga de nuevo y esperan pacientemente a que la angula
entre.
Al
poco, un perro, de vigilancia en alguna de las bordas donde los casheros
guardan los aperos, comienza a ladrar al otro lado de los carrizos, rompiendo
el profundo silencio de la noche. Un poco más allá otro le contesta, y en poco
tiempo la algarabía es general.
Aquello
sólo puede significar que alguien anda por la isla a unas horas poco
habituales. Como a las tres de la mañana y en una noche como ésta, sólo pueden
ser contrabandistas o carabineros, los dos amigos deciden con un simple gesto
que ya es hora de irse. Ninguna de las dos posibilidades les resulta grata.
Recogen la manga, apagan los faroles y en silencio, y usando uno de los remos
como pértiga, salen del canal. A fuerza de remos ya y manteniéndose lo más
posible en el centro de la corriente, descienden hacia el mar. La luna ha
vuelto a ocultarse entre las nubes, pero sobre la curva que hace el río, más
allá de la calle Santiago, pueden vislumbrarse, algo atenuadas por la niebla
marina, las luces del puente fronterizo.
El
silencio de la noche sólo se rompe con el leve golpear de los remos en el agua
oscura. Al poco de pasar por delante de la garita del carabinero de Playaundi,
casi frente a la luz que marca la entrada a Puerto Kaneta, perciben el lejano ruido de un motor que se
acerca.
-
Parece el falucho de vigilancia –susurra Patxiku, que no es la primera
vez que lo escucha por la noche- será
mejor que peguemos a la Zapatari al casco de esa gabarra para que no nos vean.
Cuidando
de no hacer ruido con los remos se acercan a la orilla y dan la vuelta a los
restos de una gran gabarra de carga sumergida a medias en el agua. Tras ella,
atisban hacia dónde se escucha el ruido del motor, hasta que surgiendo de la
negrura, un pequeño falucho, con cuatro o cinco tripulantes pasa ante ellos
remontando la corriente del reflujo.
Alejado
el peligro, nunca se sabe lo que puede traer un encuentro de estas
características, Patxiku le dice a
Joshemi, con un tono socarrón que contrasta con el anterior:
-
Para esos pescar algo, ya tenían que haber estado antes allá arriba,
donde las angulas, y no por aquí, paseando como veraneantes de dinero.
-
Pues si nos llegan a ver, unos buenos kilos de angulas ya hubieran
pescado, ya, -replica Joshemi que por un momento había temido en quedarse, como
poco, sin el producto de su trabajo.
Ya más
tranquilos enfilan de nuevo hacia la corriente, y sin ningún otro tropiezo llegan
al poco al Puerto Viejo, de dónde habían salido más de seis horas antes.
Tras
amarrar la Zapatari a sus palos toman el camino hacia casa, satisfechos por el
resultado de la noche, pero no sin que antes Patxiku riñera a Joshemi por el
estado en que se encuentra la pasarela.
-
Como no arregles esas tablas cualquier día terminas en el agua, ¡con
el miedo que te da!
Las
angulas quedan en la bolsa –mejor vivero imposible afirma Joshe Mari- colgando
por la borda de la embarcación. Ya se encargará Tomás, uno de los hijos de
Patxiku, de recogerlas a mediodía y llevarlas a Ramón, el angulero, un vejete
gallego, jubilado forzoso después de la guerra del cuerpo de carabineros, y que
a pesar de los años pasados desde que saliera de su Lugo natal, apenas se le
entiende nada cuando habla, de cerrado que tiene el acento; hasta cinco pesetas el kilo paga, y presume
así de tener ¡las mejores angulas del Bidasoa!
Al
despedirse, en el extremo de la cerca que separa sus viviendas, Patxiku,
tomando a Joshemi por el brazo y apretando con fuerza le dice, con el tono
grave con el que nos hablan a veces los amigos de verdad:
-
Piénsalo bien y si crees que la quieres de verdad, no lo dudes,
adelante. Yo te ayudaré en todo lo que pueda.
