martes, 18 de diciembre de 2012

No tan sola (Relato en dos folios)


El pueblo era un verdadero asco. Viejo, pequeño, lleno de edificios vulgares y situado al borde de uno de esos grandes pantanos que abundan en Luisiana. La verdad, es que desde que habíamos salido de Mobile, el paisaje pantanoso y maloliente había sido una constante; hasta caimanes había visto al bordear el lago Pontchartrain. Me hubiera gustado llegar hasta Nueva Orleans, pero el precio de los Grey Hound ya no es lo que era y además no era cuestión de llegar con los bolsillos vacíos. Tenía que encontrar alguna solución. Por lo menos ya había dejado tierra de por medio con Tampa; seguro que el Grasas y sus chicos todavía estaban buscándome, ¡idiotas!

De repente, y como salida de la nada, me crucé con una vieja,  pequeña y  con cara de víctima, acompañada por un negro enorme lleno de bolsas. Olí a dinero y como si de un imán fuera comencé a seguirla por el pueblo. Entraron en una zapatería, luego en una librería, y en una tienda de ropa, allí, a través del escaparate la vi sacar un fajo de billetes, grueso como una biblia; la saludaron todos los vecinos con que se cruzó…andaba despacio, pero con paso decidido. En una plaza, que debía ser la más importante del pueblo, el negro se dirigió a un inmenso y anticuado Mercedes aparcado,  y abriendo la puerta  dejó allí las bolsas. Recogió a su señora, que le  esperaba en la acera y entraron en una carnicería que estaba enfrente mismo, no sin que antes la vieja me dirigiera una extraña mirada por encima de sus anteojos.  No menos de media hora debieron estar dentro y cuando salieron les seguía un chico con un gran saco a la espalda. Entre el negro y el chico metieron el saco en el maletero y, después de abrir la puerta trasera a su señora y esperar que se acomodara, arrancó el vehículo con gran parsimonia y con el motor ronroneando, como  un gran gato negro, salieron del pueblo por la misma calle por la que había llegado el autobús.

No suelo equivocarme y sabía que mi solución estaba ahí. Estas viejas suelen tener mucho dinero en casa, es como si no se fiaran de los bancos. Y las comprendo muy bien, yo tampoco me fío: son los mayores ladrones del país.. Tenía que enterarme y hacer un plan. Algo rápido y eficaz.

Sin pensármelo entré en el bar que estaba al lado de la carnicería. Apenas me quedaban veinte pavos y era preciso gastarlos con tino. El establecimiento estaba casi vacío, y satisfecho comprobé que al otro lado de la barra había sólo un adolecente imberbe, que holgazaneaba mascando chicle, con las manos en los bolsillos. Son los mejores.

-          ¡Oye chaval, un café y un donuts! le dije, intentando aparentar cordialidad y echando a la vez mi gorra roja de los Lakers hacia atrás.

-          ¡Marchando! contestó,  y se puso a preparar lo pedido con una celeridad poco habitual.

Me había sentado con la espalda al ventanal que daba a la calle; cuantas menos personas me vieran mejor. En menos de cinco minutos vi cómo venía el chico a traerme el café.

-          ¡Bonito Mercedes ese que estaba aparcado enfrente! toda una pieza de museo- le comenté.

-          Sí, es de la señora Dubois y antes creo que fue de su padre- me respondió parándose a mi lado.

-          Pues ya me gustaría hablar con ella, porque tal vez tuviera una propuesta para comprarle el coche. ¿Dónde puedo encontrarla?

-          Vive en una casona muy grande, como a dos millas del pueblo, al borde del pantano. Pero no creo que le interese venderlo,  dicen que tiene mucho dinero y está muy apegada a todo.

-          Le haré una buena oferta- contesté sonriendo. ¿Y dices que está como a dos millas?

