El
pueblo era un verdadero asco. Viejo, pequeño, lleno de edificios vulgares y
situado al borde de uno de esos grandes pantanos que abundan en Luisiana. La
verdad, es que desde que habíamos salido de Mobile, el paisaje pantanoso y
maloliente había sido una constante; hasta caimanes había visto al bordear el
lago Pontchartrain. Me hubiera gustado llegar hasta Nueva Orleans, pero el
precio de los Grey Hound ya no es lo que era y además no era cuestión de llegar
con los bolsillos vacíos. Tenía que encontrar alguna solución. Por lo menos ya
había dejado tierra de por medio con Tampa; seguro que el Grasas y sus chicos
todavía estaban buscándome, ¡idiotas!
De
repente, y como salida de la nada, me crucé con una vieja, pequeña y con cara de víctima, acompañada por un negro
enorme lleno de bolsas. Olí a dinero y como si de un imán fuera comencé a
seguirla por el pueblo. Entraron en una zapatería, luego en una librería, y en
una tienda de ropa, allí, a través del escaparate la vi sacar un fajo de
billetes, grueso como una biblia; la saludaron todos los vecinos con que se
cruzó…andaba despacio, pero con paso decidido. En una plaza, que debía ser la
más importante del pueblo, el negro se dirigió a un inmenso y anticuado
Mercedes aparcado, y abriendo la puerta dejó allí las bolsas. Recogió a su señora, que
le esperaba en la acera y entraron en
una carnicería que estaba enfrente mismo, no sin que antes la vieja me
dirigiera una extraña mirada por encima de sus anteojos. No menos de media hora debieron estar dentro y
cuando salieron les seguía un chico con un gran saco a la espalda. Entre el
negro y el chico metieron el saco en el maletero y, después de abrir la puerta
trasera a su señora y esperar que se acomodara, arrancó el vehículo con gran
parsimonia y con el motor ronroneando, como un gran gato negro, salieron del pueblo por la misma
calle por la que había llegado el autobús.
No
suelo equivocarme y sabía que mi solución estaba ahí. Estas viejas suelen tener
mucho dinero en casa, es como si no se fiaran de los bancos. Y las comprendo
muy bien, yo tampoco me fío: son los mayores ladrones del país.. Tenía que
enterarme y hacer un plan. Algo rápido y eficaz.
Sin
pensármelo entré en el bar que estaba al lado de la carnicería. Apenas me
quedaban veinte pavos y era preciso gastarlos con tino. El establecimiento estaba
casi vacío, y satisfecho comprobé que al otro lado de la barra había sólo un
adolecente imberbe, que holgazaneaba mascando chicle, con las manos en los
bolsillos. Son los mejores.
-
¡Oye chaval, un café y un donuts! le dije, intentando aparentar cordialidad
y echando a la vez mi gorra roja de los Lakers hacia atrás.
-
¡Marchando! contestó, y se puso
a preparar lo pedido con una celeridad poco habitual.
Me
había sentado con la espalda al ventanal que daba a la calle; cuantas menos
personas me vieran mejor. En menos de cinco minutos vi cómo venía el chico a
traerme el café.
-
¡Bonito Mercedes ese que estaba aparcado enfrente! toda una pieza de
museo- le comenté.
-
Sí, es de la señora Dubois y antes creo que fue de su padre- me
respondió parándose a mi lado.
-
Pues ya me gustaría hablar con ella, porque tal vez tuviera una
propuesta para comprarle el coche. ¿Dónde puedo encontrarla?
-
Vive en una casona muy grande, como a dos millas del pueblo, al borde
del pantano. Pero no creo que le interese venderlo, dicen que tiene mucho dinero y está muy
apegada a todo.
-
Le haré una buena oferta- contesté sonriendo. ¿Y dices que está como a
dos millas?
-
Si, en la carretera de Louisiana, hay un pequeño camino y un cartel
que dice “Maison Dubois”, es francés ¿sabe? Pero si va a verla hágalo antes de
las cinco, que a esa hora se va Benoit, su chófer y sirviente, y como se queda sola en la casa ya no abre a
nadie. Aunque no creo que nadie se atreva a andar por las cercanías de noche.
