Con la noche ya casi cerrada, un suave silbido atravesó el
tupido macizo de argoma con nitidez. Era la señal. Hacía un buen rato que
protegidos de miradas indiscretas, del frío y de la humedad, dormitábamos en
una pequeña borda hecha con helechos, que de lejos podía parecer una vieja meta
desmantelada. Salimos con cuidado de no pincharnos. Entre las sombras estaba
Joxean, el mugalari.
-
¡Venga, venga, que tenemos el tiempo justo! -nos
apresuró para de seguido ponerse en marcha ¡Goazen!
Joxean, natural de la cercana Oyarzun, era uno de los
mugalaris más experimentados de la zona. Ya se dedicaba al “negocio” con su
padre, antes de la guerra, llevando
ganado de un lado a otro de la muga. Mulas viejas que sólo servían ya para
carne, pasaban a Iparralde, y ganado joven y robusto, de trabajo, entraba en Hegoalde;
vacas de esas de leche, blancas y negras, también traían. Luego, con la guerra
en Europa, formó parte de la red que ocultaba y pasaba a aviadores derribados o
miembros de comandos aliados, hurtándolos
de las garras de los nazis y sus amigos franquistas.
Fueron tiempos duros y peligrosos, en los que los tiroteos
de alemanes y Guardia Civil menudeaban y a menudo se saldaban con víctimas
silenciadas y sin nombre. Lo que siguió, con el maquis filtrándose por todos
los Pirineos, tampoco fue mejor y los contrabandistas no tuvieron sus mejores
momentos.
Éramos seis los que le seguíamos como podíamos. A pesar de
su edad, Joxean tenía aún piernas fuertes y conocía cada piedra de las trochas y
torrenteras por las que nos llevaba. A veces paraba para escuchar con atención
y enseguida proseguía. Íbamos hacia Sara a recoger la mercancía que ya tendrían
preparada. Pasaríamos al otro lado dejado Bera a nuestra izquierda y volveríamos
antes del amanecer para atravesar la muga por Endarlaza. Noviembre es con mucho
el mejor mes para nuestras andanzas; no hace aún frío y las noches ya son
largas y protectoras.
Los días anteriores había llovido mucho y las errekas que
llegan al Bidasoa aún bajaban con violencia. Por eso tuvimos que arriesgarnos y
pasar el río, con la ropa sobre los hombros, por un vado que tenía poco fondo y
que a veces estaba vigilado. Pero lo hicimos sin novedad. Veríamos a la vuelta…
Al poco de pasar la muga, comenzó a caer un sirimiri fino y
persistente que empapaba nuestras txapelas con sus gotas menudas. Bajábamos a
través de un bosque de hayas ya desnudas y la hojarasca lo cubría todo. La
noche era tranquila, con la luna queriendo mostrarse de vez en cuando entre las
nubes. Si la lluvia proseguía, la vuelta
sería segura. Ni carabineros ni Guardia Civil salen a mojarse, sino tienen
motivos concretos.
Nuestro grupo era bastante heterogéneo. De edades y
necesidades varias. Desde los que vivían sólo de esto y que lo necesitaban para
alimentar a su familia, al caso de Kepa y mío propio, que lo hacíamos por el
afán de aventura y por poder tener un dinero extra con el que poder salir al
baile con las chicas o regalar algún capricho a la novia. Creo que en mi caso
la excitación de la aventura era los primero, y aunque también me estaba ya
gastando alegremente el dinero que sacaría del “pase”, aquello me divertía.
Llegamos a casa de Erru, en Sara, poco antes del amanecer.
Allí recogeríamos mercancía de precio y de la que obtendríamos un buen
beneficio. Nylon, jabones, componentes eléctricos, ropa interior, pantalones vaqueros americanos. Todo para un
comerciante de Donosti con el que ya teníamos hechos buenos viajes. A mí me
había introducido en el negocio un conocido de Onddarbi, arrantzale de oficio y
contrabandista de ocasión, que se dedicaba a pasar mercancía con su txipironera,
trayendo rodamientos, duralex, piezas de coches importados…todo lo que pesaba
demasiado para andar con ello a cuestas por los montes. Aquello le dejaba buen
dinero y hasta había conseguido llevar a sus hijos a estudiar a Bilbao.
Había otros tipos de tráfico por la muga, algunos más
lucrativos, otros más honorables, algunos repugnantes y todos, sin excepción,
más peligrosos. Entre lo peor estaba el comercio de personas; hombres y
mujeres, casi siempre portugueses o norteafricanos, que buscaban llegar a
Iparralde para desde allí encontrar una vida mejor en Europa. Había en Irún una
red especializada en su paso; su responsable, hombre de pocos o ningún
escrúpulo, vivía en una calle cercana a la iglesia del Juncal. Tenía un viejo
coche americano, de esos grandes, negro y con un maletero tan inmenso que presumía
de poder meter hasta cuatro personas dentro. Un Packard creo que era. Si tenían
suerte les pasaba por alguno de los pasos poco vigilados del Baztán, Etxalar o
Peñaplata. Pero al mínimo contratiempo los abandonaba en pleno monte y les
decía que ya estaban en Francia. Eso cuando no los dejaba en la orilla izquierda
del Bidasoa y les impulsaba a atravesarlo para llegar a su destino. Algunos no
llegaban nunca al otro lado y aparecían en la bahía de Txingudi a los pocos
días. Nuestro río, por pequeño y revuelto, puede ser muy traicionero para los
que no conocen sus mañas.
En el establo de Erru encontramos los fardos ya hechos, unos
cuarenta kilos para cada uno. Antes de salir de vuelta aprovecharíamos para
secarnos, comer algo y dormir entre el heno hasta el anochecer. La dueña de la
casa siempre se portaba y tenía preparada una buena mesa a la que sentarnos
para reponer fuerzas.
Antes de caer la tarde ya estábamos todos despiertos y
nerviosos por salir. Un cigarrillo, encendido con mi chisquero de mecha, ese que
no se ve al prenderlo en la noche, y compartido con Kepa en silencio cómplice,
puso punto final al descanso.
-¡Goazen mutilak! –la voz de Joxean nos recordaba que nos
quedaba la vuelta. Y ahora cargados.
Volveríamos por un camino más fácil, dejando a un lado
Biriatou, y atravesando el Bidasoa pasado Endarlaza, cerca de Punttas. Y de
allí subiendo hacia Irumugarrieta para pasar por el collado de Saroia,
llegaríamos a Oyarzun en poco más de seis horas.
-
¡Kontuz, begira! –la advertencia nos sobrecogió
Era Txelis, que iba
en cabeza con Joxean, quien los vio cuando pasábamos el río con los fardos al
hombro. Eran dos bultos oscuros y deslavazados, aplastados en el ribazo del
vado. Les debía haber dejado la corriente al bajar el caudal tras las intensas
lluvias. Un hombre y un chico joven, casi un niño. A su lado, entre las
piedras, algunas ropas dispersas, mojadas y manchadas de barro y una maleta de
cartón empapada y vacía. Ambos, con los
brazos abiertos se enganchaban a la tierra y sus caras miraban la orilla que
sólo la muerte les dejó alcanzar.
-¡Putos cabrones inhumanos! -exclamó Joxean con un tono de
voz salido desde el alma.
Y no hubo nada más, proseguí el camino inmerso en un silencioso
y culpable griterío interior. Mi noche de aventura, de riesgo controlado, de
algo de dinero fácil, era también noche de muerte y de sueños rotos para otros
más desafortunados que llegaban hasta aquí buscando una vida mejor,.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Agosto 2016
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