miércoles, 24 de agosto de 2016

Andanzas felinas


Tras más de media hora de espera, un ligero movimiento en la hojarasca me obligó a tensar los músculos y a caer sobre ella en dos saltos. Pero a pesar de mi rapidez se volvió a escapar. Todo el invierno llevaba detrás del topillo y hasta ahora no había tenido la menor oportunidad. Y seguía sin tenerla. Chasqueada,  di la vuelta y me dispuse a hacer la ruta acostumbrada. Ya llegará la primavera…

Desde el agujero de la alambrada metálica contemplé la calle que era parte de mis dominios. Una calle excelente, con muchos escondrijos y sin presencia de ninguno de esos peludos ladradores tan molestos. Ocho casas por las que merodeaba a placer, de las que conocía todos sus secretos y también a sus dueños y las posibilidades que me brindaban.

Aunque con pocas esperanzas decidí comenzar por el chalet de enfrente. Un chalet pequeño, de piedra basta y con muchos escondites ya explorados. Su dueño, Javier, siempre tiene varios coches aparcados en la ancha explanada que se extiende delante de la puerta principal. Y desde debajo de cualquiera de ellos, puedo pasar horas acechando a los pájaros que merodean por el jardín. Es mi casa preferida, sobre todo los fines de semana de buen tiempo. Porque Javier es muy aficionado a las barbacoas con sus amigos. Claro está, que en cuanto huelo el tibio aroma de la carne a la parrilla, me acerco sin pensarlo. Un par de maulliditos tenues, de esos de gatita desvalida y hambrienta, siempre me dan un resultado excelente. Mucho más cuando hay chicas. Hasta he conseguido  que me pongan un platillo con trocitos ya cortados, nada de sobras o huesos.

-Ven gatita, ven….bsss, bssss, bssss- me dicen, y yo me acerco a comer con parsimonia y hasta dejo que me acaricien un poco, aunque sin dar excesiva confianza.

No hay nada, ni por los alrededores de la mesa de piedra en la que suelen comer, ni debajo de los bancos. Zapirón o la negrita, mi profunda enemiga, han debido pasar por aquí la noche pasada y han limpiado a conciencia. Tampoco hay suerte con los pajarillos, que están atentos a mis movimientos y no me pierden de vista. Pero sé que en unas semanas, con la llegada de la primavera, templará la temperatura y entonces comenzarán sus arrumacos y revoloteos con las hembras, se despistarán y serán míos. Me relamo los bigotes con sólo imaginarlo.

La casa siguiente es la del músico. Es un hombre mayor, ya canoso, siempre tiene música puesta o toca el violín. Vive con una mujer muy agradable a la que nunca le falta  un trocito de jamón york para darme. Mmmm, jamón york….mi comida preferida…Pero no hay suerte, no se oye nada y eso quiere decir que no están. Dudo un momento en quedarme un rato, veo una manta sobre la silla que hay a la entrada,  me invita a tumbarme con promesas de tibia suavidad; es una terraza soleada y desde la que se divisa todo muy bien. Pero decido seguir la ronda.

Me salto la casa del antipático. Un hombre que siempre está enfadado.  Una vez vi a la mujer, la única persona agradable que hay en esa casa, llorando. El hombre le estaba insultado y amenazando…no sé si le había pegado. Si llego a ser algo más grande le hubiera hecho ver lo que vale una chica… Los niños que tienen, dos peligrosos y uno que aún no anda,  también son odiosos. Siempre que pueden me tiran cosas y aún recuerdo con horror cuando el verano pasado me encontraron desprevenida, dormitando al sol y me enchufaron con la manguera.

-¡Gatito, gatito! –gritaban, mientras veían como salía huyendo, dando bufidos de enfado y toda mojada.

Deslizándome entre la hiedra y el muro de ladrillo me asomo a la casa de Philippe. Es un chico joven, muy agradable al que no le faltan nunca  palabras cariñosas. Pero debe ser vegetariano porque todo lo que tiene para comer es horroroso. Ni siquiera jamón york.

Suelo mirar lo que hace desde una de las ventanas de su garaje. Lo tiene puesto como sala de baile, con espejos, unas barras de madera en los laterales y muchos posters de señoras y señores bailando. Ahí está, con su música y dando saltitos. Lo curioso es que muchas veces, como hoy, está vestido de mujer. Hasta zapatos de tacón lleva. Gira y gira, salta y salta mirándose en los espejos. Nadie le reconocería con su peluca rubia, los labios y ojos pintados y otras cosas que no quiero decir, porque aunque un tanto arisca soy muy pudorosa y determinada cosas me dan un poco de vergüenza.

En un momento dado me ve y me llama.

-¡Tomasa, Tomasa! – sí, soy yo, es el nombre que me pusieron pero no contesto jamás.

Mira que podían haberme puesto algún nombre más lucido, Cleopatra, Lucinda, incluso Terpsícore que me gusta mucho. Pero no, se les ocurrió Tomasa. Y con el nombrecito me quedé, como si fuera de pueblo.

Me exhibo un poco en el poyete de la ventana y salgo con el rabo en periscopio hacia la última casa de ese lado. La del señor triste. También suele estar en el garaje, pero en lugar de sala de baile lo tiene convertido en cuarto de herramientas y trastos. Cuelgan bicis de distintos tamaños de las vigas, hay máquinas para el jardín y un cierto desorden que me gusta. Antes siempre estaba trabajando allí, arreglando cosas, pintando, con la radio puesta, contento. Sus manos grandes, callosas y llenas de grasa y pintura,  me acariciaban y yo me dejaba tranquila. No sé cómo se llama, pero me agrada.

También antes había más personas en la casa. Recuerdo una mujer y unos chicos jóvenes. Recuerdo que había fines de semana llenos de bullicio con barbacoas y piscina. Pero hace ya tiempo que está solo, que no hay barbacoas y la piscina está llena de un agua verdosa con algas. Tampoco trabaja ya en el garaje taller. A veces está sentado en una silla, debajo de las bicicletas, que siguen colgando de la viga. La cabeza entre las manos y los ojos con lágrimas. Como siempre tiene la puerta abierta, me acerco y me restriego contra sus piernas. Y esas manos que me gustan, me acarician con suavidad y me dicen cosas en voz baja.

Hoy también está la puerta abierta y el hombre triste está dentro. Pero no está sentado. Cuelga de una cuerda al lado de las bicicletas y la silla está caída bajo sus pies. Permanece inmóvil y sus ojos abiertos están llenos de lágrimas.

-Bssssss, bssssss, bsssss….¡Tomasa!, ¡Tomasa!...bssssss, bssssss, bsssss

Me está llamando ese con el que vivo, desde lo alto de la cuesta, desde mi casa. Pero yo ni caso, que a ese nombre ni contesto ni voy a contestar. ¡Y es que no se entera!

Pero de repente se oye la palabra mágica

-Toma, toma, toma…. Jamooonnnn….
Y mi estómago sale disparado cuesta arriba y yo detrás, dando saltos como una gacela.


Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Agosto  2016


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