Y sin más palabras, pues ya está todo dicho, ambos
amigos se separaron. El cielo se ha limpiado de nubes y la luz de la luna, cálida
y maternal, inunda los campos creando con los árboles y setos un cambiante
espectáculo de claroscuros, bello y tranquilizador, que induce al sosiego y al
sueño.
Han
pasado más de dos semanas desde aquella noche de angulas y confidencias. Todos
sigue igual, al menos en apariencia, porque Joshemi, que continúa con su vida
habitual de pescador en la bahía, no ha dejado de darle vueltas a todo aquello
que hablara con Patxiku, y parece que, aunque no ha vuelto a comentar nada más,
está encontrando los motivos para tomar una decisión.
Busca a
su amigo y habla con él. Al día siguiente, vestido Joshemi con su ropa de los
domingos, marchan juntos a Irún para hacer algunas visitas.
El día
uno de abril –nunca se le olvidará a Joshemi la fecha- con mareas vivas de cero
y la erla pegando con fuerza en todo el arenal, la sirena de la fábrica de
cerillas suena con insistencia avisando a Joshemi que ya son las ocho de la
mañana. Pero esta vez no hay marea de la que preocuparse, ni fango que
limpiarse de los pies antes de ponerse las alpargatas; Joshemi entra, junto con
el resto de sus nuevos compañeros, por la puerta de la fábrica, la que linda
con la regata de Artía.
Han
pasado los años y Joshemi todas las
mañanas, poco antes de que suene la sirena de la fábrica anunciando la hora de
comenzar el trabajo, todavía mira con nostalgia el río. Se fija en las mareas
que suben y bajan, en el color del agua verdoso o amarronado, en la fuerza de
la corriente y recuerda…recuerda cuando él era parte de ese paisaje, que ahora
contempla desde una ventana rodeado de embalajes para cajas de cerillas. A
veces le inunda una cierta sensación de añoranza por la libertad perdida, por
la brisa marina en la cara, por el sabor del salitre en los labios, por el
desconocimiento de lo que deparará el día…Pero es tan sólo un momento, luego
cuando llega a casa, y encuentra a Marijoshe, que ha engordado un poco.
-
¡Qué hermosa te estás poniendo! -le piropea Patxiku cuando la ve para
hacerle rabiar- ahora si que estás guapa y no como antes de conocer a éste, que
parecías el palo de una escoba.
Marijoshe,
que ya no se deja aquella trenza negra que tanto gustaba a Joshemi, -son cosas de soltera le dice entre enfadada
y divertida cuando le pregunta por ella-
pero que está más guapa que nunca, sobre todo cuando riñe a los tres pequeños
que se pasan el día corriendo por ahí.
Marijoshe que hace que todo lo anterior a
aquel uno de abril desaparezca como si nunca hubiera existido.
La
Zapatari también ha cambiado, ahora tiene un motor Ditter de nueve caballos en
crujía, y está mejor cuidada que nunca antes lo estuvo. Incluso tiene un toldo
para protegerse durante el invierno. Lo que hace exclamar entre bromas a
Marijoshe, cuando vienen Junkaltxo y sus amigas:
-
No se lo que pensar de éste hombre que tengo en casa, cuida a su barca
más que a mí.
La
vieja lancha, que continúa siendo verde con una raya blanca, se queja de que
sale poco, pero ¡qué orgullosa petardea! entre las otras embarcaciones…potom,
potom, potom…con su motor nuevo, cuando los domingos sale con Joshemi, y
cargada de niños que quieren aprender a pescar.
Eduardo
Lizarraga
Hondarribia,
12 de agosto de 2012
Muy bueno ,me a encatado leerlo y saber y conocer muchas cosas y sitios de los que hablas.
ResponderEliminarZigor(nere ametsa)
Precioso relato. Eres un magnifico narrador.
ResponderEliminarMuchas gracias y un saludo
buen relato gran narrador m a gustado
ResponderEliminarricachon