La mirada
eterna
Le habían
dicho a mi padre, el duque de Mirabello, que el artista estaba entre los
mejores de toda Italia; que daba a todos sus trabajos una belleza especial; que
captaba el espíritu de las personas. Aunque viéndole no inspiraba la menor confianza,
viejo, zarrapastroso y picado de viruelas, no parecía capaz de transmitir
belleza a nada de lo que hiciera. Pero era verdad lo que decían. Cuando vi el
cuadro terminado, comprendí que algo mío había quedado atrapado para siempre en
su interior, que lo que estaba viendo era parte de mí misma, de Marcela de
Mirabello; como el reflejo de un espejo, pero más profundo. Que mis dieciocho
años vivirían para siempre, y que mis profundos ojos lo verían todo desde el
cuadro.
¿Qué cómo
se llamaba el pintor? Ni lo sabía ni me interesaba.
Desde Italia
el cuadro viajó hacia la Picardía, en un largo camino a través de los Alpes y
el Franco Condado. La respuesta, que llegó pasada la primavera, fue afirmativa.
Y al igual que hiciera el cuadro, aunque esta vez con una buena escolta de
hombres de armas, atravesé los Alpes y llegué a la costa atlántica
francesa cuando el verano tocaba a su
fin; en aquel quinto año del siglo XVI. Me esperaba mi futuro marido, el conde Jacques
de La Palisse, con quien mi padre había concertado un enlace que pretendía
asegurar la posición de nuestra familia en el norte de Italia, como aliados de
Francia y de sus posesiones en el
Milanesado, frente al creciente poder de Aragón y los Colonna, que apoyaban a
los Sforza.
No recuerdo
muchos detalles de la boda, aunque como cualquier suceso cortesano de esa
índole debió ser magnífica. Todo se me pasó como en un suspiro. Pero aún queda
en mi memoria que mi cuadro, el que había cautivado al que ya era mi esposo,
había presidido, desde un lugar de honor, el banquete de bodas, viéndolo todo
con sus ojos curiosos. Y todos los que lo miraban veían que yo estaba allí, que
había vida dentro de aquella imagen y hablaban de mi belleza y juventud.
La vida en
aquella apartada región de Francia era tediosa y fría; echaba mucho de menos la
alegría y la luz de Italia, el azul del cielo y el sol en todas las estaciones.
Sobre todo el sol, que a veces desaparecía semanas enteras y tal sólo una luz
mortecina y grisácea permitía saber si era de día o de noche. Jacques, mi
marido, fue nombrado Mariscal de Francia por el rey Francisco I, y marchó de
nuevo a las guerras de Italia. Aquello sería una constante en mi vida.
Durante los
largos meses que pasaba sola en el castillo, cada vez que mi esposo partía con
el rey, me entretenía con la presencia de mi hijo, que iba creciendo, y la redacción de largas cartas a mi marido y
a mi padre. La guerra en Italia no marchaba bien, y los imperiales hacían
estragos en la campiña, arrasando pueblos, y acabando con los recursos que se
dejaban para el invierno. Las tropas papales, dirigidas por Próspero Colonna,
asaltaron Milán, pero mi marido ¡qué orgullosa me sentí cuando me lo contaron! consiguió
vencerlos cerca de Turín.
Una mañana,
que me miraba en el espejo mientras me peinaban, observé algunas arrugas en
torno a los ojos y la boca; eran muy tenues, pero a pesar de la escasa luz de
mi cámara ya eran perceptibles. También
en mi pelo rubio se destacaba alguna cana. Horrorizada pregunté a mi camarera:
-
Solange, ¿son arrugas esas pequeñas líneas que se ven
en mi cara? ¿Hay canas entre mi cabello?
-
No se preocupe señora, que apenas
se ven. Es lo normal…
Hice quitar
los espejos de mis habitaciones y cubrí con tapices los que había en otros
lugares del castillo.
Intenté que
pintores locales hicieran copias de mi retrato para colgarlo en todos los
aposentos, pero aunque algunos muy reputados lo
intentaron, no lo consiguieron; les faltaba la luz, el sentimiento, el alma.
Hubiera dado todo lo que tenía para que el pintor italiano me repitiera el
cuadro, pero cuando mandé buscarlo me respondieron que había muerto hacía un
tiempo.
Cuando
quería verme contemplaba mi retrato. Y así era feliz, el tiempo no pasaba por
mí y la tersura de mi cara mantenía la de los dieciocho años. Y le preguntaba a
Solange, enseñándole mi imagen:
-
“¿A que hoy estoy más radiante que
nunca?”
-
“Claro que si, señora”, me
contestaba mirando tan sólo la pintura
Mi esposo
regresó apenas comenzado el otoño del año 21 del siglo nuevo; la campaña
comenzaría en la primavera y quería que le acompañara nuestro hijo. Estaría en
la guardia personal del rey. Era un gran honor y yo no podía ni pensar en poner inconvenientes. Sabía
que cuando se fueran me sentiría sola, mucho más de lo que lo había estado
nunca.
Fue en la
batalla de Pavía, los tercios españoles, apoyados por lansquenetes alemanes,
destrozaron el ejército francés. Mi esposo y mi hijo murieron en la lucha. Mi
esposo en su puesto, al frente de la caballería, y mi hijo al lado de su rey,
ofrendando su vida para salvarle de caer en manos de sus enemigos. No pudo ser,
luego me contaron que el mismo soldado que capturó a Francisco I, un
guipuzcoano llamado Juan de Urbieta
-¡que el diablo le acoja en el infierno!, atravesó con su espada a Carlo,
que estaba protegiendo a su rey cuando éste cayó de su caballo.
Todo se
perdió; las vidas de mi esposo y de mi hijo, también las de algunos de mis
hermanos que estaban en la batalla. Los castillos y posesiones de mi padre y
todo el norte de Italia, que fue a parar a manos de los imperiales y de sus
aliados venecianos. Por eso ya no he vuelto.
Ahora vivo
sola en el castillo, con algunos servidores fieles y mis recuerdos; con mi
cuadro desde el que veo impertérrita como pasa el tiempo. El nuevo conde de La
Palisse, un hermano menor de mi difunto esposo, me ha dejado la propiedad
mientras viva, porque él vive en París, en la corte.
Una mañana,
muchos años después de Pavía, me vi en la cama con todo el pelo blanco y la
frente surcada de arrugas. Rodeada de rosas blanca y unos cirios encendidos, y
con mi fiel Solange llorando a los pies. Comprendí que estaba muerta, pero veía
todo lo que me rodeaba. De verdad el pintor aquel, del que no me acordaba el
nombre, trasmitía el espíritu a sus cuadros.
Desde
entonces ha pasado tiempo y he visto muchas cosas. Nuevos vestidos y peinados
en las mujeres, salones dorados que vibraban con bailes y músicas maravillosas.
También ha habido tiempos de oscuridad, en los que no veía nada, porque tenía
un grueso paño delante de mis ojos, de mis ojos curiosos. Ahora sé que el
pintor se llamaba Leonardo da Vinci, y es al que vienen a ver los miles de
personas que contemplan todos los días mi cuadro, al que denominan, sin razón
alguna, “La belle ferronnière", ya sé, es francés, pero es que ahora vivo en el Louvre. Hasta dicen, y cada vez que lo escucho me
pongo roja de indignación, que fui amante de Ludovico el Moro. Y ninguno de
ellos sabe que yo soy Marcela, Marcela de Mirabello.
Eduardo
Lizarraga
Enero de
2012
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