Tras más de media hora de espera, un ligero movimiento en la
hojarasca me obligó a tensar los músculos y a caer sobre ella en dos saltos.
Pero a pesar de mi rapidez se volvió a escapar. Todo el invierno llevaba detrás
del topillo y hasta ahora no había tenido la menor oportunidad. Y seguía sin
tenerla. Chasqueada, di la vuelta y me
dispuse a hacer la ruta acostumbrada. Ya llegará la primavera…
Desde el agujero de la alambrada metálica contemplé la calle
que era parte de mis dominios. Una calle excelente, con muchos escondrijos y
sin presencia de ninguno de esos peludos ladradores tan molestos. Ocho casas
por las que merodeaba a placer, de las que conocía todos sus secretos y también
a sus dueños y las posibilidades que me brindaban.
Aunque con pocas esperanzas decidí comenzar por el chalet de
enfrente. Un chalet pequeño, de piedra basta y con muchos escondites ya explorados.
Su dueño, Javier, siempre tiene varios coches aparcados en la ancha explanada
que se extiende delante de la puerta principal. Y desde debajo de cualquiera de
ellos, puedo pasar horas acechando a los pájaros que merodean por el jardín. Es
mi casa preferida, sobre todo los fines de semana de buen tiempo. Porque Javier
es muy aficionado a las barbacoas con sus amigos. Claro está, que en cuanto
huelo el tibio aroma de la carne a la parrilla, me acerco sin pensarlo. Un par
de maulliditos tenues, de esos de gatita desvalida y hambrienta, siempre me dan
un resultado excelente. Mucho más cuando hay chicas. Hasta he conseguido que me pongan un platillo con trocitos ya
cortados, nada de sobras o huesos.
-Ven gatita, ven….bsss, bssss, bssss- me dicen, y yo me
acerco a comer con parsimonia y hasta dejo que me acaricien un poco, aunque sin
dar excesiva confianza.
No hay nada, ni por los alrededores de la mesa de piedra en
la que suelen comer, ni debajo de los bancos. Zapirón o la negrita, mi profunda
enemiga, han debido pasar por aquí la noche pasada y han limpiado a conciencia.
Tampoco hay suerte con los pajarillos, que están atentos a mis movimientos y no
me pierden de vista. Pero sé que en unas semanas, con la llegada de la primavera,
templará la temperatura y entonces comenzarán sus arrumacos y revoloteos con
las hembras, se despistarán y serán míos. Me relamo los bigotes con sólo
imaginarlo.
La casa siguiente es la del músico. Es un hombre mayor, ya
canoso, siempre tiene música puesta o toca el violín. Vive con una mujer muy
agradable a la que nunca le falta un
trocito de jamón york para darme. Mmmm, jamón york….mi comida preferida…Pero no
hay suerte, no se oye nada y eso quiere decir que no están. Dudo un momento en
quedarme un rato, veo una manta sobre la silla que hay a la entrada, me invita a tumbarme con promesas de tibia
suavidad; es una terraza soleada y desde la que se divisa todo muy bien. Pero
decido seguir la ronda.
Me salto la casa del antipático. Un hombre que siempre está
enfadado. Una vez vi a la mujer, la
única persona agradable que hay en esa casa, llorando. El hombre le estaba
insultado y amenazando…no sé si le había pegado. Si llego a ser algo más grande
le hubiera hecho ver lo que vale una chica… Los niños que tienen, dos
peligrosos y uno que aún no anda, también son odiosos. Siempre que pueden me
tiran cosas y aún recuerdo con horror cuando el verano pasado me encontraron
desprevenida, dormitando al sol y me enchufaron con la manguera.
-¡Gatito, gatito! –gritaban, mientras veían como salía
huyendo, dando bufidos de enfado y toda mojada.
Deslizándome entre la hiedra y el muro de ladrillo me asomo
a la casa de Philippe. Es un chico joven, muy agradable al que no le faltan
nunca palabras cariñosas. Pero debe ser
vegetariano porque todo lo que tiene para comer es horroroso. Ni siquiera jamón
york.
Suelo mirar lo que hace desde una de las ventanas de su
garaje. Lo tiene puesto como sala de baile, con espejos, unas barras de madera
en los laterales y muchos posters de señoras y señores bailando. Ahí está, con
su música y dando saltitos. Lo curioso es que muchas veces, como hoy, está
vestido de mujer. Hasta zapatos de tacón lleva. Gira y gira, salta y salta mirándose
en los espejos. Nadie le reconocería con su peluca rubia, los labios y ojos
pintados y otras cosas que no quiero decir, porque aunque un tanto arisca soy
muy pudorosa y determinada cosas me dan un poco de vergüenza.
En un momento dado me ve y me llama.
-¡Tomasa, Tomasa! – sí, soy yo, es el nombre que me pusieron
pero no contesto jamás.
Mira que podían haberme puesto algún nombre más lucido,
Cleopatra, Lucinda, incluso Terpsícore que me gusta mucho. Pero no, se les
ocurrió Tomasa. Y con el nombrecito me quedé, como si fuera de pueblo.
Me exhibo un poco en el poyete de la ventana y salgo con el
rabo en periscopio hacia la última casa de ese lado. La del señor triste. También
suele estar en el garaje, pero en lugar de sala de baile lo tiene convertido en
cuarto de herramientas y trastos. Cuelgan bicis de distintos tamaños de las
vigas, hay máquinas para el jardín y un cierto desorden que me gusta. Antes siempre
estaba trabajando allí, arreglando cosas, pintando, con la radio puesta,
contento. Sus manos grandes, callosas y llenas de grasa y pintura, me acariciaban y yo me dejaba tranquila. No sé
cómo se llama, pero me agrada.
También antes había más personas en la casa. Recuerdo una
mujer y unos chicos jóvenes. Recuerdo que había fines de semana llenos de
bullicio con barbacoas y piscina. Pero hace ya tiempo que está solo, que no hay
barbacoas y la piscina está llena de un agua verdosa con algas. Tampoco trabaja
ya en el garaje taller. A veces está sentado en una silla, debajo de las
bicicletas, que siguen colgando de la viga. La cabeza entre las manos y los
ojos con lágrimas. Como siempre tiene la puerta abierta, me acerco y me
restriego contra sus piernas. Y esas manos que me gustan, me acarician con
suavidad y me dicen cosas en voz baja.
Hoy también está la puerta abierta y el hombre triste está
dentro. Pero no está sentado. Cuelga de una cuerda al lado de las bicicletas y
la silla está caída bajo sus pies. Permanece inmóvil y sus ojos abiertos están
llenos de lágrimas.
-Bssssss, bssssss, bsssss….¡Tomasa!, ¡Tomasa!...bssssss, bssssss,
bsssss
Me está llamando ese con el que vivo, desde lo alto de la
cuesta, desde mi casa. Pero yo ni caso, que a ese nombre ni contesto ni voy a
contestar. ¡Y es que no se entera!
Pero de repente se oye la palabra mágica
-Toma, toma, toma…. Jamooonnnn….
Y mi estómago sale disparado cuesta arriba y yo detrás,
dando saltos como una gacela.
Eduardo Lizarraga
Hondarribia, Agosto 2016
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