El melón ya está abierto; el país ha decidido de forma mayoritaria optar por la opción de Rajoy para intentar salir de la crisis económica, y yo añadiría de valores, en la que estamos inmersos. La victoria del PP ha sido indiscutible, sin paliativos. El candidato de Génova ha conseguido mantener los votos que tuvo en el 2008 y añadir un buen número más. Todo lo contrario a su principal adversario, el PSOE, que además de no conseguir movilizar a los suyos, ha dejado crecer, en su terreno del espectro político, a partidos que casi eran extraparlamentarios, o no tenían ni grupo político. La atomización de las opciones de izquierda es un hecho que puede traer consecuencias poco deseables en el futuro.
Así las cosas, y pasadas poco más de dos semanas desde la consulta electoral del 20N, ya pueden comenzar a verse algunas de las líneas maestras que marcarán la próxima legislatura; la de Rajoy, la de la mayoría absoluta del PP.
Parecía que tras el triunfo absoluto en las autonómicas, tan sólo tendríamos que fijarnos en las actuaciones de sus lugartenientes, Cospedal y Aguirre, para saber por dónde podría ir el Gobierno de Rajoy: venta de empresas públicas, desmantelamiento de la Sanidad o de la Educación… Y de todo esto habrá con seguridad; pero la holgada mayoría absoluta obtenida, sumada al poder territorial en las CC. AA. – casi el 80%- podría forzar, como una paradoja no prevista, a que la tesitura no sea tan cómoda como a primera vista parece. El quid de la cuestión estriba en la siguiente pregunta: ¿Quiere ser Rajoy político o se siente estadista?
El país ha otorgado, al registrador de la propiedad gallego, un poder de decisión que no había tenido hasta ahora ningún gobernante, ni del Partido Popular ni del PSOE. Y con ello le coloca en la situación de tener que hacerlo todo bien, sin paliativos. Pasado el primer momento de culpar a la herencia socialista por la situación del país, no habrá posibles disculpas, ni hipotecas con un partido o con otro. Ni necesita a CIU, ni al PNV ni a Coalición Canaria; todas sus decisiones serán soberanas, y acertadas o no, serán tan sólo suyas. Y esto es una gran responsabilidad.
A ello hay que añadir que no habrá autonomías, exceptuando a Cataluña, Canarias y País Vasco, -veremos qué sucede con Andalucía- que no estén gobernadas por alguno de sus barones. Lo que conlleva una cierta dificultad a la hora de dirimir entre sus diferentes intereses y de apretarles el cinturón. O tal vez no haya dificultad alguna y sólo tenga que tomar las decisiones más justas para todos, aunque a algunos no les guste.
Rajoy se enfrenta a dos grandes retos; por un lado la necesaria disminución del gasto público para cumplir los criterios de déficit marcados por la UE, y por otro el desempleo, que podría llegar el año que viene a superar el 25% de la población activa. Y va a tener que tomar medidas dolorosas en los dos aspectos.
Cuando llegue la bronca de la reforma laboral, que la habrá, con los sindicatos en pie de guerra, Rajoy deberá disponer ante la población de un margen de credibilidad, que deberá ganar en el campo de la lucha contra el despilfarro, la corrupción y los excesos autonómicos. No puede hacer el esfuerzo sólo en la dirección de recortar los derechos y los sueldos, subir los impuestos y bajar las prestaciones; también deberá enfrentarse a las peticiones y prebendas de muchos de los que le han ayudado a llegar, si el café es negro y amargo, lo deberá ser para todos.
Una de sus primeras luchas, y ya lo había anunciado durante la campaña, será la de solucionar las duplicidades o triplicidades que se producen entre los distintos niveles de la Administración española: municipal, autonómico y estatal. Se trata de evitar el gasto superfluo.