-          Si, en la carretera de Louisiana, hay un pequeño camino y un cartel que dice “Maison Dubois”, es francés ¿sabe? Pero si va a verla hágalo antes de las cinco, que a esa hora se va Benoit, su chófer y sirviente,  y como se queda sola en la casa ya no abre a nadie. Aunque no creo que nadie se atreva a andar por las cercanías de noche. Yo al menos no iría por allí, ni aunque me dieran uno de los grandes.

-          ¿Y eso? le pregunté curioso.

-          Tiene muy mala fama desde la época de la Guerra Civil; los negros hacen vudú  para defenderse de los malos espíritus por allí y dicen que han desaparecido personas en el pantano.

Cuando digo que tengo buen olfato para las oportunidades, lo digo con razón. Vieja, sola y forrada. No iba a esperar a nada más. A veces los mejores planes son los más audaces. Decidí acercarme hasta allí para situar la casa y estudiar una vía de acceso.

Estaba en el mismo borde del pantano y todo era como me había dicho el chico, salvo que aunque se la veía antigua, no tenía mucho de casa colonial, más bien de antiguo molino de agua. Sólo el segundo piso se salvaba, construido en hermosa madera pintada de blanco. El primero era de piedra y tenía rejas en las ventanas. Más abajo había unos estrechos ventanucos que debían dar al sótano y que estaban libres de impedimento. No observé ningún sistema de alarma.  Bajo la casa debía discurrir un río, pues un arco de piedra le daba paso por medio de un canal que  llegaba hasta el pantano. Unas barcas de madera se pudrían en sus márgenes.

Al poco de oscurecido me deslicé por uno de los ventanucos del sótano. Había más de tres metros de liso muro de piedra hasta el suelo. Desde luego por allí no podría salir. Ahora debía buscar el acceso a la casa.

El lugar era muy extraño, estaba vacío salvo las ruedas de madera y las muelas del antiguo molino. Un riachuelo cenagoso lo atravesaba de lado a lado, saliendo bajo el arco de piedra que había visto desde fuera. Las escaleras para subir a la planta baja estaban destruidas y en lo que debió ser el rellano se había construido una especie de terraza con balaustrada. Con un estremecimiento me di cuenta que estaba encerrado. No llevaba cinco minutos allí cuando el ruido de una puerta me hizo levantar la cabeza. Enfoqué con la linterna y vi a la vieja a tres metros sobre mí, asomada a la barandilla de la terraza y con el voluminoso saco que le llevaron de la carnicería al lado.

-          ¡Vaya! Ya ha llegado usted, no le esperaba tan pronto. ¿Por qué usted es el de la gorra roja que me estuvo siguiendo esta mañana por el pueblo, verdad? Mire que sabía que vendría…

No sabía qué decir. Estaba sorprendido y tan sólo acerté a balbucear –Estoy interesado en su coche….

-          Déjese de tonterías, me contestó, está usted interesado en mi dinero, como muchos otros. Pero yo se defenderme y tengo  quien me ayuda.

Y con estas palabras se puso a tocar una campanilla que llevaba en la mano, mientras que con la otra sacaba un pollo entero del saco que tenía al lado.

-          ¡General Lee, General Stuart!  -gritaba como si llamara a sus gatos y a la vez echaba pollos al cenagoso riachuelo que corría a sus pies. –Mirar lo que os ha traído mami, un hombre malo que quería hacernos daño, como el otro.

Un fuerte chapoteo me hizo enfocar la linterna al agua, y casi se me salen los ojos de las órbitas al ver un gigantesco caimán arrastrándose hacia la orilla.

-          Es el General Lee, el preferido de mi padre. Lleva con nosotros más de cincuenta años ¿sabe? No hay como darles cariño y comida para que te quieran. Mire por allí llega Stuart…y seguro que los otros van a llegar en breve. Le deseo una buena noche y me voy, que tengo que prepararme una tortillita para cenar.

Y con éstas palabras se dio la vuelta y cerrando la puerta desapareció de mi vista, todo quedó oscuro.  Un ruido detrás de mí me hizo dar un brinco y se me cayó la linterna al suelo.

Eduardo Lizarraga/ Madrid, diciembre 2012


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