Yo al menos no iría por allí, ni aunque me dieran uno de los grandes.
-
¿Y eso? le pregunté curioso.
-
Tiene muy mala fama desde la época de la Guerra Civil; los negros
hacen vudú para defenderse de los malos
espíritus por allí y dicen que han desaparecido personas en el pantano.
Cuando
digo que tengo buen olfato para las oportunidades, lo digo con razón. Vieja,
sola y forrada. No iba a esperar a nada más. A veces los mejores planes son los
más audaces. Decidí acercarme hasta allí para situar la casa y estudiar una vía
de acceso.
Estaba en
el mismo borde del pantano y todo era como me había dicho el chico, salvo que
aunque se la veía antigua, no tenía mucho de casa colonial, más bien de antiguo
molino de agua. Sólo el segundo piso se salvaba, construido en hermosa madera
pintada de blanco. El primero era de piedra y tenía rejas en las ventanas. Más
abajo había unos estrechos ventanucos que debían dar al sótano y que estaban
libres de impedimento. No observé ningún sistema de alarma. Bajo la casa debía discurrir un río, pues un
arco de piedra le daba paso por medio de un canal que llegaba hasta el pantano. Unas barcas de
madera se pudrían en sus márgenes.
Al poco
de oscurecido me deslicé por uno de los ventanucos del sótano. Había más de
tres metros de liso muro de piedra hasta el suelo. Desde luego por allí no
podría salir. Ahora debía buscar el acceso a la casa.
El
lugar era muy extraño, estaba vacío salvo las ruedas de madera y las muelas del
antiguo molino. Un riachuelo cenagoso lo atravesaba de lado a lado, saliendo
bajo el arco de piedra que había visto desde fuera. Las escaleras para subir a
la planta baja estaban destruidas y en lo que debió ser el rellano se había
construido una especie de terraza con balaustrada. Con un estremecimiento me di
cuenta que estaba encerrado. No llevaba cinco minutos allí cuando el ruido de
una puerta me hizo levantar la cabeza. Enfoqué con la linterna y vi a la vieja
a tres metros sobre mí, asomada a la barandilla de la terraza y con el
voluminoso saco que le llevaron de la carnicería al lado.
-
¡Vaya! Ya ha llegado usted, no le esperaba tan pronto. ¿Por qué usted
es el de la gorra roja que me estuvo siguiendo esta mañana por el pueblo,
verdad? Mire que sabía que vendría…
No
sabía qué decir. Estaba sorprendido y tan sólo acerté a balbucear –Estoy
interesado en su coche….
-
Déjese de tonterías, me contestó, está usted interesado en mi dinero,
como muchos otros. Pero yo se defenderme y tengo quien me ayuda.
Y con
estas palabras se puso a tocar una campanilla que llevaba en la mano, mientras
que con la otra sacaba un pollo entero del saco que tenía al lado.
-
¡General Lee, General Stuart!
-gritaba como si llamara a sus gatos y a la vez echaba pollos al
cenagoso riachuelo que corría a sus pies. –Mirar lo que os ha traído mami, un
hombre malo que quería hacernos daño, como el otro.
Un
fuerte chapoteo me hizo enfocar la linterna al agua, y casi se me salen los
ojos de las órbitas al ver un gigantesco caimán arrastrándose hacia la orilla.
-
Es el General Lee, el preferido de mi padre. Lleva con nosotros más de
cincuenta años ¿sabe? No hay como darles cariño y comida para que te quieran. Mire
por allí llega Stuart…y seguro que los otros van a llegar en breve. Le deseo
una buena noche y me voy, que tengo que prepararme una tortillita para cenar.
Y con
éstas palabras se dio la vuelta y cerrando la puerta desapareció de mi vista,
todo quedó oscuro. Un ruido detrás de mí
me hizo dar un brinco y se me cayó la linterna al suelo.
Eduardo
Lizarraga/ Madrid, diciembre 2012
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