Durante los ocho años de Administración socialista, años de vacas gordas, no lo olvidemos, se incrementó el número de funcionarios en más de 400.000 personas. Lo que no se compadece ni con el mismo crecimiento del PIB ni con el de la población. Ese incremento del funcionariado al que podemos sumar un desmedido despilfarro en coches oficiales, viajes innecesarios, gastos suntuarios, mobiliario de lujo, obras faraónicas… suma un total de más de 50.000 millones de euros desde 2004. Y hablamos de todas las Administraciones, porque en eso del despilfarro y la contratación excesiva, favoreciendo a los amigos, no hay colores políticos.
Y todas esas Administraciones, sin distinción de color, son las que deben al Estado 24.000 millones de euros. Y aplicando el conocido “donde dije digo ahora digo Diego”, Rajoy, que ya se ha puesto el gorro de estado, quiere cobrarlos sin más demora.
Si Rajoy quiere ganar credibilidad para poder adoptar sin un excesivo coste político, que lo tendrá, las medidas que va a tomar, deberá recortar el tamaño de todas las Administraciones y cerrar un buen número de empresas públicas. Empresas que tan sólo sirven de pesebre político, con salarios desorbitados en la mayoría de los casos. Y esas entidades se crearon en Aragón, Galicia, Castilla la Mancha o Murcia, por poner un ejemplo. Es necesario un adelgazamiento en la Administración que, es preciso decirlo, no funciona ahora mejor que antes. Existen casi 2400 entidades públicas, y de momento tan sólo se ha suprimido poco más de una treintena. Tendrá que actuar y aplicar la política de recortes dando ejemplo, aunque pise callos.
Y evitar la duplicidad o triplicidad también pasa por evitar que determinadas personas puedan acumular empleos y sueldos de forma desmedida. O que se suban el sueldo, como en los ayuntamientos, cuando les parece bien. Ya se que estas acciones pueden ser “el chocolate del loro”, pero le darán credibilidad, y además, poco a poco se hace montón. Y no voy a poner el ejemplo de Cospedal, que ya lo mencioné en una ocasión anterior, pero si el de Isabel Carrasco, Presidenta de la Diputación de León, que acumula 12 cargos diferentes, e ingresos por más de 160.000 euros. Esto es incompatible con la intención de limitar el gasto de las Administraciones, e inmoral en la situación de desempleo en la que nos movemos.
Las medidas tomadas por la Administración catalana, que ya están originando movimientos en la calle, podrían ser un ejemplo de lo que deben esperar los funcionarios del Estado y de otras administraciones a partir de enero: congelación de contrataciones, bajadas de sueldo, despido de personal contratado, medias pagas extraordinarias…
La lucha contra la corrupción, en todos los órdenes y contra el fraude fiscal deben ser otras de las banderas del Gobierno del PP si se quiere enfrentar a lo que le llega el año próximo con medianas perspectivas. No se puede seguir incrementando la presión fiscal sobre las nóminas, que además por desgracia son cada vez menos, y dejar que las grandes fortunas y los bancos sigan disfrutando de beneficios y favores que los demás no tienen, aunque hayan sido nuestros más fieles partidarios. Tampoco se pueden seguir sufriendo los sobresaltos y sofocos de indignación de los últimos meses, cada vez que se hacen públicos los sueldos e indemnizaciones de los consejeros de Cajas de Ahorros, que en muchos de los casos están en situación de quiebra.
Y esta lucha contra la corrupción pasa necesariamente por una mayor transparencia de las Administraciones. Ocupar el puesto 31 en este sentido, en un ranking de 162 países, no es para sentirse orgullosos. Es preciso dar un impulso definitivo a la Ley de Acceso a la Información Pública que está aparcada desde hace años y que podría haber evitado, sin duda alguna, muchos de los casos de corrupción administrativa que se han dado en los últimos años.
Nuestro próximo presidente va a tener que hacer un esfuerzo importante, explicando mejor la política de recortes y predicando con el ejemplo.
Eduardo Lizarraga
3 de diciembre de 2011
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