Una tenue luz me despertó. Me encontraba en un lugar extraño; en una
pequeña cueva, poco más que un agujero, con el suelo tapizado de hierbas y
hojas de árbol, como yacija de animal. El azul del cielo se veía a través de
unos tupidos matorrales que casi tapaban la entrada. Arrastrándome, conseguí
salir de aquella lóbrega madriguera. Fuera el sol brillaba en lo alto.
La cueva se abría al pie de unos altos
farallones rocosos; al fondo se divisaba otra pared casi cortada a pico y entre
las dos discurría un largo y profundo valle cubierto de vegetación. El ruido de
un arroyo, que debía correr en lo más hondo, llegó a mis oídos. Mi boca estaba seca y la garganta, áspera, me dolía. Necesitaba
beber y comencé a descender colina abajo.
Había perdido los zapatos y mis ropas se encontraban en un estado
lamentable. Mis manos estaban sucias y tenían huellas de sangre, aunque no me
descubrí ninguna herida. No sabía quién era ni qué me había pasado.
Avanzando a trompicones, pues las piedras me
dañaban los pies, conseguí llegar al fondo del valle. Allí la vegetación era
frondosa y a los primeros matorrales les fueron sucediendo árboles de distintas
especies, entre los que pude distinguir alisos, robles y hayas. Poco antes de llegar al ribazo del río, en
una pequeña pradera salpicada de arbustos aromáticos, descubrí los restos
ensangrentados de un animal. Era una cabra adulta que debía haber sido víctima
de alguna gran bestia, pues estaba casi descuartizada y le faltaban grandes
pedazos de carne. Había sido arrastrada hasta allí y hubiera sido fácil seguir
el rastro de sangre hasta el lugar donde había sido atacada. Algo nervioso por
lo que estaba viendo, tomé el camino opuesto, el que siguiendo la ribera del
riachuelo se dirigía hacia lo que parecía ser la salida del valle. Bebí del río
hasta saciarme y aproveché para limpiar la sangre y el barro que me cubrían.
El sol estaba ya en lo alto y debía ser una
hora cercana al mediodía. No se oía nada y parecía que los pájaros callaban a
mi paso. Alarmado por el silencio y la soledad comencé a dar gritos por si
alguna persona pudiera oírme.
-
¿Hay alguien por aquí?
-
¡Estoy perdido! ¿Alguien me escucha?
Tan sólo el eco respondía a mis peticiones de
auxilio. Era como si estuviera sólo en el valle. Seguí andando por el ribazo del
río; las piedras sueltas y los troncos caídos dificultaban mi paso. Y el
marchar descalzo no ayudaba nada. Un rebaño de cabras salió huyendo de entre
unos matorrales. Balando despavoridas, como si estuvieran en presencia de una fiera,
se dirigieron hacia lo profundo del bosque y enseguida les perdí de vista. El
trillado camino que iba siguiendo, realizado sin duda por el ganado en sus
vagabundeos, era la única senda que había visto en todo el día. Parecía como si
ninguna persona hubiera pisado estos parajes.
El valle se estrechaba por momentos y en
breve se convirtió en un cañón, de paredes casi verticales, por el fondo del
cual corría el río. En un momento dado la senda desapareció y tuve que echarme
al agua, porque era ya el único camino posible.
Medio andando, medio nadando, seguí avanzando
por el cauce, y daba gracias a que el estiaje no le hiciera llevar mucha agua y
la corriente fuera escasa.
A la vuelta de un pequeño recodo que hacía el
río, me encontré con una gruesa reja de hierro, cubierta de herrumbre, que cerraba
el paso del cauce. Continuar era
imposible, el agua huía entre los barrotes pero yo no podía seguir. Más que
reja era puerta, porque un grueso candado, que estaba nuevo y brillante, la
cerraba por el otro lado. Desesperado, comencé a gritar de nuevo por si alguien
pudiera oírme.
-
¡Socorro, no puedo salir! ¿Alguien me escucha?
-
¡Por favor, quiero salir de aquí!
Como en la anterior ocasión los gritos se
demostraron inútiles y el frío me hizo dar la vuelta para buscar un lugar desde
el que poder salir del agua, estaba aterido y dando diente con diente. La tarde
estaba cayendo y no sabía qué hacer.
No fumo y carecía de cerillas o mechero con
el que encender un fuego. Comencé a pensar, asustado, en la cabra muerta y
devorada en el prado. Tenía que buscar un sitio donde protegerme. Si pudiera
encontrar de nuevo la cueva antes de que se hiciera de noche…
Pude hallar de nuevo el sendero abierto por
las cabras y pensé, que desde allí, no me sería difícil orientarme y llegar
hasta la cueva en la que había amanecido. No conseguía acordarme de nada más
allá. Había encontrado un palo, especie de grueso garrote, y esperaba que
pudiera servir para defenderme.
Las sombras se iban alargando y en poco
tiempo desaparecerían. Si tuviera la
suerte de que hubiera luna…
Algunos ruidos procedentes de los matorrales,
al otro lado del río, hicieron que,
precavido, me alejara de su curso. Creía
reconocer a lo lejos los riscos bajo los cuales pensaba que se encontraba la
cueva. Casi imperceptibles, encontré en
mi camino los restos de una gran casa, de la que quedaban poco más que los
cimientos y algunos muros derruidos; en uno de ellos un escudo nobiliario llamó
mi atención. Creí reconocerlo, pero tenía la memoria bloqueada y no conseguía
acordarme de nada.
Ya era casi noche cerrada, cuando encontré la
empinada colina que había bajado a tropezones por la mañana. La luna se estaba
alzando sobre el horizonte, y con su luz podría encontrar la angosta obertura
tras la cual esperaba encontrar protección y calor. Grande, esplendorosa y
rojiza como la sangre, era la más hermosa luna llena que había visto. Ya no
sentía frío ni cansancio, tampoco miedo o soledad, mis pies ya no me dolían y
un vigor renovado recorría mi cuerpo.
La luz plateada inundaba el valle y haría más
fácil mi búsqueda. Tenía hambre y necesitaba comer; mi presa estaba oculta entre
los árboles, esperándome aterrorizada;
sin dudarlo más y saludando con un súbito y largo aullido a mi aliada,
me lancé monte abajo en su busca.
Eduardo Lizarraga
Madrid, octubre de 2012
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